"Irse es así, como empezar de cero hacia otras cosas que quién sabe”
Eduardo Gregorio, de su poema Despedida

Tal vez mal citada, pero sin perder su esencia, recuerdo aquella frase que decía algo así como "la muerte no es otra cosa que dejar de ver a los amigos". Si bien con Eduardo no llegamos a entrar en tan digna categoría, le tenía ese particular aprecio que siempre va a atado a la empatía.
Creo no equivocarme si digo, afirmo, que Eduardo, ese flaco cordobés de Del Campillo que eligió a Junín como su lugar en el mundo, era como se lo veía: un buen tipo, un sensible que encontró en la palabra, como muchos de nosotros, un refugio. Y este, se sabe, nunca garantiza que el dolor, la perplejidad ante el mundo, no nos hagan mella.
Nos quedan al menos, como panes o peces para repartir, sus libros y sus textos inéditos, su intensa vida diseminada en un amplísimo abanico de poemas, cuentos, novela, canciones, relatos históricos e investigación periodística. Como para que no queden dudas de su legado, repasemos: "Ángeles y caídas", "Las otras cosas”, "Trabajos", "Historia de pueblo", “Sin ir tan lejos”, “El fuego por el juego”, “Juntos pero separados” y “El caso Greco”. Sus libros, entonces, como esquirlas de lo que fue y será.
La literatura y el periodismo fueron, no hay parca que lo desmienta, dos brazos con los que intentó abarcar el mundo y dentro de él a todos los que lo caminamos sin saber del todo hacia dónde va ese bendito camino. Hacía allí debe haber ido el querible Gregorio a buscar un puñado de explicaciones. Las mismas que nos quedaron flotando ese sábado en que alguien nos avisaba con estupor de su absurda muerte.

(En Tiempo del Este, octubre de 2012, Nº364)
Lo reconozco: he olvidado camperas, biromes, carpetas en el colegio. Y fuera de ella, una que otra novia. Y uno que otro campeonato perdido. Hasta una bici que, como aquella novia, jamás recuperé. Lo que nunca pero nunca olvidé por ahí fue un libro. De eso sí puedo jactarme.
No es el caso de aquellos huéspedes del hotel Conde Duque, en pleno Madrid, que sin quererlo terminaron armando el rincón más singular de ese lugar y tal vez de todos los hoteles: La Olvidoteca.
Este espacio, ubicado en el hall, cobija unos 500 libros de variado origen (francés, español, inglés, ruso, chino). Su nombre no da lugar a equívocos. Los desmemoriados pasajeros los dejaron y la acumulación fue tal que la gobernanta del hotel, Rafi Prieto García, tuvo una feliz idea: le propuso al director del establecimiento ponerlos a disposición de los nuevos viajeros.
Primero fue una pequeña vitrina, pero los olvidados ejemplares eran cada vez más, por lo que hubo que ampliar el espacio. Novelas, poemas, guías de viaje, ensayos, biografías, todo cabe en la Olvidoteca. Quienes la consultan pueden leer allí o llevárselos a la habitación. Esto ha generado un nuevo capítulo: el de los que olvidan libros ex profeso e incluso dejan una notita cual dedicatoria: “Para la olvidoteca”. La extraña ecuación indica que a más olvido, más libros y lectores. Pasajeros con tablets, abstenerse.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 4 de agosto de 2012)
Pluma o mouse mediante, Ana María Shua es el Zelig de su propio circo: mujer barbuda, trapecista, maga, equilibrista y, por qué no, elefanta, mona o gitana. Ella es ella y ninguna en todos los papeles de este acuario circense al que desarma y desnuda con la maestría, humor y sensibilidad que la caracteriza.
Cada microrrelato de Fenómenos de circo (Emecé) es una estaca, una soga, un parche más en esa gran carpa donde cabe y vale todo. En ese mundo con reglas propias, la mentada magia se sobrepone al lugar común y hasta el lector más avisado puede pasar de largo por la red agujereada.
Los freaks de la autora de Botánica del caos y La sueñera son queribles, revulsivos, entrañables. Vienen de la vida real y de su febril imaginación, y poco importa cuánto tienen de uno u otro. Gétulos, paquidermos, mifps, la poeta écuyeré, icarios y la mujer cara de mula, entre tantos, son parte de un staff tan humano como el payaso perfecto que fue nominado al Nobel.
“¿Cómo sorprender a los malditos, a los cínicos espectadores que ya lo han visto todo?”, lanza como un cuchillo envenenado la Shua, sabiendo que del otro lado no lo podremos atrapar porque a esa altura ya tendremos las manos ocupadas en aplaudir o cerrar el libro.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 21 de julio de 2012)
La reapertura de una sala es buen motivo para celebrar y una oportuna excusa para revisitar la infancia. 

Todavía, al pasar frente a lo que ayer fue un cine y hoy es una iglesia evangélica, un supermercado o una playa de estacionamiento, siento una extraña sensación, algo ubicado exactamente entre la nostalgia y la bronca. Y la razón, no es tan difícil de encontrarla, es que con ellos se nos fue en primer lugar una parte de nuestra historia personal, pero también un capítulo importante del lugar donde vivimos. Algo que, parece estar más que claro, nunca tuvo eco en la agenda política ni siquiera en la cultural.Por eso lo que ocurrió en San Rafael hace unos días es motivo de celebración. Como contracara de la inolvidable Cinema paradiso, aquella película de Giuseppe Tornatore que sintetizó maravillosamente lo que significa para un pueblo y sobre todo para cada persona la magia del cine y la tristeza de perderla a manos del supuesto progreso, el jueves reabrieron dos salas en el Sur de la provincia.
La familia Andrés, fundadora del tradicional cine Andrés y de otras salas en las que los sanrafaelinos vieron discurrir el séptimo arte del mundo entero, bautizaron Amelix a las salas recuperadas, homenajeando en su nombre combinado a los abuelos Amelia y Félix.
Esta vez, la sensación fue otra; podría decirse que fue como volver a sumergirse en el álbum familiar y reencontrarnos con la foto de uno mismo: pantalones cortos, peinado con raya al costado, zapatos bien lustrados; listos, siempre listos para ir a esa matiné que prometía toda una tarde de aventuras y diversión. Y ahí voy, precisamente, a mi propio flashback sin anteojos 3D, pororó en balde y sonido envolvente.
La primera película que recuerdo la vi en el antiguo cine de mi pueblo, General Roca (Córdoba), a principios de los ’70. Con los años, aquel cine Franz, como tantos otros, devino en salón de alquiler, y aquel pueblo, también como tantos otros,quedó anclado en vía muerta al desaparecer el tren. Hasta que años después, el oro verde de la soja le devolvería cierto esplendor perdido, tanto casi que con él reabrió su única y añorada sala cinematográfica.
Volviendo a la película, tengo la certeza de que se trataba de una industria argentina, en blanco y negro. El memorioso Google me dio las pistas que me faltaban para determinar que no era la típica para un espectador de mi edad: se trataba de El milagro de Ceferino Namuncurá, dirigida por un tal Máximo Berrondo. Lo que no se llevó el viento ni el olvido son aquellas duras imágenes que reflejaban las penurias del pobre Ceferino, el hijo de un cacique mapuche que al tiempo cayó en las redes del cristianismo.
Era, o en mi memoria lo codifiqué así, una historia bucólica y triste. La imagen que más me impactó del futuro santo pagano fue una en que un jovencísimo Ceferino, débil por una implacable tuberculosis, hacía sonar a duras penas una campana, mientras desfalleciente tosía y tosía y escupía sangre, mucha sangre.
No recuerdo mucho más, sólo que esa sensación única de estar a oscuras entre un puñado de vecinos, compañeros de colegio y actores hablando desde una enorme pantalla, fue para mí casi como haber estado una hora y media en la mismísima sala del Paradiso del pequeño Totó y el proyeccionista Alfredo o dentro de un cuento de los hermanos Grimm. Un cuento que, treinta años después, ya muy lejos de General Roca, ese pueblo con tanto del Giancaldo de Tornatore, mi hijo escucha a desgano mientras mira un DVD trucho de Transformers.

(En Diario UNO, 9 de julio de 2012)

Los sábados no eran los mismos con o sin Badía & Compañía. Corrían los 80 y los vientos de aquella primavera alfonsinista agitaban a la cultura como si se tratara de la mítica falda de Marilyn. En esas larguísimas tardes, convivían el humor, el cine, la política, la música, el arte en todas sus formas. Y el cierre, tal vez lo más esperado de eso que “técnicamente” se definía como programa ómnibus, llegaba con un recital en vivo, nada de playback o truchadas por el estilo.
Como si desembarcara la selección, en ese escenario aparecían Charly García, Luis Alberto Spinetta, Fito Páez, Soda Stéreo o León Gieco pero también se dejaban ver y escuchar Víctor Heredia, Valeria Lynch o Jairo. La apertura -mental y temática- de Juan Alberto era el sello de calidad. Siempre. A su lado, un bisoño Marcelo Tinelli, un experimentado Pepe Eliaschev, un inefable Profesor Lambetain y un dolineano Jorge Dorio convivían con naturalidad para abordar –o tomar por asalto- la realidad con otra mirada, más relajada, nunca menos profunda.
Con los años, el fenómeno de internet y especialmente de YouTube permitió reencontrarnos con mucho material de aquel Badía & Compañía. Fue como volver a ver un amigo de la secundaria o redescubrir en un espejo a aquel que fuimos en los buenos viejos tiempos.
Juan Alberto, el viudo de Los Beatles, mote que portaba con orgullo de fan de la primera hora, fue siempre una puerta abierta para hacer circular las mejores expresiones de nuestra cultura. Sin él, la radio y la televisión no van a tener el mismo brillo ni la misma hondura. Se fue un tipo de esos pocos que ayudan a abrir la mente. Y encima, un buen tipo, de esos que extrañaremos. De existir esa figura poética llamada cielo, seguramente allí habrá de reencontrarse con el Flaco Spinetta para cantar -nunca mejor dicho- los goles de River en su vuelta a Primera. Ahí va el capitán Beto…


(En suplemento Escenario, Diario UNO, 30 de junio de 2012)

Un examen virtual para evaluar a los conductores puso en aprietos a los mayores de 65. ¿Era necesario?

 El Juli, 15 años de pura adolescencia, comenta con naturalidad: “Entonces yo, que ni siquiera sé manejar, voy y paso la prueba de taquito. En cambio vos, que en tu vida agarraste un joystick, desaprobás al toque. ¡Manso!”. Ese vos soy yo que, por suerte, renové mi carnet el verano pasado y al menos por ahora parece que no deberé someterme a un examen que requiere más de jugador de PlayStation que de inteligencia y equilibrio emocional.
Las notas que publicó Diario UNO acerca del simulador que se utiliza –en principio sólo en la delegación de Chacras– para evaluar a quienes van a sacar o renovar el carnet de conducir, reflejaron antes que nada lo mal que lo pasaron los mayores de 65 años. Está fuera de discusión que, superada cierta edad, hay que extremar los controles físicos, por el lógico desgaste que va sufriendo el cuerpo. Sin embargo, producto del ritmo de vida de hoy, son cada vez más frecuentes los ACV, los infartos y los ataques de pánico a cualquier edad, por cierto bastante lejos de esos 65 límite que marca Seguridad Vial para exigir más que al resto. Punto uno: los controles médicos deben ser exhaustivos a toda edad. Punto dos: si se quiere detectar el mal manejo, que se evalúe en una pista de prueba donde se reproduzcan las alternativas más críticas que a diario debe enfrentar un conductor.
La creciente cantidad de accidentes de tránsito sin duda encienden la alarma y amerita que los controles sean cada vez mayores, pero estos deben guardar cierta lógica. Permitir, cual premio consuelo, que los mayores de 65 años practiquen “a contraturno” con el chiche nuevo no es ninguna garantía. Y en caso de serlo, que pasen tal prueba sólo aquellos que hicieron el trámite en Chacras y no el resto de la provincia confirma que no es una política seria para revertir esas estadísticas que meten miedo. Para el caso, vale más que se multipliquen los controles viales en las rutas, las multas sean más duras y la mentada concientización no remplace, como suele hacerse, al castigo legal que corresponde por violar las más elementales normas de manejo. Es decir, todo eso que uno sabe desde antes de agarrar un volante y que pareciera que aún hay que ir inoculando a cuentagotas a cada conductor que se hace el oso.
Esta máquina, que ni al buenazo de Bradbury se le hubiera ocurrido, muestra un contrasentido que pocos evalúan o quieren ver: como bien precisa el periodista Gonzalo Ponce, según las cifras de la Comisión de Estudio y Evaluación de Estadísticas de Accidentes de Tránsito, los protagonistas de los accidentes viales mortales tienen en su mayoría entre 18 y 36 años.
El problema, queda claro, no son los “viejitos”. Ellos no vuelven hasta el moño de alcohol después de bailar, no sacan carnet de piolas compitiendo en picadas ni se creen la versión vernácula de Rápido y furioso. Pero ahí están ellos, sufriendo un maltrato más de los tantos que le ofrece la sociedad a todo aquel que pasa a integrar la bastardeada tercera edad. Jubilación magra, maltrato social, olvido familiar... Y ahora una suerte de videojuego que les toma ocho pruebas, mientras a los más jóvenes sólo cuatro. ¿En qué consisten? Se mide “velocidad de anticipación, coordinación bimanual, tiempos de reacciones múltiples, atención concentrada y resistencia vigilante a la monotonía” (sic). Tanta es la “convicción” acerca de las bondades de este aparatejo que ahora se analiza volver a tomar una prueba clásica a bordo de un auto en remplazo del cuestionado test virtual. Parece joda. Algo así como tras experimentar con un mate sin bombilla se vuelva a probar colocando una en el agujero.
El panorama es claro: Mendoza ya no es la provincia bucólica al pie de la montaña, con acequias cantarinas y un Zonda de tanto en tanto; hoy sus calles y accesos son los de una capital a la que ingresan a diario unos 300 mil autos. Por lo que no es ilógico buscar nuevas alternativas para evitar el caótico tránsito en el centro y los accidentes en las rutas, pero para eso no hace falta volver a inventar la rueda. Alcanza, y vaya desafío, con la prudencia, el sentido común y la responsabilidad. El que transite otro camino, avisamos, game over.

(En Diario UNO, 25 de junio de 2012)

Ese “anonimato” no sólo complica la llegada de impuestos, el cartero o el delivery. Es también un signo de identidad

Vivo en un barrio donde las calles no tienen nombre. Todo un tema a la hora de encargar remedios a la farmacia, pedir el delivery salvador o esperar que el cartero de una vez por todas le acierte y deje el resumen de la tarjeta de crédito en la casa que corresponde, no cuatro más allá, como ocurre una y otra vez.
Todos los días estoy tentado de acercar una propuesta a la municipalidad para que mi cuadra pierda su injusto anonimato. Me gustaría algo temático, no una mera sucesión de nombres. Pienso en ese barrio cercano que tiene calles que homenajean a obras y compositores de música clásica (Solares de Guariento) o aquel otro que a su modo da un mensaje ecológico recurriendo a las plantas y las flores (Utma).
No me digan que no suena tentador vivir en la calle Mozart o que no huele bien hacerlo a la vera de Las gardenias. Casi siento envidia. Cualquier opción es buena antes que repetir los merecidos –aunque trilladísimos– tributos callejeros a héroes de la talla de un San Martín, un Belgrano o un Sarmiento. Peor, qué duda cabe, es recurrir a los presidentes de facto. No es lo mismo morar en la calle Onganía que en la Jorge Luis Borges, como mi amigo de San Martín; o en la Cipolleti, de Godoy Cruz, como mi antiguo mecánico.
Nuestro lugar, nuestra casa, nuestro entorno es también parte de nuestra identidad, por eso no da lo mismo una calle sin nombre. A mí no me da lo mismo. No es, o al menos muchos lo sentimos así, una mera referencia para el envío de los impuestos o la revista del cable. De hecho, tanta impronta militar en las arterias (palabra fea, pero cómoda a la hora del sinónimo) de todo el país habla de una decisión política,
no de una simple información para el ordenamiento territorial. Tan ideológico como que en tiempos de democracia se hayan cambiado algunos nombres de calles, como por ejemplo dos de Gutiérrez, Maipú: la 6 de Setiembre (fecha de 1930 en que se produjo el primer golpe de Estado de la historia argentina) y la José Evaristo Uriburu, líder de la revolución que derrocó a Yrigoyen. Ambas fueron designadas por el nombre del líder radical Hipólito Yrigoyen. Casos similares se dieron en su momento en Junín y Rivadavia.
En Buenos Aires también hubo modificaciones en calles, escuelas y plazoletas. Aprovechando la tendencia, tras la muerte de Néstor Kirchner se multiplicaron en todo el territorio argentino los proyectos para colocarles su nombre a calles, escuelas, barrios y bibliotecas.
Recientemente, una alumna del Colegio Universitario Central, Virginia Fragapane, de 17 años, presentó un proyecto de ley para que más calles de la ciudad de Mendoza tengan nombres de mujer. Según su minucioso estudio, de 380 arterias relevadas apenas 14 evocan a mujeres. Su propuesta, que tuvo el apoyo e impulso de su padre, es que al menos el 30% de los espacios públicos (calles, paseos y plazas) lleve nombres de féminas.
Con o sin nombres, para aquellas situaciones en las que el recién llegado está perdido y no logra dar con ese vecino que conoce vida, obra y ubicación de todo el barrio, existe Google Maps. Utilizando su buscador, visualizamos rápidamente mapas desplazables, fotos satelitales del mundo e, incluso, la ruta entre diferentes locaciones. O bien el GPS (Global Positioning System), esa suerte de guía con voz de película traducida que  ayuda a orientar hasta al más despistado.
Volviendo a mi barrio, el de las calles sin nombre, debo decir que nos hemos acostumbrado a deletrear la manzana (“d de dedo”, por caso) y dar el número de la casa como contraseña para que aquel que llegue sin GPS, Google Maps, ni vecino sabelotodo nos encuentre como a un pariente al que se le perdió el rastro.
Que estemos entrenados no significa que nos resignemos. Todavía confío en que algún día la boleta del gas me llegue a la calle Luis Alberto Spinetta. Será justicia poética.

(En Diario UNO, 11 de junio de 2012)
En el arranque del siglo XXI aquellos “hombres huecos” de T. S. Eliot encontraron su contracara: las “personas libro”. Ellas forman parte del Proyecto Fahrenheit 451, inspirado en la obra de Ray Bradbury que presagiaba un mundo sin libros. Amantes incondicionales de las palabras, memorizan un libro para evitar que se pierda y lo hacen a viva voz para que, casi como pastores frente a su rebaño, otros reciban el mensaje y lo multipliquen.
El proyecto nace en el contexto de la Escuela de Lectura de Madrid. Porque tanto como “rescatar” un libro es “compartirlo” mediante el buen decir. La palabra, ese animal en extinción, merece un tratamiento cuidadoso para garantizar su supervivencia.
Antonio Rodríguez Menéndez, fundador de Fahrenheit 451, considera claves de esta iniciativa su aplicación a la educación, a la reinserción social y a la participación democrática. El proyecto pretende llegar indiscriminadamente a todas las personas del mundo. Hay “personas libro” en las más extrañas lenguas, sean estas viejos, niños, adultos, presos, intelectuales o gente de la calle. “Lo que usted anda buscando, Montag, está en el mundo, pero el único medio para que una persona corriente vea el noventa y nueve por ciento de ello está en un libro”, apunta Bradbury desde su clásico.
Con una necesaria cuota de quijotismo, las “personas libro” buscan “mostrar que hay belleza, inteligencia y sensibilidad en las palabras de los seres humanos de todas las culturas y abrir con ello un resquicio a la esperanza de encuentro y convivencia”. Hombres huecos, abstenerse.


(En suplemento Escenario, Diario UNO, 26 de mayo de 2012)

Ya desde el prólogo de Cómo si tuviera alas, las “recuperadas” memorias perdidas de Chet Baker (1929-1988), la última mujer del extraordinario trompetista y cantante advierte de que no puede describírselo sólo como músico, leyenda o drogadicto. “Es todo eso y mucho más”, aclara. Para evitar que su obra perviva únicamente en las frías biografías de las enciclopedias de jazz, decide publicar en 1997 estos recuerdos agridulces escritos de puño y letra.
En esta “mezcolanza de imágenes e impresiones” (sic) están sus palabras, sus puntos de vista, en un desordenado relato que prescinde del registro exhaustivo en pos de captar aquello que se resiste a olvidar.
Pantallazos: el frustrado comienzo con el trombón, su incorporación a la banda de música del Ejército, el impacto de escuchar a Dizzy Gillespie, la obsesión por encontrar a la mujer de sus sueños, el estallido de la crisis económica en la familia, su encuentro con “la maría” y el paso a las drogas duras, la emoción de integrar la banda de Charlie Parker (“me trató como a un hijo”), los días de locura en la cárcel y las reiteradas internaciones, el sueño realizado del club de jazz propio y la voz de su profesor de música pronosticándole que jamás viviría de la música.
El desordenado GPS de sus memorias se detiene abruptamente en el ’63. Los 25 años que restaban para su muerte al caer por la ventana de un hotel en Ámsterdam deben leerse como parte de aquella interminable resaca.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 12 de mayo de 2012)
Sus nombres siguen engrosando la lista de las víctimas del delito. Ellos ya son parte de nuestra deuda interna.
 
Micaela, Matías, Franco, Emmanuel, Daniela... Nombres de pibes que ya no están estudiando, jugando al fútbol, chateando, haciendo amigos en Facebook. Nombres como el de tu hijo o el mío, pibes que de un día para el otro pasan a ser un número en las estadísticas, una foto en un cartel pidiendo justicia.
Pibes que por ley natural debieran haber despedido a sus padres y no al revés. Jóvenes a los que el futuro les corresponde por lógica o lugar común y que con tan sólo un disparo o una cuchillada se transforman en pasado. Como efecto colateral, el presente únicamente corresponde a los que quedan rumiando dolor y clamando justicia.
Las cifras, frías pero certeras, nos alertan: en apenas cinco meses ya han muerto violentamente –sólo en la provincia– 11 menores. La política de Seguridad, tantas veces reivindicada como “de Estado”, sigue sin menguar el delito. Los delincuentes, queda claro, están ganando la pulseada.
Escribo esto desde la indignación. Escribo desde el miedo. Con dos hijos adolescentes a los que cada día saludo con un beso y un “cuidate” que devino sello familiar tanto como el “buen día” o el “vamos a comer”.
Veo a esos padres portando carteles con las fotos de Micaela, Matías, Franco, Emmanuel o Daniela y juro que intento ponerme en su lugar y no lo logró. Imposible, más allá de la empatía y la más elemental solidaridad, contener en un mismo cuerpo tanto dolor, tanta impotencia.
Micaela, Matías, Franco, Emmanuel, Daniela. Nombres y para la síntesis periodística, casos. El hablar “del caso tal” evita apellidos y detalles. Simplifica el mensaje. Por lo general, el caso tal dura unos cuantos días y es tristemente remplazado por otro caso y así sucesivamente. Los nombres, las muertes, las marchas, se acumulan, pero los cambios no llegan. Las soluciones, tampoco.
No es que los otros homicidios, los demás hechos delictivos en los que no están involucrados jóvenes, no cuenten. Duelen pero no impactan de la misma forma que cuando la víctima es un chico. La certeza de que aún tenían tanto por dar y por recibir, por vivir y aprender, es lo que no tiene consuelo. Y lo peor: la sensación que nos queda a la mayoría, padres o no, de que sigue faltando una fuerte decisión política, del gobernador para abajo, de enfrentar el problema de fondo. No se trata, una vez más, del absurdo debate de si mano firme sí o mano firme no. Todos los que tienen algún poder de decisión en el Ejecutivo, la Legislatura o la Justicia, saben que el conflicto es mucho más profundo y por eso, hay que darle una solución integral. Urge tejer una sólida red entre los tres poderes para que la coyuntura delictiva no se los lleve puestos a todos.
Basta ver la agenda de cada uno de los tres poderes para ratificar la impresión de que cualquier tema tiene más prioridad que garantizar la seguridad y el bienestar de la sociedad toda. Esa sensación de que mientras no me toque a mí o a los míos está todo bien. La memoria de Micaela, Matías, Franco, Emmanuel, Daniela y tantos más merece que las cosas cambien y alguna vez sí esté todo bien. 
(En Diario UNO, 14 de mayo de 2012)
Un diario bombardeo de contradicciones es nuestro peligroso mensaje hacia los más chicos.

No debe haber peor mensaje, sobre todo para los más jóvenes, que el de la impunidad. Que dé lo mismo un burro que un gran profesor. Ser derecho o ser traidor. Que hoy privatizo y mañana estatizo. Que lo que dije ayer caduque como un yogur. Que el archivo sólo sirva para poner en evidencia las contradicciones del otro, nunca para revisar cuántas vigas tenemos en el ojo propio.
El peor nocaut. La Hiena Barrios es uno de eso casos emblemáticos. El mediático boxeador está libre a pesar de haber matado a una mujer embarazada, tras atropellarla y escaparse, totalmente borracho. A pesar de haber sido condenado, la ley –como a las madres, hay que respetarla aunque no nos guste– tiene sus entresijos y es por ahí por donde transitan con olfato de goleador los hábiles caranchos. La Hiena pagó una fianza, no su condena con la sociedad, y ya está otra vez en la calle. Hasta podría haberse ido del penal manejando. De locos.
¿Concientizar o avivar giles? El tránsito es un territorio propicio para el viva la Pepa. A esta altura resulta irrisorio, casi una jodita para Tinelli, que algunos municipios salgan a la calle a colocar multas “simbólicas” con el noble fin de concientizar. Como si el que maneja no supiera, aún desde antes de sacar su carnet, que no debe estacionar en doble fila, no debe hablar por teléfono mientras maneja, no debe circular a mayor velocidad de la permitida, no debe cruzar los semáforos en rojo, etcétera. Hay leyes claras y no se cumplen. Así de simple.
Contracara. Los juicios por delitos de lesa humanidad que se vienen desarrollando desde hace un tiempo en todo el país vendrían a ser una señal contraria a eso de que todo da lo mismo. No es un logro menor haber sentado en el banquillo a los culpables de la etapa más sangrienta de este país y terminar con la impunidad que les permitió estar libres tantos años como cualquier hijo de vecino. Sin venganza ni revancha, la Justicia, esa misma que en otros casos parece estar más vendada que una momia egipcia, pone aquí una esperadísima cuota de racionalidad.
Tarjeta roja para los cómplices. En teoría, a ninguna cancha se puede ingresar con elementos contundentes, bengalas, explosivos, y mucho menos con armas. Sin embargo, un amplio catálogo de lo nombrado suele verse en cualquier estadio, sea de la A, la B o la Z, sin que una buena requisa deje afuera a sus peligrosos portadores. Hasta que de tanto en tanto alguien muere en un estadio y se abre nuevamente el trillado debate en los medios para analizar por qué pasó lo que pasó. Puro verso.
Hacer lo que corresponde. Bien aplicados, los premios y los castigos dan señales claras y concretas. El problema que atraviesa hoy la educación, donde hasta la propia ministra Abrile de Vollmer admite un grave problema de enseñanza en el Nivel Primario, revela hasta qué punto se han relajado las obligaciones de los alumnos. Por más que, como siempre, se apunte a que sea el docente quien ajuste “las estrategias didácticas”, estas de nada servirán si los niños no hacen lo básico: estudiar, cumplir con los deberes, llevar al día las materias y a su vez, que los padres los acompañen de cerca en ese proceso, exigiéndoles pero también apoyándolos, brindándoles confianza y afecto. Es decir, nada del otro mundo, aunque cada vez cueste más cerrar este obvio círculo.
Humanum est. La impunidad, como nos ilustra nuestro himno ad hoc Cambalache, vendría a decirnos cual disco rayado que “todo es igual, nada es mejor”. No obstante, la esperanza sigue estando en manos de esos mismos chicos a los que todos los días confundimos con nuestras humanas, pero peligrosas, contradicciones.

(En Diario UNO, 30 de abril de 2012)
No es ningún misterio que, a falta de vanguardias como las de antaño o esos bienvenidos volantazos que se dan de tanto en tanto en el establishment literario, las mayores innovaciones, las principales acciones en pos de patear el tablero, se encuentren ahí en la web.
Vaya cual botón de muestra el proyecto argentino Spiral Jetty, encabezado por los hermanos Ezequiel y Manuel Alemian. Este par de periodistas, escritores y editores ha publicado casi una treintena de libros en poco más de un año en esta editorial de factura artesanal y miras globales. Su variopinto catálogo incluye desde nombres reconocidos como César Aira, Pablo Katchadjian y Ricardo Strafacce, hasta ignotos plumíferos que se sumergen en las mismas luces y sombras de la palabra, echando mano de diferentes estrategias formales.
En Spiral Jetty todo vale. Wachiturros, por caso, es un libro de Alejandro Rubio que, según su autor, “está escrito en menos de diez días, pero detrás hay años de pensar y abandonar el pensamiento por la experiencia”.
En contrapartida, el diseño de estos libros es, por fuera, de lo más convencional: tapas de un solo color, sin ilustraciones ni lomo, título de la obra en mayúsculas y nombre del autor apenas sugerido. Aquí también el misterio (o no) se encuentra (o debiera) una vez atravesadas las tapas. Juegos tipográficos, páginas en blanco que “dicen”, gráficos, dibujos, confirman que Spiral Jetty es, antes que nada, un espacio para la experiencia. Lo que quede en pie cual estatua viviente o lo que no logre atrapar el cedazo del lector es aquí parte del mismo juego.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 21 de abril de 2011)

Esta noche, a las 21, quedará inaugurada la muestra El ojo viajero en El Sotanillo Urbano (25 de Mayo 731, Ciudad). El encuentro mostrará más de 50 imágenes de paisajes, monumentos, lugares emblemáticos y curiosas tomas de diferentes partes del planeta.
Sus autores son mendocinos no profesionales en fotografía que se animaron a compartir sus fotos dejando su sello personal en cada imagen. “La idea de la muestra apunta a generar un espacio de encuentro para compartir una pequeña porción de algunos de nuestros viajes reflejados en algunas de las tantas fotografías que tomamos mientras viajamos”, dijo Patricia Losada, una de las organizadoras con Gema Gallardo.
Se podrán apreciar fotos de: Leonardo Moreschi, Paula Carpio, Rubén Valle, Laura Piazze, Cecilia Amadeo, Paola Alé, Anabel González, María Marta García, Roxana Villegas, María Martha Diez, Sonia Enriz, Mariela Moreno, Rocío Ampuero, Amir N. Bajbuj Forsat, Cecilia Weiner, Gabriela Vásquez, Luis Gregorio, Yorch Dragonetti, Natalia De Las Morenas, Gema Gallardo Accardi y Patricia Losada.
La muestra es auspiciada por Diario UNO y estará disponible durante dos semanas. La primera edición se realizó en 2009, en el Espacio Contemporáneo de Arte (ECA), en el marco del Día del Periodista.

(En Diario UNO, 27 de octubre de 2011)
Patear la pelota a la tribuna sigue siendo la única respuesta a las preguntas que esquiva el Gobierno.

Ya sabemos que la culpa siempre la tiene el otro. Y el otro, según la visión de este gobierno, siempre –o casi– son los medios. No es que tampoco estos sean un reducto de carmelitas descalzas, pero el recurso de patear constantemente la pelota hacia ese territorio ya va perdiendo efecto; algo así como contar el mismo chiste malo una y otra vez.
Es tan simple de constatar como cuando, por ejemplo, se publican los índices del INDEC y la primera respuesta que surge del ciudadano común es una media sonrisa socarrona y el inevitable comentario doñarrosesco: “Se nota que estos tipos nunca van al supermercado”. No es que ese hombre o esa mujer de a pie tenga razón, es que los medios “distorsionan”.
La realidad es demasiado contundente como para que los medios, o mejor dicho los que estamos en ellos, podamos vestir todo el tiempo a la mona de seda para que se vea lo bella que no es. No se desconoce aquí el influjo real de los medios de comunicación, pero atribuirles una efectividad del cien por ciento sería suponer un público acrítico, estúpido, llevado aviesamente de las narices.
Aunque se quisiera, ya no se puede fabricar a medida el diario de Irigoyen para que cada uno de los argentinos vea una realidad que no existe. Los méritos que puede acreditar este gobierno, que por otra parte son unos cuantos, se palpan en el día a día, se haga o no eco Clarín o los multipliquen los medios pro K. La aprobación del matrimonio igualitario o el reciente proyecto de divorcio “exprés” y de agilización de la adopción son muy buenos ejemplos de medidas tomadas desde el Ejecutivo nacional, que han cosechado una gran respuesta de parte de la sociedad. Y esto independientemente de cómo se difundió en los diarios, la radio o la televisión.
El Boudougate de hace unos días reflotó una vez más el Boca-River del gobierno versus el Grupo Clarín, aunque el reparto de palos volvió a extenderse “a los medios” (así, en general, sin distinción). Al vicepresidente Amado Boudou le allanaron un inmueble en Puerto Madero como parte de la investigación de la ex imprenta Ciccone. La metodología fue la correcta: un fiscal autorizó a un juez federal para que este ingresara en la vivienda en busca de alguna documentación que le permita determinar si el funcionario actuó o no en el marco de la ley. La reacción del número dos de Cristina fue al mejor estilo K: conferencia de prensa sin prensa. Monólogo para responder, una vez más y van…, al demoníaco Magnetto, desacreditar a quienes investigan y retirarse a las apuradas, cual diva de tevé, evitando preguntas incómodas.
A poco del revuelo, la ministra de Seguridad, Nilda Garré, salió a aclarar que mantiene la confianza en el vice y de paso, cañazo: aprovechó para afirmar que hubo una manipulación “de los medios” en relación a sus declaraciones sobre el juez Rafecas, quien encabeza la pesquisa acerca de Boudou. Vaya paradoja: esos mismos medios que, según la funcionaria, la manipulan, también le dan espacio para que los cuestione. Suena medio loco, pero quién dijo que este es un país de cuerdos.
Entre los blancos y negros de la realidad que refleja el intransigente cristal K, hay una amplísima gama de grises que pintan una realidad más creíble y bastante menos maniquea. Alcanza con abrir un poco más los ojos.

(En Diario UNO, 9 de abril de 2012)
Realities, concursos y Facebook son las vías más transitadas para alcanzar el objetivo. De talento, ni hablar.

Allá por los años ‘60, el polifacético artista estadounidense Andy Warhol postulaba que “en el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos”. Hay que reconocerle que lo dijo mucho antes de que existieran esos bizarros especímenes conocidos como “mediáticos”, quienes parecen estar dispuestos a matar con tal de extender aquellos proféticos 15 minutos.
La mentada fama es un anzuelo que cada vez más personas (no hay aquí límite de edad, condición física ni capacidad para el ridículo) muerden a sabiendas de que probablemente se trate apenas de un efímero golpe de suerte.
Los realities suelen ser los mayores campos de cultivo para la gestación de estos inefables personajes. Salvo uno que otro/a con cierto talento para el baile o el canto, el resto oficia de claque en esa suerte de estudiantina televisada.
De allí que tantos se pregunten a quién puede importarle ver “en vivo” cómo desayunan, se bañan, almuerzan, juegan al pool o fuman un grupo de chicos y chicas que, casting mediante, acceden a esa generosa cantera de mediáticos. A Gran Hermano se le deben vedetongas, actores y actrices mediocres, conductores de cable y paremos de contar. De talento, ni hablar.
En la vereda de enfrente, el Soñando por bailar, de la factoría Tinelli, ofrece más carne que la pampa húmeda. Un festival de curvas y egos en el que para acceder al lado del mesías Marcelo todo vale: desde exponer el más variado catálogo de miserias personales hasta apelar a ese público cómplice que no duda en gastar una llamada telefónica para prorrogarles –al menos por una semana– su estadía en el reality de turno.
El mismo “modelo”, que se replica en concursos de canto, modelaje, destrezas físicas o gastronómicas, no es un fenómeno propio de la Argentina. A la par del desarrollo tecnológico, fundamentalmente de internet, ha ido creciendo
en proporción la cantidad de personas que muestran sus supuestos talentos. Y, también hay que reconocerlo, unos cuantos sí los tienen. Hay músicos, diseñadores, artistas plásticos, escritores, que “explotaron” a partir de colgar en la red sus creaciones. Pero al lado de los mediocres, el porcentaje sigue siendo ínfimo.
Sin filtro para el papelón, los émulos de Guido Süller pugnan por sus 15 minutos y, aunque sean sólo 5, ellos están preparados para lo que venga.
El caso del veinteañero que se sacó fotos dentro de la iglesia Sagrado Corazón en General Alvear bien podría incluirse en el mismo lote. El mecanismo es sencillo: sacarse fotos provocativas que, se sabe, escandalizarán la sensibilidad de los católicos, para luego colgarlas en Facebook. El próximo paso es de cajón: los medios, incluido el nuestro, no pueden dejar de hacerse eco de la conmoción que ha de provocar en los feligreses. La supuesta travesura es validada al ser respondida por el cura local y los medios, por eso de mirarse todo el tiempo sobre el hombro para ver qué hace su competencia, le asignan un lugar de privilegio al sacrílego de cabotaje. Después, el nabo en cuestión se pavoneará con sus amigos con un “viste cómo entraron: me publicaron en todos lados”.
Como no pudo o no supo medir la dimensión de lo hecho, fogoneado por un diario digital,
el “rebelde” amagó una disculpa apelando a su sufrido pasado y a su visión crítica de la institución católica. Miles hay que cuestionan distintos aspectos
de la religión, sin embargo, no lo expresan ofendiendo al que no piensa como ellos. Lo suyo no fue ni artístico ni revolucionario, le valió apenas para sus patéticos 15 minutos. Y no sólo a él. La amiga que también colgó en su muro de Facebook las fotos del escandalete dejó el siguiente comentario a raíz de su módica fama: “Voy a empezar a firmar autógrafos por un peso”.
Como decía mi tío: “Pa’ tonto no se estudia”.

(En Diario UNO, 12 de marzo de 2012)
Orgulloso difusor y defensor de la causa de las islas, Hugo Mancini afirma que la idea original no fue ir a una guerra sino recuperarlas para luego negociar. Aspira a reencontrarse en el más allá con los caídos en combate.

Aunque pasen los años y los protagonistas arriesguen teorías o argumenten sólidas razones históricas, siempre será complicado descifrar una guerra. Al menos para los argentinos, la contienda en Malvinas sigue siendo un tema de difícil digestión. Volver a aquellos 74 días de 1982 es hablar de esa marca que, treinta años después, aún no cicatriza del todo.
Lo peor, se sabe, es el olvido, y Hugo Mancini es de los que no olvidan. Mendocino nacido en Cacheuta hace 52 años, es uno de los sobrevivientes de aquella guerra y un orgulloso difusor y defensor de la “causa Malvinas”.
Tras el gesto adusto, la mano bien firme al saludar y ese traje gris del que penden merecidas condecoraciones, Hugo se revela como un tipo afable, predispuesto a hablar del tema el tiempo que sea necesario. En Malvinas integró la batería de artillería antiaérea, ocupando la primera línea defensiva en Puerto Argentino.
Hoy trabaja en el sector privado e integra la asociación que nuclea a los veteranos de guerra. Desde allí, cada vez que lo requieren, hace escuchar su voz autorizada.
-A 30 años de la contienda, ¿cuál es hoy su mirada sobre Malvinas?
–Considero que fue una gesta, más allá de discutir si fue o no necesario. Había que recuperar para el patrimonio nacional ese territorio usurpado. Para mí era una tarea más que me cabía como argentino, aunque algunos la tildaron de aventura. Es relativo eso de que algunos no sabían a qué iban. A todos desde la primaria nos enseñan que esas islas eran un territorio usurpado. Malvinas siempre fue una deuda pendiente a cobrar. Todos sabíamos a qué íbamos: a recuperar lo que era nuestro.
–Aún se cuestiona no haber apuntado a la vía diplomática para recuperarlas...
–La Argentina no tenía como objetivo final ir a una guerra. La estrategia era primero permanecer en Malvinas y de esa manera forzar a Gran Bretaña a una negociación definitiva. Hablamos de recuperación, porque realmente recuperamos algo que era nuestro. Por eso la orden era no provocarles bajas al enemigo a pesar de nuestras propias bajas. Había que tomarlos prisioneros y regresarlos a Gran Bretaña y así forzar una negociación. Pero ellos no querían negociar. Soportamos varios ataques, pero la Argentina no iba con la idea de combatir. Era recuperar para negociar.
–¿Los soldados tenían tan claro como lo plantea usted que se iba a negociar, no a buscar una guerra?
–No, en ese momento no. Simplemente nos limitábamos a cumplir las órdenes. Los análisis, las especulaciones, por ahí se daban en pequeños grupos. Si bien Gran Bretaña estaba atacando, al menos yo me imaginaba que las fuerzas argentinas esperaban una mejor oportunidad para responder. Estábamos expectantes por las propuestas de Belaúnde Terry y de Israel, por ver qué pasaba en el comité de descolonización de la ONU y en la OEA. También por las negociaciones del canciller Costa Méndez. Nos dábamos cuenta de que estábamos en un 50 y un 50 como para empezar a combatir. Ya con las primeras hostilidades veíamos posible que sí íbamos camino a una guerra.
–¿Qué sintió la primera vez que pisó las islas, desde el clima tan extremo comparado con el nuestro hasta el hecho conmocionante de encaminarse hacia una guerra?
–Cuando llegué a Malvinas lo hice en un segundo turno. Yo iba como parte de la artillería antiaérea y las hostilidades habían comenzado hacía algunas semanas. Cuando llegué eran días preliminares a lo que se llamó “el ataque final británico”, donde descargaron toda su artillería. Yo no estaba desacostumbrado a ese clima porque estaba destinado en Río Gallegos, donde hacía frío pero no era excesivamente húmedo como el de Malvinas. Allí lo hostil eran los fuertes vientos. Como militar, uno supone que alguna vez puede enfrentar una guerra. Lo más cercano había sido el conflicto con Chile. Habíamos estado a punto de tener un combate el 23 de diciembre del ‘78, a las 4 de la mañana. Nos habíamos preparado para tener un conflicto con Chile, pero jamás con Gran Bretaña. Era impensable.
–¿Cómo vive cada 2 de abril? ¿Es una fecha que con los años toma otra dimensión?
–Todos los años lo vivo de la misma manera y mientras más grande me pongo es como que va teniendo otro brillo. Me enorgullece haber sido parte de Malvinas. Así como cuando uno se acerca a la vejez y espera que al morir pueda encontrarse con los seres queridos que lo precedieron, yo espero encontrarme con aquellos que quedaron en las islas. Sería mi máxima aspiración.
–¿Y sus hijos cómo ven el tema Malvinas, teniendo a un padre protagonista?
–A los dos les apasiona, pero tienen una visión muy objetiva. Concurren a los actos, se comprometen. De grandes, cuando tuvieron la capacidad para analizar, abrazaron la causa por su cuenta no por influencia mía. Nunca los llevé a eso. Y jamás me preguntaron directamente cómo viví la guerra; lo que saben es por lo que se hablaba en casa, en charlas que di, o lo que escuchaban en los actos.
¿Por qué al cabo de estos años tantos veteranos se suicidaron? ¿Por qué cree que no pudieron procesar la guerra?
–Según nuestros registros, ya son más de 450 los que se suicidaron. El tema pasa por la contención. El 80% eran soldados. Ellos llegaron tras haber combatido en Malvinas y el Estado argentino lisamente y llanamente los olvidó. En el gobierno de Bignone se les dio la baja con todos los honores pero nada más. No hubo al menos una contención psicológica. Esa gente empezó a navegar en un mundo donde no podían convivir con los recuerdos, donde eran rechazados por la sociedad; eran “los locos de la guerra”. Algunos incluso no conseguían trabajo por ser ex combatientes. Propiciado por la Federación de Veteranos de Malvinas se realizó un estudio psicofísico a todos los ex combatientes del país. De ese estudio surgió el centro piloto en Lanús, adonde fueron a parar todos los estudios. Los especialistas llegaron a una conclusión: por el estrés postraumático, a partir de los diez años del conflicto, comenzaron a manifestarse tendencias suicidas o autoaniquilatorias.
–¿Y a usted qué cree que lo salvó? ¿Qué lo hizo tener otra visión de la vida?
–Dos cosas fundamentales: el apoyo de mi mujer y poder transmitir esa experiencia. A poco de finalizado el conflicto ya daba algunas charlas explicando lo que había vivido en Malvinas. Hablar de la experiencia lo libera a uno. Con el tiempo vino la reflexión de por qué algunos volvimos y otros no. Lo empezamos a tomar como que no era sólo una cuestión de destino sino una especie de misión: ser la voz de los caídos en Malvinas. Pero también en paralelo vino un proceso de desmalvinización; la propaganda nefasta de hacerle creer al pueblo de que Malvinas era el sueño de un borracho. Todo para obligar a los argentinos a no pensar Malvinas como una causa nacional.
Así como se dio alguna vez un proceso de “desmalvinización”, ¿vislumbra ahora una nueva “malvinización?
–Sólo el tiempo dirá si es creíble o no. Algunas medidas me parecen interesantes, por lo menos algunas presiones que el gobierno está haciendo. Últimamente se han abierto varios frentes. La ciudadanía, un poco para sorpresa nuestra, está bien comprometida. Quizás porque Malvinas es lo único honesto que está quedando en este país. El respaldo de los países latinoamericanos contribuye a que algo avance. Si este tema lo hubieran puesto sobre la mesa antes de las elecciones, hubiera dicho que había un interés electoral, pero no fue así.
Usted ha tenido encuentros cara a cara con veteranos de guerra ingleses. ¿Cómo se para uno en tiempos de paz frente a quien fue su enemigo?
–Nos mirábamos y era como que teníamos la misma vivencia. No los veíamos como amigos, sí como iguales porque habían cumplido órdenes igual que nosotros. Los hemos respetado porque han sido buenos enemigos. Ellos cumplían con su tarea y nosotros con la nuestra. Nuestro cruce de vidas en Malvinas fue totalmente circunstancial; no los vemos como personas despreciables. Sí vemos despreciables los actos de su gobierno.

(En suplemento especial "Malvinas, 30 años después", Diario UNO, 2 de abril de 2012)
En su esperado disco, Los fantasmas del amor, el cantautor Jorge Benegas mixtura con la misma química algunos de sus clásicos y unos cuantos temas nuevos.

N
o existen pero que los hay, los hay. Y no hablamos de brujas. Hablamos de los fantasmas, más precisamente los del amor. Quien da prueba de haberlos avistado es el siempre alerta Jorge Benegas. Capturados por el radar de su voz y su guitarra, terminaron atrapados en su nuevo disco. Los fantasmas del amor marca un importante capítulo en la extensa trayectoria de Benegas, uno de los pioneros del rock vernáculo pero sobre todo un cantautor que escapa a rótulos, épocas, modas, tendencias. Lo suyo son las canciones y estas no tienen fecha ni vencimiento. En este trabajo las hay históricas, cercanas, remozadas, recuperadas, atemporales, por qué no visionarias.
Y para que el disco no se reduzca a un mero acopio de palabras y acordes, Benegas no descuidó detalles y para eso contó con un talentoso y experimentado coequiper como Mario Mátar. Su trabajo en la producción lleva su marca inconfundible pero con el tacto suficiente para no desdibujar al autor de las canciones. Todo lo contrario, realza las virtudes de cada composición, las lleva a su exacto punto de ebullición sonora.
Para evitar más detalles y no contar la película, que sea el propio Jorge Benegas quien hable un poco de sus fantasmas, de su amor y, sobre todo, de porque seguir grabando discos en un mundo cada vez más mp3 y con disquerías como piezas de museo.
Currículum sound. “Siento que este disco marca el cierre de un ciclo. Por eso hay canciones de diferentes épocas, los ’70,’80, ’90, y algunas bien recientes. Si existiera la posibilidad de mostrarlo fuera de Mendoza, este trabajo sería como una suerte de currículum musical. Un cantautor se muestra a través de sus canciones y este, creo, es una buena síntesis de mi producción”.
El talento del capitán. “El aporte de Mario Mátar fue fundamental. El logra que la canción suene como yo me la imagino. Discutimos juntos qué músicos convocar, qué temas incluir. Por lo general no estamos de acuerdo pero eso lo bueno ya que de esa manera nos acercamos a lo que ambos pretendemos. Lo bueno de trabajar con un productor talentoso y encima gran músico es que descubre en la canción lo que vos tal vez no viste. Por ejemplo, Final de historia, que toda la vida la hice con guitarra, en el disco la hacemos con piano y a dúo con una voz femenina y parece otro tema”.
De rock (pero ecléctico). “El disco es ecléctico a propósito. Me pasa que hay cantautores que admiro y por ahí escucho tres o cuatro temas seguidos de un disco y me aburro. La mezcla en Los fantasmas… apunta que refleje la variedad que puede ofrecer un cancionista. Yo lo defino básicamente como un disco de rock, pero que tiene balada, blues, tango, un poco de todo. Jamás renegué de mis orígenes hippies, pero esa sensibilidad que incorporé desde la adolescencia se va adaptando a medida que uno crece y evoluciona. Uno aprende de los grandes y yo crecí escuchando al Flaco Spinetta, a los Beatles, a Zeppelín, a Piazzolla. Todos ellos grandes maestros”.
Impronta tanguera. “Soy un rockero que ama al tango. Grandes poetas del tango parecen auténticos rockeros si leés bien algunas de sus letras, por ejemplo Discépolo, que es tremendo. Aún no me le animo a un disco entero de tangos pero tengo compuestos varios. El más reciente se llama De penas su collar y creo que es el mejor que compuse. Tango al fango y Se pasó la moda, son muestras de esa línea. Siento que tengo una impronta tanguera en mi vida cotidiana que ya es parte de mi personalidad. Me crié en Buenos Aires y mi viejo escuchaba mucho tango, era como mi banda sonora. Siento que el rock y el tango van de la mano. Nunca me parecieron dos veredas diferentes. Para mí escuchar a Piazzolla y Emerson Lake & Palmer era casi lo mismo”.
Arte & parte. “En la gráfica del disco pusimos un énfasis especial. Me gusta mucho cómo quedó ya que redondea un producto muy cuidado en el sonido y la imagen. Refleja mis diferentes etapas y mi música. Un resumen de lo que hice durante muchos años. Uno quiere que a cierta etapa de su vida lo que genera suene y se perciba con calidad. Esa autoexigencia es básica para el disfrute y para alimentarse el alma”.
Lo que viene. “Al revés de lo que se hace habitualmente, es decir grabar un disco y salir a presentarlo, esta vez prefiero que la gente lo vaya conociendo, escuchando, degustando, y recién después salir y presentarlo bien. No sólo en la provincia. Si es posible lo hará con los músicos que participaron en el disco. Quisiera que la presentación fuera algo diferente, que acompañe a todo el trabajo estético que le pusimos al disco tanto en la música como en la gráfica”.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 3 de abril de 2012)
A 30 años de la guerra, los testimonios de sus protagonistas van llenando los agujeros negros de la historia oficial

A 30 años de la guerra, Malvinas sigue siendo un rompecabezas difícil de armar. Tan difícil como intentar justificar las razones de la contienda bélica o entender por qué algunos pudieron volver y otros tantos dejaron sus huesos en las islas.
La prueba de que es un tema que apasiona es que con el paso del tiempo más libros se escriben, más investigaciones revelan aspectos desconocidos o no debidamente profundizados en su momento e, incluso, los testimonios de los propios veteranos van iluminando zonas oscuras del aún cercano 1982. En otras palabras, empiezan a cobrar fuerte importancia los matices, ciertos detalles que resignifican contar una vez más la historia.
Cada ex combatiente que relata su experiencia agrega algo que le da al relato otro espesor, otra hondura. No es toda la verdad pero contribuye a acercarse a la ideal, a aquella que por lógica se sitúa en la vereda de enfrente de la historia oficial.
Quienes por nuestra tarea periodística hemos tenido la oportunidad en varias ocasiones de entrevistar a veteranos de Malvinas sentimos en algún momento que accedíamos a esa otra mirada, de hecho la buscábamos. No es tarea fácil transmitir en un papel cómo un rostro se transforma de pronto, al recordar a un compañero caído o cómo fue que se enteró de viajaba hacia una guerra, el miedo que sintió al silbarle las balas sobre su cabeza, ver a un compañero muerto a su lado o caer de rehén a manos de soldados súper profesionales.
Muchos de los verdaderos protagonistas de aquella batalla admiten haber encontrado un sentido a sus vidas difundiendo –más que contando– lo que pasó en esos pocos pero eternos 74 días. Si bien lo hacen desde su visión personal, con los años han delineado un discurso cada vez más sólido y con espíritu de cuerpo. Por ejemplo, el grueso de los veteranos de guerra reivindica la soberanía argentina sobre Malvinas, pero coincide en que la ansiada recuperación debe concretarse por el camino diplomático y no a través de una nueva instancia armada. Consideran fundamental hacer docencia acerca de la causa Malvinas despegándola del relato oficial, especialmente de la dictadura militar que fue la que en sus últimos estertores apeló a la recuperación de las islas para fortalecer un poder que venía perdiendo gradualmente. A través de las agrupaciones creadas tras el conflicto, no sólo se han dado un necesario espacio de contención sino que también desde allí trabajan para desterrar ciertos mitos de la guerra, legitimados por historiadores, periodistas o escritores, y a su vez para entender entre todos qué puede sacarse de positivo, si es que eso fuera posible, de una guerra.
Los testimonios de aquellos soldaditos, hoy estos curtidos hombres con canas, esposas, hijos y hasta nietos, siguen conmoviendo como el primer día. Nos hablan de la sinrazón de toda guerra pero a su vez nos revelan algo tan humano como el sentido de pertenencia, la lealtad patriótica, la solidaridad con el compañero en una situación límite y hasta la lucha por sobrevivir a cualquier precio.
Con el extraño impulso que dan las cifras redondas, pero sobre todo por los planteos formales de la Argentina ante la ONU y demás organismos internacionales, el respaldo de los países de la Unasur, y el simbólico pedido de los Premio Nobel de la Paz, el tema Malvinas vuelve merecidamente a la consideración pública, dejando atrás esa actitud culposa frente al tema y dándoles a sus protagonistas –no a los impulsores políticos de la guerra– una justa reivindicación ante la sociedad.
Al respecto, algunos definen a este proceso como “malvinización”, aunque tal vez lo más preciso sea hablar de un necesario ajuste de cuentas con la historia, la verdad y la memoria. Palabras, si se quiere, tan grandes como la guerra misma.

(En Diario UNO, 2 de abril de 2012)
Contra el olvido, asignar un día sirve pero no alcanza. El país aún tiene deudas pendientes para no repetir errores.

No tendría que haber un solo y único día, como ocurre con la madre, el padre, el niño, San Valentín o la Vendimia. Aunque crispe el lugar común, el Día de la Memoria sí debería ser todos los días. Al menos hasta que se aprenda concienzudamente de los errores y ya no haga falta recordarnos a cada paso las profundas metidas de pata que, en mayor o menor medida, hemos protagonizado (casi) todos en este país.
“El pueblo es un perdonador serial”, asegura, crítico, el periodista Diego Cabot. Lo que no puede ser, piensa uno, es un “olvidador serial”. La comodidad, la tibieza, la falta de compromiso y el “no te metás” han sido cómplices en tantas ocasiones de la vida institucional de la Argentina (no sólo en el último y más cruento proceso militar), que al menos conocer un poco más de nuestra rica historia, estudiarla por necesidad y no por obligación, puede contribuir a que la sociedad evolucione un par de escalones. La premisa es no repetir los errores, esos que tantas veces –y siempre tarde– nos llevan a autoflagelarnos culposamente.
Por eso el “nunca más”, repetido como un mantra pero no siempre internalizado como sería de esperar, debe oficiar de voz de la conciencia, de contraseña social para no permitir (otra vez nunca más) que se atropelle la voluntad democrática del país.
Ahora que el feriado “oficializó” el 24 de marzo como una fecha para ejercitar el músculo de la memoria, vemos cómo se multiplican los homenajes, los tributos, los recordatorios. Y para ello vale todo: desde marchas, obras de teatro, recitales y lectura de poemas hasta actos de todo tipo donde los verdaderos testigos de aquella negra etapa dan cuenta de lo que padecieron.
Sus historias se suman a otras tantas y, así, la historia, nuestra historia, se enriquece, se completa. Mientras más voces haya, más posibilidades existen de acercarse a una verdad, aunque no absoluta, menos sesgada, menos parcial. Y menos oficial, por qué no.
Los últimos y violentos hechos de inseguridad que sacudieron a Mendoza hace pocos días también podrían ser leídos en el mismo contexto.
Cada vez que ocurre un hecho de tal gravedad, los medios, el gobierno en pleno y la sociedad nos conmocionamos hasta las lágrimas y reinstalamos el tema en el centro del debate.
La intención, tal como suelen plantear los propios familiares de las víctimas del delito, es que “nadie tenga que volver a pasar por esta dolorosa situación”. Y todo vuelve a quedar ahí. Hasta que un nuevo hecho shockeante nos despierte una vez más, recordándonos que no hicimos bien los deberes. Y otra vez a empezar de cero. Un doloroso déjà vu que exige a gritos un corte definitivo.
Dada la cercanía con el 2 de abril, estaría bueno aprovechar unas horas extras de memoria para recordar los 30 años de la guerra de Malvinas y escuchar lo que aún tienen para decir los ex combatientes, sus historias de vida, su visión de esa contienda que marcó un antes y un después, que sigue alimentando polémicas y tomas de posición, pero que sin dudas apasiona y conmueve por partes iguales.
Difícilmente podamos imitar a Ireneo Funes, el memorioso personaje creado por Jorge Luis Borges. Ese que, casi como una maldición, no podía olvidar ni el más trivial detalle y siempre sabía qué hora era. No obstante, aprovechemos que la nuestra es una memoria “selectiva” para poder guardar en nuestro disco duro lo más valioso que nos deje cada día.
Más tarde o más temprano habrá acumulado allí un importante material para echar mano cuando el olvido quiera hacer de las suyas.

(En Diario UNO, 26 de marzo de 2012)
Como decía el inefable performer Iñaqui Rojas, “alguien tenía que hacerlo”. Y quien lo hizo, en este rubro, fue Freddy Berro. Fue este apasionado melómano, coleccionista y afiebrado lector quien se tomó el trabajo de compilar en un modesto pero prolijo blog buena parte de la voluminosa producción literaria vinculada al rock fatto in casa. Su objetivo es “que sea una guía para todo aquel al que le interese este tipo de lectura”, explica el Freddy bueno.
Su principal motor fue la constatación de que no existía ningún lugar donde poder consultar libros con el rock argentino como piedra de toque. Y sobre todo detectar que los catálogos de las librerías son bastante incompletos en este segmento.
Por eso en www.loslibrosdelrockargentino.blogspot.com.ar están, garantiza su mentor, “todos los libros con temática del rock argentino. Los conocidos y no tan conocidos. Los buenos y los malos. Los que se pueden conseguir y los ya descatalogados. Todos. Porque ellos guardan la historia de la que también son parte”. Créanle. Si no están todos, le está escapando por uno o dos acordes.
El amplísimo arco autoral puede abarcar desde el reciente ¡Qué circo!, de Miguel Cantilo, a Muerte en la catedral, de Litto Nebbia, fechado en 1974, pasando por imperdibles como Guitarra negra (Luis A. Spinetta), No digas nada (Sergio Marchi), Ahora mismo (Moris), Rock y dictadura (Sergio Pujol) o Sumo por Pettinato. Como verán, un puñado apenas de anzuelos para que en un simple clic ojeen y hojeen la biblioteca virtual del generoso Freddy.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 24 de marzo de 2012)



“Me ahorrará las preguntas con su respuesta final”.

Mirtha Defilpo

Paradoja incómoda: la muerte como excusa para saldar deudas. Casi en silencio, el año pasado la poeta Mirtha Defilpo caía en garras de la parca y su obra quedaba ahí como una mesa servida a la espera de sensibles comensales.
La conocíamos menos de lo que merecía, visualizada apenas como un satélite del mundo Nebbia. Y es aquí donde uno agradece que exista internet y se la pueda rastrear, aunque más no sea desordenadamente, para dar con parte de su obra. Saber, por ejemplo, que había nacido en Córdoba en 1944 y que publicó los libros de poemas Después de Darwin (1983), Malezas (1985) y Matices (1991). Que grabó un disco solista, Canción para perdedores, y que junto con su pareja de entonces –el fundacional Litto Nebbia– compusieron tal vez los mejores discos del autor de La balsa, aquellos envasados en los agitados ‘70: Melopea, Fuera del cielo, Bazar de los milagros y El vendedor de promesas.
Fue el propio Nebbia quien dijo: “Cualquier mención (de Defilpo) que se realice para que se conozca su poesía será un acto de nobleza y justicia”. En sintonía con ese espíritu reivindicativo, se recomienda una sentida pesquisa de sus letras y poemas. En otras palabras, dar con su herencia.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 3 de marzo de 2012)
Mendoza podría ser la ciudad maravillosa a la que piden votar. Eso sí, habría que dormir menos siesta.

Para el tiempo de cosecha qué lindo se pone el pago. Verdad irrefutable. Mendoza parece otra. Es otra. Parece despertar de una larga siesta y se despereza para ponerse más guapa que de costumbre.
Se viste de fiesta porque sabe que llegan las visitas. Esconde los ruleros y se produce para lucir radiante cuando la tomen las cámaras del país y el mundo. Hasta se anima a bailar cuando la sacan, porque hasta eso logra el milagro de la Vendimia: que Mendoza salga a la calle, pasee, cante y hasta mueva el esqueleto.
El pago se pone lindo porque al menos por esta época nos olvidamos por unos días de cuán montañeses somos y salimos de la madriguera para disfrutar de ese amplio menú de actividades que se multiplican generosamente de enero a marzo.
Aquí, el lugar común de que hay “para todos los gustos” suena tan cierto como que nuestra Fiesta de la Vendimia es la segunda más importante, en cuanto a dimensión, en el mundo. Repasemos: festivales folclóricos como la Tonada o la Cueca y el Damasco, fiestas vendimiales departamentales, Rivadavia Canta al País, ciclos como Cine en el Parque y Jazz en el Lago, Megadegustación en Capital, Festa In Piazza, los recuperados carnavales, paseos de artesanos, Americanto y el moño final, los actos centrales de la Fiesta Nacional de la Vendimia. Algunas, tal vez las más convocantes, de las opciones que ofrece Mendoza no sólo a los turistas sino también a los propios mendocinos.
Esto que a priori se relaciona directamente con el disfrute como espectadores va de la mano con un fuerte impacto en la economía local.
Detrás de cada una de estas propuestas hay un hacedor, un laburante, un proveedor, una empresa, que por lo general multiplica su volumen de trabajo gracias a los eventos vendimiales o propios de esta época. Ni hablar de la gastronomía y la hotelería que tienen casi completo su cupo gracias a esta fiesta que a muchos mendocinos aún les hace fruncir el ceño.
Convengamos que no a todos les dibuja una sonrisa escuchar el Canto a Mendoza, esa pegadiza banda sonora que desde niños nos resuena insistente como una molesta mosca.
Sin embargo, hasta el menos afecto a nuestro máximo festejo envasado en origen desconoce el benéfico aporte que significa para nuestras arcas y hasta para nuestro humor social.
Por eso no es ilógico que en las más altas esferas de este gobierno con pocos meses de rodaje ya se estén planteando seriamente extender estos festejos. Su claro objetivo es que los turistas elijan Mendoza no sólo el fin de semana en que el Frank Romero Day también vence su modorra y se pone sus mejores pilchas de fiesta para abrir su casa a invitados de todas las razas y todos los idiomas.
Si se lo propone, Mendoza puede ser Vendimia todo el año. Digo, puede tomarse en serio alguna vez que ya no es una provincia “con” turismo sino que “es” una provincia turística. Para esto todavía hacen falta cambiar actitudes un tanto pueblerinas que poco aportan a dar ese paso clave.
Por ejemplo, que los comercios abran los días feriados. Es una triste imagen ver a los turistas caminando por el centro mirando vidrieras enrejadas y preguntándose en voz alta cómo puede ser que no abran cuando llegan los visitantes.
El impulso a los feriados largos para que traccionen en las economías regionales no parece estar en sintonía con buena parte de los comerciantes, que prefieren perder ventas a tener que pagarles el día a sus empleados.
Cuando todos nos pongamos el chip de que Mendoza ya no es una gran aldea y que tenemos mucho más que el Aconcagua para tentar a los visitantes, tal vez recién ahí seamos esa “ciudad maravillosa” que se quiere ser a través de una página de internet.
Voto por ella, pero la voto instando a otra campaña, a una más real y sentida, la de abrirnos al mundo en serio. Seguir siendo montañeses pero durmiendo un poco menos de siesta.

(En Diario UNO, 5 de marzo de 2012)


Los tiempos que corren confinan a los niños a tener mucha vida puertas adentro y muy poca afuera.


Rápida lavada de cara, pantalón corto, zapatillas, un desayuno a las apuradas y de ahí a la calle en un pique corto. Cual comando, con los pibes de la cuadra se establecía la estrategia del día. El organigrama trazado verbalmente podía (o debía) incluir partido de fútbol en el campito contra los chicos de la otra manzana, competencia de figuritas tras ese santo grial que era la mítica “tarántula”, recorrida en bicicleta –nuestro modesto Dakarcito– por el basural que crecía cerca del barrio o escondidas multitudinarias (se sumaban hermanas, primas y vecinas) aprovechando la habitual mezquina luz de la calle.
El orden de los juegos no alteraba el disfrute. Variaba según cuántos éramos, el humor, el clima o las ganas. Una sola razón justificaba no salir a la calle: estar enfermos o, claro, tener que ir a la escuela. Fuera de las obligaciones –estudiar o hacer de mala gana los mandados–, todo transcurría puertas afuera de nuestras casas.
Hay que hablar en pasado no sólo porque uno haya superado largamente esa feliz etapa, sino también porque la actual generación no sabe de qué hablamos cuando decimos que “tener calle” era sinónimo de “tener experiencia en la vida”. Uno se curtía en la “escuela de la calle”. Esto, no sólo en el mundo de los adultos; los niños también veían en el afuera más atractivos que en el adentro. Por entonces, nada había más tentador, más atractivo que “salir a jugar”.
El imán era el exterior, siempre. Salvo para hacer los obligados deberes, el resto ocurría fuera de las paredes del hogar. La consigna materna era: “Volvés a tal hora, que no te tenga que ir a buscar”. Como era de esperar, nuestras abnegadas madres debían salir a buscarnos, a los gritos o cinturón en mano. Volvernos al redil no era tarea fácil.
La película cambió con los años por dos razones muy poderosas: la inseguridad y la tecnología que desarrolló esos juegos que atornillan a los niños bajo su poderoso influjo. Ahora, ellos juegan prescindiendo del aire libre y hasta de los amigos. Bolitas, fútbol, escondida, mancha, payana, bicicleta y patines han sido arteramente derrotados por la Play, la Wii, la PC, Facebook y demás opciones que ofrecen estos tiempos 2.0. Las pocas alternativas off encierro son los parques y las plazas donde, por suerte, algunos niños urbanos son llevados a respirar un poco de aire puro y a desentumecerse. Por lo menos ven de cerca la naturaleza televisada que consumen en dibujitos y películas pero tan pocas veces en la “vida real”.
Para los especialistas, en general, los niños de hoy son temerosos y más vulnerables. Suelen ser fóbicos porque están muy vigilados a raíz de la cotidiana inseguridad, y esto los angustia y alimenta sus temores. A nuestros 15 cruzábamos la ciudad solos para ir a un cumpleaños y no hacía falta padres que nos llevaran y fueran a buscar con celo de cancerberos. Hoy, aunque tengan 20, con nuestros hijos hay que montar todo un dispositivo para ir a buscarlos a una fiesta o que no esperen solos en una parada a oscuras o pagarles un taxi para que no vuelvan a una hora en que son aún más pasibles de ser asaltados. Si bien el miedo de ellos y el nuestro se unen, el desafío es romper esa barrera y tratar de que no pierdan contacto con los demás, que no se aíslen y desarrollen fobias que les compliquen la vida escolar y los vínculos sociales. Transmitirles la noción del peligro, la autoprotección, no el miedo, aunque vivamos rodeados de rejas, dobles llaves y alarmas.
La triste contracara de la “Generación Play” son los niños que no tienen, sino que viven en la calle, que no les queda otra opción que deambular y crecer, a los golpes, fuera de su casa. No es esa la calle que a muchos nos gustaría recuperar para los chicos. Es la de compartir una infancia segura, solidaria y creativa bajo la amorosa y atenta mirada de los adultos.

(En Diario UNO, 27 de febrero de 2012)
Egar, el mayor de los siete hermanos Murillo, es un artista múltiple e incansable. Su campo de vuelo incluye tanto la pintura como el grabado y el dibujo. Pero también hay aire para la escritura, territorio donde dejó marca escribiendo las letras de la mítica banda punk Kinder Videla Mengüele. Es más, un libro del (multi) poeta Fernando Pessoa fue el que lo introdujo, ya sin retorno, al mundo del arte.
Ha participado en más de 60 muestras colectivas en distintos salones provinciales y nacionales. Como “solista” ha realizado 13 exposiciones en museos y centros culturales de Argentina y Estados Unidos. Entre las numerosas distinciones que ha recibido se cuentan la Beca estímulo de la Fundación Antorchas y la Beca Fundación Proa (taller dirigido por Guillermo Kuitka). Obras suyas se encuentran en colecciones de Europa y Estados Unidos.
Las figuras de espaldas y el cuerpo como un campo de permanente experimentación, siempre con un fuerte contenido social como marco de referencia, son algunas de las características más reconocibles y potentes de su notable trabajo plástico.
En su credo personal postula: “La pintura nace en el estómago, después de se va al corazón y finalmente al lienzo”.

(Guía Mendoza Turismo, 2006)

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