No basta su rango de ministerio, también necesita presupuesto y gestión para ocupar el lugar que merece.

Para un gobierno nuevo todo está por hacerse y, siguiendo esa lógica de la política que marca que cada gestión tiene sus propios ejecutores, lo que se conoce como “política de Estado” rara vez llega a ponerse en práctica. Por estos pagos, sólo la seguridad fue lo más parecido a eso en la última década, más por la presión de los hechos (el delito siempre soplándonos la nuca) que por convicción.
Haciendo cierto lo de “cada maestrito con su librito”, el funcionario que se calza el traje busca, y está en todo su derecho, dejar su impronta. El error repetido es no tomar lo poco o mucho que haya dejado su antecesor y darle su (necesaria) vuelta de tuerca para seguir mejorando. El compromiso, no está de más repetirlo, es con los que si bien no votan directamente a ministros y demás funcionarios sí lo hicieron por quien ocupa el sillón mayor y arma el equipo.
Esto, que vale para cualquiera de los ministerios, en este caso es la punta para hablar puntualmente de Cultura. Durante la gestión de Julio Cobos, la responsable de aquella subsecretaría, Mariana Juri, encaró un minucioso estudio como nunca antes se había realizado. Abarcó a los hacedores culturales de toda la provincia, quienes, a través de reuniones, encuestas y foros, plantearon necesidades e inquietudes, e incluso aportaron ideas de cómo tender más puentes entre los creadores y el público. El producto de todo ese trabajo llegó incluso a presentarse en el teatro Independencia y tuvo su breve eco en los medios. Sin embargo, nada de lo relevado en ese ambicioso sondeo fue tenido en cuenta por quien sucedió a Juri, el malargüino Ricardo Scollo.
Fiel al estilo argentino de hacer política, arrancó –una vez más– desde cero. No sólo se había desaprovechado una valiosa investigación, sino que también se malgastó un dinero que al menos podría haber sido destinado a otro fin.
Con la llegada de “Paco” Pérez al Gobierno provincial, Cultura recupera el rango de ministerio. Esto que parece una buena señal lo será si tal jerarquía en el diagrama de poder lo es realmente en los hechos. De nada sirve el rótulo si su responsable, la experimentada Marizul Ibáñez, no cuenta con el respaldo político y presupuestario del gobernador. La nueva ministra acredita a su favor conocer el paño. Hace más de veinte años que es personal de planta en Cultura y además es una reconocida profesora de música, directora de coros y regisseur (recibida en el teatro Colón). Tiene la sensibilidad y la formación, lo que le queda por mostrar es si tiene la cintura política para tamaña responsabilidad. Ibáñez sabe que si dependiera del presupuesto quizás muy poco podría hacer. Salvo en el tema Vendimia, para el cual siempre hay fondos suficientes (y está bien que así sea, por su arraigo popular), en el resto de las áreas suele primar la imaginación (“para eso están los artistas”, ironiza un amigo en el café) antes que los recursos.
La ministra tiene ante sí varios frentes donde hay que barajar y dar de nuevo: Ediciones Culturales (puro sello, escasa producción y, mucho menos, visibilidad y proyección de las obras); Feria del Libro (generalmente armada 20 días antes y a las apuradas, con dos o tres nombres de escritores nacionales “reconocidos” para cumplir con el protocolo y las remanidas charlas-debate replicando lo que, a mayor escala y bien, se hace en la de Buenos Aires); festivales en los que la grilla de artistas carece de transparencia y muchas veces de calidad; escasa o nula articulación con Turismo para potenciar y retroalimentar ambas carteras (el Festival Música Clásica por los caminos del Vino es una excepción que vale tomar como referencia), y el ya instalado desinterés por lo que se produce a nivel cultural en las comunas (por caso, el teatro Independencia, el anfiteatro Frank Romero Day u otros espacios importantes rara vez son puestos a disposición de elencos de los departamentos para mostrar lo suyo).
Y si bien el presupuesto es importante para desarrollar una gestión, también hay mucho que se puede hacer utilizando lo que está tan a la vista que a veces no se ve. Transformar hermosos edificios como el del ex banco Hipotecario y el del ECA en auténticos centros culturales, en verdaderos motores de la creación, no sólo en ámbitos para oficinas, alguna esporádica disertación o para bienvenidas muestras, sin desaprovechar espacios que podrían dar cabida a talleres de todo tipo, minirecitales, lecturas, cafés filosóficos y demás ideas que aporte cualquier hijo de vecino. En definitiva, son espacios que deben ser tomados, en el buen sentido, por todos.
Marizul ha sido durante años testigo privilegiada de lo que se hizo bien y de lo que se hizo mal. Hoy es protagonista y tiene la oportunidad histórica de no quedar en el olvido como tantos de sus predecesores.

(En Diario UNO, 26 de diciembre de 2011)
Valiosos para algunos, obvios para otros, los balances siempre son una buena gimnasia para la memoria.

O le hacemos caso a Raúl González Tuñón, quien aconsejaba “Eche veinte centavos en la ranura/si quiere ver la vida color de rosa” o nos asomamos al inevitable balance del año con la pueril esperanza de encontrar el vaso por la mitad.
En cuanto se vislumbra el horizonte de diciembre, la palabra “balance”, esa que estuvo guardada como ropa vieja en algún rincón de la casa, se despereza, se sacude el polvo y se pone a la vista para que no nos olvidemos que está ahí, esperando que le llenemos el buche.
Siempre caprichosos, los balances son tantos como tantos sean quienes se tomen el trabajo de revisitar su vida, su trabajo, la realidad misma. ¿Sirven para algo? Sobre esto no hay dogma. Están quienes sostienen que son importantes, especialmente si el repaso se realiza en un medio de comunicación. Con ellos, un solo pantallazo basta para resumir el enorme caudal de información que día a día absorbemos a través del diario, la radio, la TV, internet. Más importante, sostienen otros, es el racconto personal. Sacar en limpio lo que pudimos concretar como aquello que quedó en el rubro “materias pendientes” y deberá pasar a integrar la lista de lo que haremos en el año que se viene.
Y están quienes consideran irrelevante realizar un debe y haber, ya sea propio o ajeno. Para ellos, la vida fluye como el río de Heráclito y no tiene demasiado sentido reparar en los detalles de ese periplo vital.
En la búsqueda de esos hechos que marcaron el 2011, a nivel global se impone la fuerte presencia de los “indignados”, esos manifestantes que en varios países plantaron bandera –en forma pacífica las más de las veces– para decir basta a la impunidad de ciertos gobiernos, al punto que algunos cayeron dejando atrás décadas de dictadura.
De hecho, la famosa revista Time eligió la figura del manifestante como “personalidad del año”, remarcando en especial la acción de los de Oriente Medio y el norte de Africa, pero también por los de Atenas, los de Madrid y los de Wall Street.
Ellos fueron quienes provocaron ese singular viento de cambio que, a pesar de su objetivo antibélico, terminó en más de un caso con muertos y heridos. Por esas víctimas es que uno siente
que los balances sí dicen algo y no suenan a mera estadística.
Pero también son personajes del año, lanzando nombres casi al azar, Quique Poblete, el guardaparque que salvó de morir ahogada a una nena de 9 años en un canal de Rivadavia, o Nidia Soto, quien a los 82 años sigue al frente del comedor comunitario Brazos Abiertos y está nominada para el premio solidario “abanderada del año”. O, yendo al rubro deportivo, Julio Falcioni, el mismo que al inicio del Apertura estaba con un pie adentro y otro afuera y terminó logrando el campeonato con Boca invicto e instalándolo nuevamente en los primeros planos. O Godoy Cruz, que a pesar de una campaña irregular clasificó para la Copa Libertadores confirmando que ya no es “Godoy, ese equipito del interior”.
En lo político el aplastante triunfo de Cristina en la Nación y el más modesto de Paco Pérez en Mendoza no hicieron más que seguir alimentando esa mística K que hoy dispara más pasiones que rechazos.
Ningún balance hará justicia al que cada lector tendrá en este momento en su cabeza; en todo caso, son arbitrarios nombres con resaltador a los que uno puede agregar los propios e ir completando un rompecabezas mayor. Lo importante, a la luz de nuestro pasado, es que el músculo de la memoria se mantenga en buena forma. Olvidar el olvido, como proponía el poeta Juan Gelman, es (o debería) ser una consigna de todos los argentinos.
Vista al frente nos espera un marketineado 2012, ese que para algunos trae bajo la manga el fin del mundo y para otros, entre ellos Alicia Contursi, “el inicio de una nueva era, más espiritual”.
En cualquier caso, volvemos al consejo de Tuñón: “No se inmute, amigo, la vida es dura,/con la filosofía poco se goza./ Eche veinte centavos en la ranura/ si quiere ver la vida color de rosa”.

(En Diario UNO, 19 de diciembre de 2011)

Su nombre, La casa de papel, es apenas una pista de lo que encierra: el apasionado homenaje de un escritor a los libros, a esa presencia tan mágica como real en su vida.
Carlos María Domínguez (Buenos Aires, 1955), autor de La mujer hablada y Bicicletas negras, es un escritor argentino de gran reputación entre sus pares, con una obra construida ladrillo por ladrillo, pero que aún no “explotó” en la caja de resonancia del controvertido canon nacional.
La casa de papel cosechó varios premios y, sobre todo, excelentes críticas, como por ejemplo la de Bernard Pivot, célebre conductor de Apostrophes: “Un soberbio y brillante entretenimiento sobre el amor y el peligro de los libros”.
Traducido a 18 lenguas, esta nouvelle desanda el camino de un libro: la profesora Bluma Lennon muere atropellada mientras camina leyendo poemas de Emily Dickinson. Su colega (y amante) recibe un extraño sobre con restos de cemento dirigido a ella: se trata de La línea de sombra, de Joseph Conrad.
De ahí en más inicia una pesquisa para dar con el dueño del libro. En ese periplo se contactará con personas-personajes hasta dar con esa peculiar casa de papel, no con su habitante, que habrá de confirmar lo que ya todos sabíamos: que la vida está escrita, lo peligroso es cómo la leemos.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 17 de diciembre de 2011)
Tan sobrevaluadas como denostadas, Facebook y Twitter son herramientas que no paran de crecer.

No pasa un solo día que no escuche a viva voz la resistencia de alguien a sumarse a Facebook o Twitter. Por caso, una colega lo fundamentó así: “Yo, que soy una antisocial, ni loca me voy a unir a una red social”. Otros, en cambio, hacen propia la frase “si no puedes con ellos, únete” y tratan de aprovechar lo poco o mucho que puedan aportarles las mentadas redes sociales.
Entre estos últimos, reportan personajes tan disímiles como Roberto Gómez Bolaños (Chespirito), Graciela Alfano y el papa Benedicto XVI. Con el olfato que caracteriza al Vaticano, allí rápidamente comprendieron el valor estratégico de utilizar los 140 caracteres de Twitter para comunicar la palabra de Dios y hasta la agenda diaria del hijo de Pedro. Hoy, desde curas hasta obispos se valen de esta moderna herramienta para llegar a los feligreses 2.0.
Caso aparte son los políticos, sobre todo los de Mendoza, quienes antes del 23 de octubre, gracias a la ayuda de hijos aggiornados, militantes siempre listos o profesionales pagos, dispararon generosos tweets con su agenda diaria, proyectos, promesas y hasta libraron fuego cruzado con sus competidores. Pero superado aquel 23 K, esas cuentas pasaron a cuarteles de invierno, quedando olvidadas en el frondoso bosque de la web.
Otros las abren pero no las usan. Son los que, conscientes de que hay que estar en la red, se suben al tren aunque no tengan muy en claro hacia dónde va. De tal forma que sus nombres pegados a la arroba empiezan a sumar seguidores y ellos casi que ni se enteran.
Estas redes, tan sobrevaluadas como demonizadas, no entrañan peligros o beneficios per se. Todo depende del uso que se les dé o qué espacio uno esté dispuesto a abrirles en el trabajo o fuera de él. Aquellos que al principio les tenían más desconfianza que a un encuestador, aprendieron a usar Facebook o Twitter y su actitud cambió radicalmente. Los otrora refutadores.com pasan así a ser los primeros en militar lo valiosas que pueden resultar las redes sociales, para intereses tan variados como reencontrarse con viejos conocidos, recuperar o generar afectos o interactuar con colegas para perfilar mejor el trabajo propio.
En Argentina, ya son unos 850 mil los usuarios de Twitter y poco más de 15 millones los de Facebook. Aunque los números en sí mismos no sean un argumento a favor, al menos pueden leerse como una fuerte señal de que la tecnología ya no es esa rubia fría y calculadora que creíamos.

(En Diario UNO, 12 de diciembre de 2011)
Si Groucho Marx hubiera vivido en esta época de SMS, redes sociales y iPad, la humanidad habría perdido uno de los tantos talentos del genial humorista: su literatura epistolar.
El líder del grupo cómico Los Hermanos Marx era de esos comediantes a los cuales el escenario les quedaba chico. Tanto en lo cotidiano como en otros ámbitos –entrevistas, columnas, guiones– Groucho no dejaba de ser un implacable lector de la realidad, un fino traductor de la estupidez y la belleza humana.
Las cartas de Groucho, editadas en 1967 y años después por Anagrama, son el producto de toda una vida de misivas a sus hermanos, a sus hijos Arthur y Melinda, a su médico, a directivos de las cinematográficas, a sus abogados, a fans, a escritores, a críticos, y sobre todo a sus amigos, muchos de ellos reconocidos guionistas, escritores y productores.
Mensajes de humo sin humo, de palomas mensajeras sin palomas, estas cartas hoy son parte de los tesoros de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Autodefinido como “egocéntrico ejemplar y amante sarnoso”, Groucho (1890-1977) también fue un maestro de las frases memorables. Baste citar su famoso epitafio: “Disculpe si no me levanto”.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 3 de diciembre de 2011)
Apenas segundos le bastan al granizo para llevarse el esfuerzo de muchos laburantes y dejar sólo impotencia.

Nació en una finca de Ingeniero Giagnoni. Creció allí, se casó allí y partió de allí para volver sólo en impostergables ocasiones familiares (cumpleaños, muertes, navidades). De niño supo lo que era trabajar desde el alba. Hizo todo lo que hace un laburante de la tierra en el rubro viñatero: abrir surcos, atar, podar, sulfatar, regar, cosechar. Por entonces esto no era considerado trabajo infantil, mucho menos explotación. Era lo que había que hacer como parte de una dinámica familiar que no se discutía. Todos para uno y uno para todos, como correspondía al mandato paterno, ese que tenía firmes raíces en la añorada Italia.
Aquel niño dejó de ser niño en un trayecto en el que observaba, sobre todo sentía, cómo la película rara vez tenía final feliz. Digamos que el producto de tanto esfuerzo nunca tenía una recompensa acorde al sudor invertido. Pero también en ese periplo conoció a su mujer, al amor lo tradujo en tres hijos y al menos sintió que el cansancio repetido, el trabajo “embrutecedor” como lo definió un día, tenía algún sentido. Alimentar a su familia era el mejor empujón que necesitaba para enfrentar el yugo cotidiano.
Entre las buenas y las malas, fue testigo de cómo el enemigo más temido del obrero rural, el implacable granizo, se llevaba en segundos todas las mañanas, las tardes y las noches de ponerle el cuerpo a la tierra con la expectativa, la más elemental, de llegar a la cosecha como se llega al podio a recibir un merecido premio.
Hasta que un día el tipo dijo basta. El tipo, mi padre, años después reconocería: “Creo que haber dejado el trabajo de la tierra fue la mejor decisión que tomé en mi vida. Es muy sacrificado y muy ingrato, muy ingrato”.
El recuerdo personal no es caprichoso ni casual. Revive cada vez que como periodista me toca escribir o titular notas como las del domingo: “Feroz granizo causó graves daños en el Este”, “Granizo: pérdidas millonarias en cultivos y viviendas sufrió Junín”, “Declaran la emergencia económica”. O ponerle cifras a ese cuadro desolador: casi $100 millones de pérdidas, 1.000 viviendas dañadas, 7.000 hectáreas afectadas, etc.
Como siempre en estos casos, veo a esos productores que, dando el testimonio de lo que pasó, no pueden impedir frente a una cámara que se les deslice una lágrima de impotencia. Imposible no sentir empatía frente a ese dolor sin imposturas. Imposible no pensar, viejo, que tomaste una sabia decisión. Aunque aquellos que se quedan piensen lo contrario.

(En Diario UNO, 5 de diciembre de 2011)

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