Si todos son inocentes, finalmente ninguno es culpable. Con variantes de un mismo discurso, todos los aludidos dicen ser víctimas. Por lo general, y para no hilar demasiado fino, de la “persecución
política”.
Nadie de los señalados, sospechados o imputados, considera que, pese a haber ocupado importantes puestos en el Estado, debe rendir cuentas como cualquier hijo de vecino. 
Con más razón, si a sus cargos en el sector público llegaron ya fuere por el voto popular o, por extensión, designados por quienes en su momento fueron ungidos democráticamente.
La contracara de este fenómeno de quienes se victimizan con ínfulas de figuras intocables es el (pre) juzgamiento ciudadano que, ante las primeras informaciones, sentencia según su posición política o, peor, según su arbitraria percepción del acusado. 
Aquí los argumentos son lo de menos. El otro es el enemigo y al enemigo ni justicia.
Al mejor estilo acrítico de las redes sociales, si le cae mal (como si se tratase de un actor sobrevaluado o un futbolista que anda peleado con el arco), bastará para que se expida livianamente con un “a ese hay que meterlo preso”.
Poco importará si hay razones de peso, léase pruebas contundentes, documentos oficiales, investigaciones serias, que certifiquen que los Báez, los López, los De Vido y hasta los Kirchner deben ser sometidos a un juicio.
¿Por qué seguir aceptando como una suerte de torpe defensa que porque desarrollaron una función política de alta exposición no son responsables? 
Manejaron cajas estratégicas más que jugosas, tuvieron la posibilidad de estampar su firma y avalar obras millonarias, ¿por qué confiar en que no tocaron un peso?
Deben rendir cuentas. Nos deben rendir cuentas a todos los ciudadanos. 
Es lo que marca la ley bien entendida y el sentido común, pero sobre todo lo marca una palabra cada vez más despreciada: el compromiso. 
Ese valor de cambio que tan poco cotiza hoy en día.

(Diario UNO, 5 de noviembre de 2016)

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