No basta su rango de ministerio, también necesita presupuesto y gestión para ocupar el lugar que merece.

Para un gobierno nuevo todo está por hacerse y, siguiendo esa lógica de la política que marca que cada gestión tiene sus propios ejecutores, lo que se conoce como “política de Estado” rara vez llega a ponerse en práctica. Por estos pagos, sólo la seguridad fue lo más parecido a eso en la última década, más por la presión de los hechos (el delito siempre soplándonos la nuca) que por convicción.
Haciendo cierto lo de “cada maestrito con su librito”, el funcionario que se calza el traje busca, y está en todo su derecho, dejar su impronta. El error repetido es no tomar lo poco o mucho que haya dejado su antecesor y darle su (necesaria) vuelta de tuerca para seguir mejorando. El compromiso, no está de más repetirlo, es con los que si bien no votan directamente a ministros y demás funcionarios sí lo hicieron por quien ocupa el sillón mayor y arma el equipo.
Esto, que vale para cualquiera de los ministerios, en este caso es la punta para hablar puntualmente de Cultura. Durante la gestión de Julio Cobos, la responsable de aquella subsecretaría, Mariana Juri, encaró un minucioso estudio como nunca antes se había realizado. Abarcó a los hacedores culturales de toda la provincia, quienes, a través de reuniones, encuestas y foros, plantearon necesidades e inquietudes, e incluso aportaron ideas de cómo tender más puentes entre los creadores y el público. El producto de todo ese trabajo llegó incluso a presentarse en el teatro Independencia y tuvo su breve eco en los medios. Sin embargo, nada de lo relevado en ese ambicioso sondeo fue tenido en cuenta por quien sucedió a Juri, el malargüino Ricardo Scollo.
Fiel al estilo argentino de hacer política, arrancó –una vez más– desde cero. No sólo se había desaprovechado una valiosa investigación, sino que también se malgastó un dinero que al menos podría haber sido destinado a otro fin.
Con la llegada de “Paco” Pérez al Gobierno provincial, Cultura recupera el rango de ministerio. Esto que parece una buena señal lo será si tal jerarquía en el diagrama de poder lo es realmente en los hechos. De nada sirve el rótulo si su responsable, la experimentada Marizul Ibáñez, no cuenta con el respaldo político y presupuestario del gobernador. La nueva ministra acredita a su favor conocer el paño. Hace más de veinte años que es personal de planta en Cultura y además es una reconocida profesora de música, directora de coros y regisseur (recibida en el teatro Colón). Tiene la sensibilidad y la formación, lo que le queda por mostrar es si tiene la cintura política para tamaña responsabilidad. Ibáñez sabe que si dependiera del presupuesto quizás muy poco podría hacer. Salvo en el tema Vendimia, para el cual siempre hay fondos suficientes (y está bien que así sea, por su arraigo popular), en el resto de las áreas suele primar la imaginación (“para eso están los artistas”, ironiza un amigo en el café) antes que los recursos.
La ministra tiene ante sí varios frentes donde hay que barajar y dar de nuevo: Ediciones Culturales (puro sello, escasa producción y, mucho menos, visibilidad y proyección de las obras); Feria del Libro (generalmente armada 20 días antes y a las apuradas, con dos o tres nombres de escritores nacionales “reconocidos” para cumplir con el protocolo y las remanidas charlas-debate replicando lo que, a mayor escala y bien, se hace en la de Buenos Aires); festivales en los que la grilla de artistas carece de transparencia y muchas veces de calidad; escasa o nula articulación con Turismo para potenciar y retroalimentar ambas carteras (el Festival Música Clásica por los caminos del Vino es una excepción que vale tomar como referencia), y el ya instalado desinterés por lo que se produce a nivel cultural en las comunas (por caso, el teatro Independencia, el anfiteatro Frank Romero Day u otros espacios importantes rara vez son puestos a disposición de elencos de los departamentos para mostrar lo suyo).
Y si bien el presupuesto es importante para desarrollar una gestión, también hay mucho que se puede hacer utilizando lo que está tan a la vista que a veces no se ve. Transformar hermosos edificios como el del ex banco Hipotecario y el del ECA en auténticos centros culturales, en verdaderos motores de la creación, no sólo en ámbitos para oficinas, alguna esporádica disertación o para bienvenidas muestras, sin desaprovechar espacios que podrían dar cabida a talleres de todo tipo, minirecitales, lecturas, cafés filosóficos y demás ideas que aporte cualquier hijo de vecino. En definitiva, son espacios que deben ser tomados, en el buen sentido, por todos.
Marizul ha sido durante años testigo privilegiada de lo que se hizo bien y de lo que se hizo mal. Hoy es protagonista y tiene la oportunidad histórica de no quedar en el olvido como tantos de sus predecesores.

(En Diario UNO, 26 de diciembre de 2011)
Valiosos para algunos, obvios para otros, los balances siempre son una buena gimnasia para la memoria.

O le hacemos caso a Raúl González Tuñón, quien aconsejaba “Eche veinte centavos en la ranura/si quiere ver la vida color de rosa” o nos asomamos al inevitable balance del año con la pueril esperanza de encontrar el vaso por la mitad.
En cuanto se vislumbra el horizonte de diciembre, la palabra “balance”, esa que estuvo guardada como ropa vieja en algún rincón de la casa, se despereza, se sacude el polvo y se pone a la vista para que no nos olvidemos que está ahí, esperando que le llenemos el buche.
Siempre caprichosos, los balances son tantos como tantos sean quienes se tomen el trabajo de revisitar su vida, su trabajo, la realidad misma. ¿Sirven para algo? Sobre esto no hay dogma. Están quienes sostienen que son importantes, especialmente si el repaso se realiza en un medio de comunicación. Con ellos, un solo pantallazo basta para resumir el enorme caudal de información que día a día absorbemos a través del diario, la radio, la TV, internet. Más importante, sostienen otros, es el racconto personal. Sacar en limpio lo que pudimos concretar como aquello que quedó en el rubro “materias pendientes” y deberá pasar a integrar la lista de lo que haremos en el año que se viene.
Y están quienes consideran irrelevante realizar un debe y haber, ya sea propio o ajeno. Para ellos, la vida fluye como el río de Heráclito y no tiene demasiado sentido reparar en los detalles de ese periplo vital.
En la búsqueda de esos hechos que marcaron el 2011, a nivel global se impone la fuerte presencia de los “indignados”, esos manifestantes que en varios países plantaron bandera –en forma pacífica las más de las veces– para decir basta a la impunidad de ciertos gobiernos, al punto que algunos cayeron dejando atrás décadas de dictadura.
De hecho, la famosa revista Time eligió la figura del manifestante como “personalidad del año”, remarcando en especial la acción de los de Oriente Medio y el norte de Africa, pero también por los de Atenas, los de Madrid y los de Wall Street.
Ellos fueron quienes provocaron ese singular viento de cambio que, a pesar de su objetivo antibélico, terminó en más de un caso con muertos y heridos. Por esas víctimas es que uno siente
que los balances sí dicen algo y no suenan a mera estadística.
Pero también son personajes del año, lanzando nombres casi al azar, Quique Poblete, el guardaparque que salvó de morir ahogada a una nena de 9 años en un canal de Rivadavia, o Nidia Soto, quien a los 82 años sigue al frente del comedor comunitario Brazos Abiertos y está nominada para el premio solidario “abanderada del año”. O, yendo al rubro deportivo, Julio Falcioni, el mismo que al inicio del Apertura estaba con un pie adentro y otro afuera y terminó logrando el campeonato con Boca invicto e instalándolo nuevamente en los primeros planos. O Godoy Cruz, que a pesar de una campaña irregular clasificó para la Copa Libertadores confirmando que ya no es “Godoy, ese equipito del interior”.
En lo político el aplastante triunfo de Cristina en la Nación y el más modesto de Paco Pérez en Mendoza no hicieron más que seguir alimentando esa mística K que hoy dispara más pasiones que rechazos.
Ningún balance hará justicia al que cada lector tendrá en este momento en su cabeza; en todo caso, son arbitrarios nombres con resaltador a los que uno puede agregar los propios e ir completando un rompecabezas mayor. Lo importante, a la luz de nuestro pasado, es que el músculo de la memoria se mantenga en buena forma. Olvidar el olvido, como proponía el poeta Juan Gelman, es (o debería) ser una consigna de todos los argentinos.
Vista al frente nos espera un marketineado 2012, ese que para algunos trae bajo la manga el fin del mundo y para otros, entre ellos Alicia Contursi, “el inicio de una nueva era, más espiritual”.
En cualquier caso, volvemos al consejo de Tuñón: “No se inmute, amigo, la vida es dura,/con la filosofía poco se goza./ Eche veinte centavos en la ranura/ si quiere ver la vida color de rosa”.

(En Diario UNO, 19 de diciembre de 2011)

Su nombre, La casa de papel, es apenas una pista de lo que encierra: el apasionado homenaje de un escritor a los libros, a esa presencia tan mágica como real en su vida.
Carlos María Domínguez (Buenos Aires, 1955), autor de La mujer hablada y Bicicletas negras, es un escritor argentino de gran reputación entre sus pares, con una obra construida ladrillo por ladrillo, pero que aún no “explotó” en la caja de resonancia del controvertido canon nacional.
La casa de papel cosechó varios premios y, sobre todo, excelentes críticas, como por ejemplo la de Bernard Pivot, célebre conductor de Apostrophes: “Un soberbio y brillante entretenimiento sobre el amor y el peligro de los libros”.
Traducido a 18 lenguas, esta nouvelle desanda el camino de un libro: la profesora Bluma Lennon muere atropellada mientras camina leyendo poemas de Emily Dickinson. Su colega (y amante) recibe un extraño sobre con restos de cemento dirigido a ella: se trata de La línea de sombra, de Joseph Conrad.
De ahí en más inicia una pesquisa para dar con el dueño del libro. En ese periplo se contactará con personas-personajes hasta dar con esa peculiar casa de papel, no con su habitante, que habrá de confirmar lo que ya todos sabíamos: que la vida está escrita, lo peligroso es cómo la leemos.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 17 de diciembre de 2011)
Tan sobrevaluadas como denostadas, Facebook y Twitter son herramientas que no paran de crecer.

No pasa un solo día que no escuche a viva voz la resistencia de alguien a sumarse a Facebook o Twitter. Por caso, una colega lo fundamentó así: “Yo, que soy una antisocial, ni loca me voy a unir a una red social”. Otros, en cambio, hacen propia la frase “si no puedes con ellos, únete” y tratan de aprovechar lo poco o mucho que puedan aportarles las mentadas redes sociales.
Entre estos últimos, reportan personajes tan disímiles como Roberto Gómez Bolaños (Chespirito), Graciela Alfano y el papa Benedicto XVI. Con el olfato que caracteriza al Vaticano, allí rápidamente comprendieron el valor estratégico de utilizar los 140 caracteres de Twitter para comunicar la palabra de Dios y hasta la agenda diaria del hijo de Pedro. Hoy, desde curas hasta obispos se valen de esta moderna herramienta para llegar a los feligreses 2.0.
Caso aparte son los políticos, sobre todo los de Mendoza, quienes antes del 23 de octubre, gracias a la ayuda de hijos aggiornados, militantes siempre listos o profesionales pagos, dispararon generosos tweets con su agenda diaria, proyectos, promesas y hasta libraron fuego cruzado con sus competidores. Pero superado aquel 23 K, esas cuentas pasaron a cuarteles de invierno, quedando olvidadas en el frondoso bosque de la web.
Otros las abren pero no las usan. Son los que, conscientes de que hay que estar en la red, se suben al tren aunque no tengan muy en claro hacia dónde va. De tal forma que sus nombres pegados a la arroba empiezan a sumar seguidores y ellos casi que ni se enteran.
Estas redes, tan sobrevaluadas como demonizadas, no entrañan peligros o beneficios per se. Todo depende del uso que se les dé o qué espacio uno esté dispuesto a abrirles en el trabajo o fuera de él. Aquellos que al principio les tenían más desconfianza que a un encuestador, aprendieron a usar Facebook o Twitter y su actitud cambió radicalmente. Los otrora refutadores.com pasan así a ser los primeros en militar lo valiosas que pueden resultar las redes sociales, para intereses tan variados como reencontrarse con viejos conocidos, recuperar o generar afectos o interactuar con colegas para perfilar mejor el trabajo propio.
En Argentina, ya son unos 850 mil los usuarios de Twitter y poco más de 15 millones los de Facebook. Aunque los números en sí mismos no sean un argumento a favor, al menos pueden leerse como una fuerte señal de que la tecnología ya no es esa rubia fría y calculadora que creíamos.

(En Diario UNO, 12 de diciembre de 2011)
Si Groucho Marx hubiera vivido en esta época de SMS, redes sociales y iPad, la humanidad habría perdido uno de los tantos talentos del genial humorista: su literatura epistolar.
El líder del grupo cómico Los Hermanos Marx era de esos comediantes a los cuales el escenario les quedaba chico. Tanto en lo cotidiano como en otros ámbitos –entrevistas, columnas, guiones– Groucho no dejaba de ser un implacable lector de la realidad, un fino traductor de la estupidez y la belleza humana.
Las cartas de Groucho, editadas en 1967 y años después por Anagrama, son el producto de toda una vida de misivas a sus hermanos, a sus hijos Arthur y Melinda, a su médico, a directivos de las cinematográficas, a sus abogados, a fans, a escritores, a críticos, y sobre todo a sus amigos, muchos de ellos reconocidos guionistas, escritores y productores.
Mensajes de humo sin humo, de palomas mensajeras sin palomas, estas cartas hoy son parte de los tesoros de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Autodefinido como “egocéntrico ejemplar y amante sarnoso”, Groucho (1890-1977) también fue un maestro de las frases memorables. Baste citar su famoso epitafio: “Disculpe si no me levanto”.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 3 de diciembre de 2011)
Apenas segundos le bastan al granizo para llevarse el esfuerzo de muchos laburantes y dejar sólo impotencia.

Nació en una finca de Ingeniero Giagnoni. Creció allí, se casó allí y partió de allí para volver sólo en impostergables ocasiones familiares (cumpleaños, muertes, navidades). De niño supo lo que era trabajar desde el alba. Hizo todo lo que hace un laburante de la tierra en el rubro viñatero: abrir surcos, atar, podar, sulfatar, regar, cosechar. Por entonces esto no era considerado trabajo infantil, mucho menos explotación. Era lo que había que hacer como parte de una dinámica familiar que no se discutía. Todos para uno y uno para todos, como correspondía al mandato paterno, ese que tenía firmes raíces en la añorada Italia.
Aquel niño dejó de ser niño en un trayecto en el que observaba, sobre todo sentía, cómo la película rara vez tenía final feliz. Digamos que el producto de tanto esfuerzo nunca tenía una recompensa acorde al sudor invertido. Pero también en ese periplo conoció a su mujer, al amor lo tradujo en tres hijos y al menos sintió que el cansancio repetido, el trabajo “embrutecedor” como lo definió un día, tenía algún sentido. Alimentar a su familia era el mejor empujón que necesitaba para enfrentar el yugo cotidiano.
Entre las buenas y las malas, fue testigo de cómo el enemigo más temido del obrero rural, el implacable granizo, se llevaba en segundos todas las mañanas, las tardes y las noches de ponerle el cuerpo a la tierra con la expectativa, la más elemental, de llegar a la cosecha como se llega al podio a recibir un merecido premio.
Hasta que un día el tipo dijo basta. El tipo, mi padre, años después reconocería: “Creo que haber dejado el trabajo de la tierra fue la mejor decisión que tomé en mi vida. Es muy sacrificado y muy ingrato, muy ingrato”.
El recuerdo personal no es caprichoso ni casual. Revive cada vez que como periodista me toca escribir o titular notas como las del domingo: “Feroz granizo causó graves daños en el Este”, “Granizo: pérdidas millonarias en cultivos y viviendas sufrió Junín”, “Declaran la emergencia económica”. O ponerle cifras a ese cuadro desolador: casi $100 millones de pérdidas, 1.000 viviendas dañadas, 7.000 hectáreas afectadas, etc.
Como siempre en estos casos, veo a esos productores que, dando el testimonio de lo que pasó, no pueden impedir frente a una cámara que se les deslice una lágrima de impotencia. Imposible no sentir empatía frente a ese dolor sin imposturas. Imposible no pensar, viejo, que tomaste una sabia decisión. Aunque aquellos que se quedan piensen lo contrario.

(En Diario UNO, 5 de diciembre de 2011)

De tan cotidiana, la noticia de la muerte de un motociclista ya se nos ha tornado un policial más,
casi un mero número que sólo engrosa las
estadísticas. Pero son precisamente esas estadísticas las que deben llamarnos a la reflexión.
En lo que va del año, son 46 los mendocinos que murieron a bordo de una moto. Cuarenta y seis vidas que dejan tras de sí familias golpeadas y el previsible interrogante de si no hubiera sido evitable el accidente al que hoy deben semejante dolor.
Muchos de esos casos se produjeron por circular a alta velocidad, no respetar las señales de tránsito, conducir en estado de ebriedad o por no llevar casco.
Estas acciones que terminaron con la muerte de los conductores o sus acompañantes son observadas diariamente, sin embargo no son multadas con la dureza que corresponde y esto no hace más que dar vía libre a la imprudencia e incluso a la impunidad.
Que ellos no cuiden su vida no debería significar que tampoco les importe
la de los demás. En numerosos casos, son verdaderos temerarios que ponen
en peligro a automovilistas y peatones que suelen verse sorprendidos por
el anárquico manejo de estos pilotos en dos ruedas. Ni qué decir de los
repartidores de deliveries que arriesgan su humanidad haciendo su trabajo
a velocidades altísimas y cometiendo un sinnúmero de infracciones para que
el cliente no reciba la pizza fría. De locos.
Llevar o no casco es un debate tan recurrente y agotador que pareciera
prescindible, pero no es así. Nunca está de más dar esa discusión. Así
como muchos murieron por no llevarlo, hay otros tantos que hoy pueden
decir que están vivos gracias a que el golpe contra el asfalto u otro
vehículo fue milagrosamente menguado por esa protección.
Otra peligrosa situación que se presenta todos los días es la de
trasladarse más de dos personas sobre una moto. Así es como vemos llegar a
las escuelas, por ejemplo, a un padre o una madre llevando a clases a un
par de niños. Si bien no está especificado por ley cuántos pueden circular
en estos vehículos, el sentido común debería indicar claramente que no es
seguro llevar varios pequeños y mucho menos sin casco.
De nada servirán estas reflexiones si los distintos involucrados no toman
conciencia de que cualquiera de esas 46 vidas podrían haber sido la propia.
Evitar más accidentes, más muertes, más dolor, es una tarea necesariamente compartida.
Por un lado, de los propios motociclistas, que deberían conducir con responsabilidad,
cumpliendo con las normas de tránsito como cualquier conductor, portando casco
y no trasladando más personas de las que ese vehículo puede soportar sin que se
ponga en riesgo una vida.
Por el otro, la Policía Vial que debe extremar los controles para no dejar
pasar con liviandad esas miles de infracciones que cotidianamente se producen
frente a sus ojos. No hablamos de un castigo injustificado, hablamos de hacer
cumplir la ley como se hace (o se debería) con el resto de los conductores.
Se trata, en otras palabras, de cuidar la vida.

(Editorial Diario UNO, 28 de noviembre de 2011)

A la par de su notable obra literaria, Kafka desarrolló una faceta menos conocida, la de dibujante. Un libro con sus personales trazos revela al otro


Una vez muerto, Franz Kafka devino caja de Pandora, varita de Harry Potter de la que todo puede salir. Por caso, sus mejores libros y hasta dibujos tan personales como su prosa. Cuarenta y un años le bastaron al oscuro K (1883-1924) para concebir una obra literaria única, que aún sigue alimentando interrogantes y revelando zonas ocultas del autor checo. Una vez más le debemos a Max Brod, su amigo y albacea, no haber cedido al pedido de Kafka de quemar toda su producción porque en ella iba también, como una marginalia menor, una faceta casi desconocida: la de dibujante.
Para el visionario Max, “como dibujante Franz era un artista de peculiar fuerza y personalidad”, razón por la cual consideraba injusto calificar esos dibujos como simples curiosidades. De igual manera lo evaluaron sus actuales editores, los holandeses Niels Bokhove y Marijke van Dorso, quienes le dieron forma a Franz Kafka. Dibujos, un libro que reúne 40 imágenes que no le van en saga –en lo ominosos y sugerentes– a sus clásicos La metamorfosis, El proceso y El castillo.
Estamos aquí ante un mix de bocetos, autorretratos y garabatos a los que Brod definía como “marionetas negras de hilos invisibles” y el propio Franz como “jeroglíficos personales”.
Publicado en español por la editorial Sexto Piso, este trabajo recopila por primera vez un buen número de dibujos de K, la mayoría inéditos, mientras que algunos ya habían sido difundidos en tapas de libros o simplemente como muestra de ese talento más oculto del autor de América.
Varios de ellos fueron gestados en postales, cartas, cuadernos o blocs de notas y cuadernos, tal vez porque, como una vez más nos ilustra el siempre atento Brod, “su pensamiento se construía en forma de imágenes”.
Si bien tuvo las elementales clases de dibujo en la escuela, recién en su etapa universitaria fue cuando retomó su interés, a tal punto que entre 1901 y 1902 tomó clases con Alwin Schultz sobre pintura neerlandesa, escultura cristiana e historia de la arquitectura, además de anotarse en un par de seminarios sobre historia del arte. Sobre todo en los últimos años del cursado de la carrera de Derecho, el aburrimiento en clase le dispararon los trazos de numerosos “acertijos” o “pintarrajos” (Franz dixit).
Aunque se desconocen las técnicas que aplicó, su estilo –por llamarlo de algún modo– fue caracterizado como expresionista por su amigo y artista Fritz Feig. El crédito de Praga no ocultaba su gusto por el arte japonés y tenía como principales musas a Jean Ingres, Van Gogh y Titorelli.
Como lo fue con su narrativa, también con sus dibujos K solía ser muy crítico. Su amigo, el poeta y musicólogo Gustav Janouch cuenta lo que Franz opinaba de ellos: “No son dibujos para mostrar a nadie. Tan sólo son jeroglíficos muy personales y, por tanto, ilegibles… Los dibujos son rastros de una pasión antigua, anclada muy hondo… La pasión está en mí. Desearía ser capaz de dibujar. Quiero ver y aferrar lo visto. Esa es mi pasión”.
Todo indica que sus frondosos archivos inéditos aún atesoran gran cantidad de textos y dibujos, pero su heredera y otrora ama de llaves, Ilse Esther Hoffe, es inflexible: no permite ni siquiera ver qué hay allí. Lo que a la vez alimenta todavía más la expectativa ante la posibilidad de descubrir nuevos tesoros del padre de Gregorio Samsa.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 26 de noviembre de 2011)

Cuando yo era chico, la cocina o la heladera duraban casi tanto como un matrimonio. No exagero si digo 20, 30 años. Hoy, como mucho, comparten nuestra vida hogareña apenas unas cinco temporadas, como de mala gana. Sin contar que en el medio de esa relación consentida seguro hubo que pedir auxilio más de una vez a ese service al que hay que pedirle turno casi con tanta anticipación como al pediatra o el ginecólogo.
Ahora, al comprar un electrodoméstico, ya vamos a su encuentro con la modesta consigna de que lo podamos pagar en largas, larguísimas cuotas, y que al menos cumpla con su función principal (lavar, enfriar, cocinar). Obviemos ese plus de chiches tecnológicos que suelen ser lo primero que se rompe.
Este fenómeno de la efímera vida útil de los artefactos, concebidos para facilitarnos la vida no para complicárnosla –como ocurre tan seguido–, hasta tiene un nombre: “Obsolescencia programada”.
¿No suena a premeditación y alevosía, a “lo que compró va a durar lo que nosotros queramos, no ustedes”? Se sabe, la maquinaria del consumo debe seguir activa noche y día porque de ella comen muchísimas bocas que no hay batalla posible frente al imparable desarrollo industrial.
La combinación de diseño y marketing también hacen lo suyo; por caso, convencernos de que todo lo de hoy se vea de ayer de un día para otro. Lógico, para que compremos sin demora lo de mañana. Así entramos en una alocada cadena a la que no se le vislumbra fin porque, claro, no lo tiene. Y si no, probemos con hacer arreglar uno de esos artefactos “vencidos”: el collar saldrá más caro que el perro con cucha y todo, y así, abatidos, resignados, deberemos darle de baja como a un traje que ya nos queda chico.
Esta reconversión hogareña no se limita a cocina o heladera; hoy los televisores, los celulares, los MP3, los DVD, la Play, los juguetes, son parte de esa renovación constante en la que, por ejemplo, cuando uno alcanza a tener (mejor dicho, cree) una computadora relativamente avanzada, irrumpe esa nueva versión que en un clic hace que la tuya sea el símil de un desvencijado Ford T.
Como efecto secundario de estos productos que nacen con fecha de vencimiento (bah, como nosotros, después de todo), hay una montaña de basura tecnológica que no para de crecer. Y es tal la chatarra electrónica que no sólo ocupa un espacio importante, sino que además produce un considerable impacto ambiental. Tanto que ya es motivo de debate legislativo para dar cauce legal a un fenómeno que superó hasta al más avisado.
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman debe buena parte de su fama mundial por haber acunado el concepto de “modernidad líquida”. En una brusca simplificación, esta teoría sostiene que hemos pasado de una modernidad “sólida” –estable, repetitiva– a una “líquida” –flexible, voluble– en la que las estructuras sociales ya no perduran el tiempo necesario para solidificarse. “Vivimos un tiempo líquido –asegura Bauman– en el que ya no hay valores sólidos sino volubles”.
Esa mirada crítica, ese paso de lo sólido a lo líquido, bien puede aplicarse a nuestra cotidiana vinculación con esos aparatos que vendrían a solucionarnos problemas y facilitarnos la vida, pero que, dada su inevitable caducidad, terminan ocasionando nuevos problemas.
Para algunos, esta visión podría ser tachada de gataflorismo. Para otros, son las inevitables reglas del juego que nos impone la sociedad de consumo, con sus pro, sus contras y también sus grises.
Consuelo de tontos: como premio consuelo, al menos nos quedan los focos de bajo consumo, esos que ahora son “obligatorios”. A diferencia de esas débiles lamparitas que se quemaban al primer Zonda o una baja de tensión, éstas duran en promedio de uno a tres años. Más, mucho más que algunos noviazgos o ciertos cargos políticos.

(En Diario UNO, 28 de noviembre de 2011)
A aquellos que ven a los libros digitales como un enemigo a vencer, desde la vereda de enfrente les amplían la oferta de tentaciones 2.0 casi por minuto. BookTrack no busca terminar con el libro de papel sino sumar nuevas opciones para disfrutar de la lectura.
Utilizando recursos de otros géneros, en este caso el cine, esta empresa creó una aplicación que sincroniza el audio con la historia que se está leyendo.

Mark Cameron, cofundador de Book Track, da más pistas: “El programa permite experimentar una lectura más interactiva, gracias a un sistema que da al libro un soundtrack específico con música, sonido ambiente y efectos especiales. La idea me vino al viajar en avión y leer un libro mientras escuchaba música. Pensé que sería una buena idea unir las dos cosas en un solo producto”.

Por ahora el catálogo es acotado,apenas 20 títulos en inglés, pero el proyecto va en franco crecimiento.

Lejos de cuestionar la elección musical de estos primeros ejemplares sonorizados, me permito proponer arbitrariamente algunos soundtracks ad hoc: Moby Dick por Philip Glass, El almuerzo desnudo a manos de John Zorn, Poeta en Nueva York según Leonard Cohen, La carretera con Nick Cave al volante... Y ya que estamos, por qué no un Sigur Ros para esta columna.


(En suplemento Escenario, Diario UNO, 19 de noviembre de 2011)
Todo libro oculta dentro de sí sus propias matrioskas. Historias dentro de historias. Mínimas algunas, otras, embriones fallidos de una trama mayor.
Suele ser ese puñado de párrafos que se recortan claramente del resto y, resaltador mediante, quedan en el papel como estigmas que habrán de recordarnos un valioso hato de palabras.
Eduardo Berti (periodista, escritor, editor) es de los que considera que los libros no son un cuerpo incorruptible al que no se puede alterar con estratégicos subrayados. Una activa marginalia es un plus, casi un premio, para el texto en cuestión.
Ese algo más es lo que el autor de La mujer de Wakefield busca dar cobijo en Historias encontradas (Eterna cadencia). Novelas, cuentos y ensayos son la cornucopia en la que el compilador halla (o reinventa) minirrelatos, metaficciones, cuentos breves y brevísimos de autores de ayer y hoy como Balzac, Poe, Melville, Rilke, Chéjov, Calvino, Freud, Novalis, Sarmiento,Cheever, Mulisch, De Santis, Auster, Bolaño, Di Benedetto.
En una suerte de efecto secundario, Berti logra que a lo Hansel y Gretel estas migas provoquen una generosa migración de lectores hacia los libros “completos”. Algo así como un pasaporte a esos mismos autores a los que disfrutaron en las minúsculas cuotas de esta atractiva antología.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 5 de noviembre de 2011)
“Para observar la esencia de los relatos es necesario que el cuerpo propio del narrador se encuentre en el lugar de los hechos o en las cercanías. No se pueden realizar observaciones sobre una pantalla”. Esta definición, casi una sentencia, corresponde al escritor, crítico de arte y pintor John Berger, y forma parte de un memorable diálogo con otro maestro, Ryszard Kapuscinski, en Los cínicos no sirven para este oficio.
Si hay alguien, además de los citados, que hace un culto en eso de poner el cuerpo en un relato es Gay Talese (Nueva Jersey 1932), uno de los padres del otrora nuevo periodismo norteamericano. Desde los ’60 su firma es garantía de calidad en The New York Times, Esquire y The New Yorker, entre otros. Su imperdible Retratos y encuentros (Alfaguara) bien podría oficiar de “resumen de lo publicado”.
Estilista único, sus retratos -sean de famosos o de personas tan comunes como extraordinarias- marcaron una época y son piedra de toque para las plumas de hoy. Talese llevó a la non fiction (como Wolfe, Capote y Mailer) a la categoría de arte. Sus retratos de Hemingway, Fidel, Alí y en especial de Sinatra (su artículo Frank Sinatra está resfriado es considerado un clásico del género), confirman la teoría de Berger: Talese siempre está en lugar de los hechos. A veces como un afable interlocutor, otras como una impiadosa cámara oculta que no dejará huella por analizar.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 29 de octubre de 2011)
Hay cierta clase de libros que dejan una marca tal que, lejos de querer releerlos para reeditar aquella poderosa sensación de lectura apasionada, preferimos retener sólo el eco, el espíritu del primer impacto. Y lo hacemos, aunque cueste admitirlo, para evitar defraudarnos con un nuevo acercamiento, ya no inocente, más bien todo lo contrario. Algo así como atesorar la saudade de un amor adolescente antes que reencontrarnos con una mala copia de nuestros recuerdos.
Me pasó con varios libros (
Rayuela, Informe sobre ciegos, Cien años de soledad), pero también con uno que frente a los otros juega en el Nacional B literario: Mi planta de naranja-lima, el clásico autobiográfico de José Mauro de Vasconcelos (Brasil, 1920-1984).
En estos casos lo que cuenta no es la valoración en términos de calidad literaria sino el placer por la mera lectura. Hablo de disfrute, hablo, por qué no, de huella.
Este pequeño libro de no más de 181 páginas (en mi vieja edición de la editorial El Ateneo) fue publicado en 1968 y desde entonces las aventuras del entrañable Zezé no han dejado de sumar ediciones, traccionadas –y no casualmente- por ser parte de las lecturas obligatorias en colegios secundarios de varios países.
Traducido a 32 idiomas y con unas cuantas versiones para cine y tevé, Mi planta... tuvo su esperada segunda parte, Vamos a calentar el sol, editado en 1974. Si bien no logró el mismo impacto que la primera, se sostenía sin esfuerzo en la misma cuerda sensible.
Hoy, vueltas de la vida, también mi hijo es beneficiario de la “obligación” lectora. Y hasta me animaría a decir que su emoción, casi un calco de aquella de mis 14, confirma que Zezé lo logró otra vez.


(En suplemento Escenario, Diario UNO, 22 de octubre de 2011)
La metáfora es simple: tirarse a la pileta, es decir arriesgar. Recién después, como parte del causa & efecto, se verá si había agua o no. Pero no es eso lo más importante. Lo importante es (dar) el salto. En el arte, como en la vida, ese paso requiere de una generosa cuota de osadía que muy pocos están dispuestos a pagar. Porque, claro, esto también tiene un precio.
Ya sea por probarse en terrenos desconocidos, desafiarse en rubros afines o simplemente para ver qué sale de echarle mano a nuevas herramientas, innúmeros artistas en algún momento de sus trayectorias dan ese mentado salto. De esto puede dar cuenta la popular dibujante Maitena, quien “cansada del dibujo y de sí misma” hace cinco años se sumergió en la escritura de una novela, la recientemente editada Rumble. En sintonía, Hugh Laurie, el carismático protagonista de “Doctor House”, incursiona ahora en la música con su disco de blues Let them talk, tras haber recalado en la literatura con la novela debut El vendedor de armas.
Casi al azar, otros nombres para una lista interminable: Ernesto Sabato pintor, Fito Páez cineasta, Patti Smith fotógrafa, Julio Bocca productor, Jorge Drexler actor, Pedro Aznar poeta...
El punto en común en estos casos es la apelación a una misma palabra para justificar, como si ello fuera un gesto ineludible, el porqué de dar el salto, de probarse el traje de exploradores ad hoc cuando ya tenían ganada su merecida porción de tierra firme. Necesidad es esa palabra. Y el único combustible.



(En suplemento Escenario, Diario UNO, 1 de octubre de 2011)
Hay que escuchar la voz quebrada en el teléfono, el esfuerzo que hace para no llorar y decir lo más difícil que uno puede esperar que diga una madre: “Mataron a mi hijo; busco justicia pero nadie me escucha. En estas elecciones nadie habló del tema de la inseguridad, ¿usted puede creerlo? ¿Cómo se hace para ir a votar cuando a nadie le importa lo que le pasa a los demás?”.
Hay que escuchar a la mujer, a la voz en tiempo real, para que lo que ya se nos tornó en algo de todos los días en los medios pase a tener carnadura humana, un dolor con nombre y apellido.
Esta mujer, de la que no es necesario exponer aquí su identidad, resume el padecimiento de tantos padres en similar situación. Cuesta olvidar su voz, cuesta como padre no intentar ponerse en su lugar, diría que es imposible. Su impotencia, en cambio, sí es contagiosa, sí es pasible de sumar al reclamo generalizado de que así no se puede seguir (viviendo).
Como se trata de un tema espinoso, de esos que suele tapar la última pelea del jurado del “Bailando por un sueño” o la venta de un jugador argentino en millones de euros, ningún candidato se mostró urgido por contar con ideas y respuestas para revertir, o al menos intentar frenar, el imparable tren del delito. Hasta “suena” entendible que, por todo lo que conlleva de profundo y complejo, no haya sido uno de los ejes de ninguna campaña en las recientes elecciones primarias.
Al menos en Mendoza, el antecedente más cercano (e incómodo) es el del actual gobernador Celso Jaque, quien ganó en el 2007 con un caballito de batalla más que tentador para el votante crédulo: reducir el delito el 30% durante los primeros seis meses. Al tiempo, esos 180 días confirmaron que la promesa había sido incumplida y, seamos sinceros, desde entonces el panorama delictivo poco ha cambiado en la provincia.
Y en honor a la verdad, hay que decir que tampoco la oposición se calzó el sayo para estar a la altura de lo que se espera de nuestros dirigentes, sobre todo en temas tan sensibles.
Inevitablemente, uno termina sintiendo que es cierto -aquí y en cualquier punto del país- lo que el escritor Raúl Silanes escribe en un poema de su libro La iluminada: “En el gobierno dejan los teléfonos descolgados / por si Dios quiere comunicarse”.
Por suerte para ellos, sean referentes del oficialismo o de la oposición, la voz de esa madre que perdió a su hijo no los sorprenderá nunca en sus celulares. Ella, nos dice, ya está muy cansada de que no la escuchen y no quiere hablar con ellos. Eso sí, pide, ruega casi, que no dejemos de reclamar justicia por su hijo. Y por tantos como su hijo.

(En Diario Los Andes, 26 de agosto de 2011)
Enrique G. tenía algo de Bartleby en eso de preferir “no hacerlo”. El tramaba libros pero sólo llegaba -ex profeso- hasta los títulos. Más extrovertido y simpático que el oscuro personaje de Melville, el mendocino Enrique G. solía mostrar -a unos pocos- interminables listados de títulos, muchos de ellos poemas en sí mismos (aunque él no lo supiera o, tal vez, lo diera por supuesto). Hasta donde sabemos, jamás concretó ninguno de esas obras sólo pergeñadas en su imaginación. Con su muerte se llevó el secreto. Quiero creer que esos libros eran los que él esperaba como lector y rara vez lograba encontrar, detallista y jodido como era para conmoverse con cualquier cosa. Un soñador, pero no el único. A lo Lennon.
Los imposibles. En “La biblioteca de los libros imaginarios”, su reciente libro de ensayos, el austríaco Alexander Pechmann cita a Borges: “Basta que un libro sea posible para que exista”. Lo cual, traducido al modus operandi de Enrique G., significa peligro o milagro en ciernes, un vendaval de historias que pueden dejar de ser una posibilidad para transformarse en algo cierto. Pero tampoco se trata de ser tan literales. Hugo Caligaris, director de ADN cultura, ironiza pero da en la tecla: “La frase tiene el peso de un mandato: todo ser humano debe tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Pero no dice que además haya que publicarlo”. Volviendo a Pechmann, su faena consistió en recopilar una serie de obras que, por accidente o casualidad, simple descuido o a propósito, se perdieron o fueron destruidas por sus autores o su (oscuro) entorno. Hemingway, Melville, Safo, Lowry y Cendrars, son algunos de esos autores que dejaron, al margen de las biografías, huellas de sus libros imposibles.
Hacete la película. “Mental movies” es un proyecto interdisciplinario de la editorial argentina Clase Turista que reúne literatura, música y artes visuales. Aquí, la imaginación es todo: la pantalla, la butaca y, por qué no, el pochoclo. La consigna consistió en encargarle a cinco escritores y/o guionistas que escribieran -en 10 mil caracteres- la película que les gustaría hacer si Hollywood pusiera en sus manos el presupuesto necesario para concretarla. Artistas visuales diseñaron los afiches de esos films apócrifos y otros tantos músicos compusieron sus bandas de sonido. Lola Arias, Pablo Katchadjian, Juan Terranova, Iván Moiseef y Leonardo Loyola fueron quienes desde sus textos dirigieron estas películas mentales.
En banda. En plan similar, pero en 1995, la banda irlandesa U2 se unió al músico y productor Brian Eno para concebir “Passengers: Original Soundtracks 1”, canciones de bandas sonoras de películas inexistentes como “Miss Sarajevo” (con la voz de Luciano Pavarotti), “Elvis ate America”, “United Colours Of Plutonium” y “Always forever now”, entre otras. El booklet contiene una síntesis argumental de esos films imaginarios que incluyen nombres de directores y países de origen debidamente inventados para que lo verosímil no desafine con el resto.
Lo que (no) hay. Creado por el actor, músico y profesor James Franco, el Museo de Arte No Visible (MONA) es definido como “una extravagancia de la imaginación”. En él sólo existen los títulos de las obras más no, como es de esperar, las obras. También acá el espectador es quien debe completar la ¿creación? haciendo propio para la plástica el “democrático” concepto de autoría de Lautréamont al sostener que “la poesía debe ser hecha por todos”. Según el protagonista de 127 horas, “el objetivo de este museo es crear un mundo paralelo integrado de imágenes y palabras que no es visible, pero es real, tal vez más real que el mundo de la materia. Y también está a la venta”. De hecho, la modelo, actriz y productora de páginas web Aimee Davison compró una instalación invisible, titulada “Aire puro”, a ¡10 mil dólares!
Este museo, como los libros imaginarios, las películas mentales y los soundtracks apócrifos, confirman que no siempre lo que ves es lo que hay. Más bien, todo lo contrario.

(En suplemento Cultura, Diario Los Andes, 20 de agosto de 2011)

Rubén Valle comenzó su recorrido por la literatura, a la que apostó en un concubinato estrecho con el periodismo, en el mítico grupo de poesía "Las Malas Lenguas", que integró en los '90 junto con Luis Abrego, Patricia Rodón, Carlos Vallejo y Teny Alós.
Hoy se manifiesta optimista frente a las posibilidades de las nuevas tecnologías, dice que los escritores independientes también deben ser críticos consigo mismos e invita a salir a leer poesía, porque asegura que sin público no se cierra el círculo creativo.
-¿Qué opinión te merece la Feria del libro de Mendoza?
-Por poco que ofrezca la Feria del libro es un espacio que es necesario y tiene que existir, como la de Buenos Aires, salvando las distancias. Son lugares donde participan muchísimos escritores pero generalmente las ferias están en función del mercado, aunque acá ese mercado no exista y termine siendo un espacio nulo para los escritores mendocinos. El problema es que, más allá de que Ediciones Culturales de Mendoza puede vender las producciones de los escritores locales, no se establece un puente sólido con los lectores. La feria es algo que se tiene que hacer una vez al año, que se cumple como un mandato y hay que hacerlo.
-Parece una contradicción con la gran cantidad de producciones independientes locales…
-Sí, el tema es si a esta gente le interesa estar ahí. Creo que hay que saber utilizar todos los espacios, mientras nos sirvan para llegar al lector, que es lo que nos debe importar para salir del ghetto de leernos entre amigos. También los escritores tenemos que hacer un mea culpa sobre lo que escribimos, porque si no genera ningún enganche en el lector no sirve de nada que tengamos una feria especial para nosotros.
- ¿Qué opinás del boom de los ciclos de lectura de textos?
- Hay mucha más producción que consumo en la poesía, de hecho los que leemos en estos ciclos somos los mismos que consumimos este tipo de propuestas. Pero es una discusión que excede a Mendoza, pasa en Buenos Aires, en Rosario o a nivel mundial. La poesía se ha manejado en circuitos acotados y es natural que eso ocurra, porque no es fácil ser lector de poesía. No requiere de una inteligencia superior, sino de cierta actitud y sensibilidad y no todos están dispuestos en estos tiempos a sentarse a escuchar.
- ¿En qué se diferencia un lector de novela con uno de poesía?
- Una novela no exige más que prestar atención y una historia, con mayor o menor enganche. La poesía en cambio exige cierta predisposición a la lectura, cierta sensibilidad, sin embargo es un género que hoy muestra una gran vitalidad.
- En tu vida se mezclan el periodismo y la literatura. ¿Cuál llegó primero?
- Crecieron paralelamente, me cuesta mucho disociar una de otra. más allá de que cada una de estas actividades requiere de una concentración distinta. Pero en un punto las disciplinas se tocan. No creo que estén en veredas opuestas, al menos en mi caso, y se retroalimentan bastante.
- Recordás una situación concreta en que una trajo a la otra…
- No pocas veces esa resonancia de estar abierto a las palabras me ha llevado a releer un hecho periodístico desde lo poético. Me acuerdo de una noticia policial donde la foto era un zapato, solo, que era mucho más terrible y explícito que ver un cuerpo mutilado. La soledad que rodeaba ese zapato pedía a gritos un poema, que escribí a partir de la foto hace algunos años. También me pasó con la guerra de Irak. Me parece que lo importante es que no sea una cuestión programática, que tengo que escribir una poesía periodística. Esto era mucho más común en los años 60 donde había una poesía más social. Siento que en estos últimos años he ganado en claridad y tender puentes hacia el lector y hacer más inteligible el mensaje poético.
- ¿Es una contradicción que el poeta tenga una rutina para escribir?
- El poeta es anárquico, en su método de creación, más que a la hora de plasmarlo. Uno escribe en los huecos que se genera, fuera o dentro del trabajo, y si a mí me sucede lo segundo, al menos bosquejo la idea en el momento.
- ¿Las imágenes poéticas tiene algo de explosivo, de urgente en la forma en que nacen?
- Totalmente. La inspiración como una musa que se aparece no existe, sino como una sensación casi física de necesidad de que esa palabra, una imagen que nos hizo ruido salga, se manifieste y tome forma. Después hay una parte que no es tan anárquica, al menos en mi caso, que pasa por trabajar los poemas que requieren una cierta maduración. Uno primero baja la información, pero después eso se ordena en libros, unos encajan, otros no. Cuando uno escribe no planifica de una manera estricta hacia donde va a ir, salvo que tenga un tema o un tono y construya en función de eso. En mi opinión la poesía no requiere menos trabajo que una novela, sino que ésta precisa de una construcción sistemática, lógica donde los personajes tienen que ir madurando. En cambio la poesía tiene otros tiempos, otra destilación. Hay veces que uno siente que el poema está listo y aparece otra palabra y es un lugar común que uno no termina sino que abandona el poema. Borges, por ejemplo, no dejaba de tocar los poemas, tenía miles de versiones desde la publicación original hasta las obras completas. Tocaba los títulos, hasta versos enteros, lo que me parece un recurso válido.
- ¿Qué pasaría en tu vida si sólo te dedicaras a la poesía?
- Sería una situación idílica poder dedicarse tiempo completo a la poesía, está íntimamente relacionado con la posibilidad de subsistencia ya no están dadas las condiciones en ningún lugar del mundo, para que un poeta pueda vivir de su producción. Pensemos en (Juan) Gelman, que es uno de los grandes de la poesía argentina, no creo que él viva de la producción poética. Quizá a esta altura puede cobrar determinados derechos, pero él escribe en (el diario) Página 12. El periodismo siempre ha sido un pariente cercano de la literatura que permite subsistir en algo afín, que es el mismo amor por la palabra y la confianza en que tiene eco en los demás.
- ¿Hoy está devaluada la palabra escrita en competencia con la imagen?
- No, a la tecnología sacale la palabra y se cae todo. ¿Quién puede sostener un diario, digital o de papel, sin la palabra? En definitiva ésta sigue siendo el eje, aunque sí salta a la vista un empobrecimiento del idioma que es algo en que los periodistas podemos tener un gran compromiso. Hay que leer mucho más, lo que se traduce en escribir mejor, un paso que lleva al otro.
- ¿Como te imaginás a la nueva generación de chicos que crece con Internet y las computadoras?
- Se decía que se iba a escribir cada vez menos y sin embargo los blogs en Internet son un boom. Podemos decir que lo que se escribe es una porquería pero hoy se recuperó el género epistolar, gracias a los correos electrónicos, por ejemplo. Los códigos actuales cambiaron pero igual precisan de la escritura, igual es muy difícil estimar cómo sigue esto. Vamos a ver en 10 o 20 años qué decanta de estos cambios tecnológicos, incluso a nivel poético donde hoy día existe un gran eclecticismo. Un Blog es una gran excusa para escribir todos los días un capítulo de una novela, cuentos, poemas…en un punto me parece positivo. ¿Calidad? Dejo abierto un signo de pregunta.
- ¿Te gustan los libros de poesía asociados, por ejemplo, a la fotografía?
- Tal vez sea muy clásico, pero me gusta nada más que como un soporte en la tapa. Las fotos adentro tienen que ver, para mí, con no confiar del todo en las imágenes propias; como si los poemas no tuvieran suficiente música que hace falta tener que apoyarlos. Inclusive he hecho lecturas con músicos, pero tengo mis reparos porque creo que los poetas teníamos el prejuicio de que aburríamos y necesitábamos música para que la gente no se durmiera (risas). Ahora ya hay muchos ciclos donde no han habido músicos porque a veces la gente se queda con ganas de escuchar más poesía. Participé el año pasado en el encuentro de poesía de Rosario, que lleva 15 años y es el más importante después del de Medellín (Colombia) y ninguna lectura tenía menos de 100 personas. Fue una experiencia fantástica, donde simplemente hay lecturas de poetas, que duran de 10 a 15 minutos, que son presentados por un locutor. Van desde las típicas profesoras de letras, hasta alumnos de secundario pasando por periodistas. No hay que tenerle miedo a la simple lectura. Claro que es importante elegir los textos, saber leerlos y buscar establecer contacto con el lector. A mí, por ejemplo, me gusta contar la trastienda en que nació el poema.
-El poeta era un trovador y vivía una vida bohemia...
- Claro, en otros tiempos era alguien que viajaba de pueblo en pueblo y ofrecía su performance, un espectáculo en las tabernas a la gente común, como un músico de gira. Esta figura cambió con el tiempo, pero subsiste de alguna manera. Yo detesto a quiénes toman la poesía como algo terapéutico y prefiero hablar de una tarea profesional, que es una palabra que puede asustar. La poesía es mucho más que catarsis, y para que el círculo se complete tiene que llegar al lector. No es una cuestión de ego, sino que el hecho creativo necesita de la repercusión que tiene en el otro y las múltiples lecturas que nacen de un mismo poema en los cada uno de los lectores. Dentro de los escritores argentinos considero que Osvaldo Soriano es quién mejor logró ese ida y vuelta que genera la escritura clara, sin palabras de más.

(En Mdz, 12 de octubre de 2007)
“¡Quiero ir contigo!”, dice ella al borde del llanto. Con una melosa música de fondo, ésa bien podría tratarse de una línea de diálogo en un culebrón mexicano. En realidad, escuchada en boca de Jimena, maipucina de 5 años, suena bastante diferente. Raro.
Ella es una de los tantos niños que hoy reproducen cándidamente el lenguaje neutro que campea todo el tiempo en los programas dirigidos al público infantil.
“A mi hijo le escuché decirle al hermano 'jala esa cuerda' y el otro día, por ejemplo, nos pidió que le compráramos una cometa, no un barrilete”, cuenta una joven madre a la que el tema al principio le pareció gracioso y ahora ya empieza a preocuparle.
Expresiones como “cállate”, “vete” o “bota ese balón” son cosa de todos los días en canales internacionales como Disney Chanel, Discovery Kids, Nickelodeon o Cartoon Network. En todos ellos, las traducciones apuntan a crear un supuesto “esperanto” latinoamericano que ante todo baje los costos y, palabras más, términos menos, los diálogos se entiendan lo mejor posible. Los psicopedagogos más receptivos aseguran que no hay que encender la alarma. Según ellos, este lenguaje paralelo que los pequeños de la “Generación malvavisco” (como ya la definen algunos teóricos) absorben de dibujitos, series y películas dobladas no habría que verlo como un fenómeno negativo sino todo lo contrario. Se imponen como una buena excusa para trabajar las diferencias lingüísticas desde lo pedagógico en los primeros años de la escuela.
Para la doctora Andrea Kejek, “esta situación es beneficiosa para los menores porque aprenden que una misma cosa puede ser nombrada de diferentes maneras. Lo importante es que tengan, como respaldo, una explicación de adultos y maestros”. Y he ahí la madre del borrego: ¿cuántos padres pueden seguir de cerca este proceso? Salvo, claro, cuando escuchan mencionar “goma de mascar”, “crema helada” o “aparcar el carro” y molestos o sorprendidos más temprano que tarde corrigen a sus hijos “traduciéndolos” al argentino básico.
En la vereda contraria se paran desde padres que dicen “mi hijo habla como un dibujito animado” hasta aquellos que sostienen que la única salida es darle un corte radical, limitándoles la exposición frente a la siempre cuestionada caja boba. Confían que así, mágicamente, menguará el efecto contagioso de esos términos tan ajenos al habla de todos los días.
El psicomotricista Daniel Calmels no es tan optimista al respecto: “El lenguaje universal y neutro genera una gran pobreza de conceptos e imágenes acústicas, porque vacía la lengua de sutilezas y originalidades propias de la historia y la cultura local”.
A principios de los '80, el boom de “El Chavo” en Argentina disparó rápidamente la inquietud acerca del lenguaje “deformante” del exitoso programa mexicano. Escuchar a cada rato “chusma, chusma”, “chanfle”, “se me chispoteó”, “chiripiorca” o “fue sin querer queriendo”, paraba los pelos tanto a los críticos de medios como a los rigurosos padres de entonces.
Pasó el tiempo y muchos de los que se maravillaban -y aún lo hacen- con el humor naïf de la creación de Gómez Bolaños hoy se ríen de aquella falsa alarma.
En todo caso, lo preocupante, antes o ahora, es que todavía haya muchos chicos que no puedan ir a la escuela y en su lugar deban salir a trabajar. No si guardan la carne en la “nevera” o cargan el “balón en la cajuela del carro”.

(En Diario Los Andes, 7 de agosto de 2011)


El primer gesto al ingresar al restorán La Estancia, donde los esperan un puñado de escritores y periodistas mendocinos, lo pinta tal como uno creía que el tipo es: simple e incómodo ante tanto protocolo, gestos tal vez esperables para un actor famoso más que para un reconocido poeta.
El intendente Cornejo le ofrece el centro de la mesa para que presida el almuerzo y Juan, rápidamente, rechaza el convite y se va hacia un costado, como si ser espectador y no protagonista le sentara mejor. A la noche ofrecerá junto al trío de Rodolfo Mederos el espectáculo "Del amor" y Godoy Cruz, a esa altura, ya lo ha declarado "Visitante ilustre" y lo ha mimado como a un abuelo que regresa a casa.
Sencillo desde su imagen hasta su cansina forma de hablar, Gelman irá sumergiéndose en un ida y vuelta fuera de libreto que recorrerá desde el ítem gastronómico, pasando por la literatura -propia y ajena- hasta el fútbol y ese puro cuento que son los premios y la fama.
Ante la irrupción del mozo trayendo un plato de ensalada como salida del canal Gourmet, respetuosamente dirá que prefiere esperar el próximo plato y soltará, rompiendo el hielo ante los expectantes comensales: "Mi padre, cada vez que mi madre ponía ensalada en la mesa, decía '¡sacame ese pasto de acá!". Mientras espera su pollo al disco, prueba un vino tinto al que elogia. "¿Ha tomado buenos vinos?", se le pregunta. "Y, si no los tomo aquí, ¿dónde?", responde entusiasta.
Entre bocado y bocado, los escritores dejan paso a los periodistas que también son y con mucho tacto empiezan a sumergirlo de a poco en una suerte de entrevista informal o, mejor dicho, en una charla deshilachada donde cada uno dirá, preguntará u opinará lo que le viene en gana, sobre todo el autor de "Cólera buey". Ni bien da por concluido su almuerzo, enciende un larguísimo Benson & Hedges que parece tranquilizarlo aún más.
Sin la necesidad ni la obligación de ofrecer un registro cronológico del ping pong con Gelman pero sí de rescatar algunos trazos del gran poeta, vayan unos sabrosos entremeses para ese postre imperdible que por la noche fue la presentación en el teatro Plaza, leyendo sus poemas acunados por el inconfundible bandoneón de Mederos.
El método & el tupper.
A sus 81 años, y prácticamente con un libro por año en las librerías, Juan cuenta su invariable método: "Voy escribiendo y escribiendo. Después de un tiempo reviso eso que escribí y le saco todo aquello que no me parece poesía. Entonces hay un nuevo libro. Por lo general, dejo reposar los poemas, al tiempo los vuelvo a leer y los que no se sostienen, los tiro". Ahí es cuando uno de los poetas ni lerdo ni perezoso le ofrece un imaginario tupper para recoger esas criaturas desdeñadas por el maestro. Gelman ríe avalando la idea. Contra el prejuicio de que aún es un nostálgico de la máquina de escribir, el otro yo de Sydney West sorprende: "Escribo en computadora, es mucho más rápido".
La confesión. Cuando se le señala la brevedad de sus poemas, sorprende (o no) con una revelación poéticamente incorrecta. "Soy poeta también porque soy vago. Yo admiro hasta al narrador más mediocre que puede escribir más de 20 páginas seguidas". Ríe de sus dichos y lanza una profunda bocanada. Sin embargo, el creador de "Mundar" admite que ha tenido tiempos de musas flacas. Que hubo periodos en que no escribió nada de nada, especialmente cuando marchó hacia el maldito exilio. "Una vez me puse a escribir un poema y no me salió. Me fui a dormir muy enojado, pensando que había dejado de ser poeta". Por suerte, el presagio gelmaniano no se cumplió.
Poeta de tablón.
"¿Qué significan los premios? Nada. Nada de nada. No voy a especificar, pero imaginen dónde me pegan los premios. Soy agradecido, pero los premios me incomodan. No te sirven cuando tenés que volver a enfrentarte con la página en blanco". Si bien don Juan acumula en su vitrina los premios Ramón López Velarde (2003), Pablo Neruda (2004), Reina Sofía (2005) y el trofeo mayor, el Cervantes (2007), con una sonrisa luminosa reconoce que el mejor reconocimiento que ha recibido hasta el momento es que le hayan colocado su nombre a la biblioteca de Atlanta, el club de sus amores. También cuenta que, a diferencia del arco que le regalaron a Palermo, a él le tocó en suerte un pedazo de tablón. "Tal vez salté sobre él mil veces y ahora me lo regalaban a mí", remata con una carcajada.
¿Autocrítico yo? "¿No le gusta leer en público por timidez?, se le pregunta. Y muy serio se sincera: "No, el problema es que leo y mientras voy leyendo me voy dando cuenta de lo que escribí y digo 'cómo pude escribir esto' y ¡encima tengo que seguir leyendo!".
Quién te ha visto y quién te lee. También periodista, Gelman ahora invierte el rol y pregunta: "¿Hay muchos lectores de poesía en Mendoza?". Y escucha con interés: "Como en todas partes; la mayoría de los lectores son los propios poetas. En un círculo vicioso donde nos consumimos unos a otros y, a veces, con suerte, lo rompemos y logramos que público no avisado, como los estudiantes por ejemplo, nos escuchen con ganas y nos sorprendan". En México, donde está radicado desde hace varios años, la situación -cuenta el hombre de bigote frondoso- es muy similar: muchas voces, muchos poetas, muchos libros y pocos lectores.
El mentado equilibrio. Acerca de los temas que aborda su poesía, el escriba que aprendió a leer a los 3 años (nos) corrige y habla de obsesiones. "Lo que creo que ocurre es que la expresión y la obsesión van por caminos distintos. Por momentos se intensifica una y baja la otra, y cuando llega el punto en que se cruzan y se equilibran, es ahí donde sale un buen poema". Tomamos nota.
El otro, el mismo. A pesar de una apariencia de tipo hosco, la calidez y el buen humor son las constantes en la reunión con este puñado de colegas mendocinos. Para muestra, un botón: cuando Gelman relativiza ser un poeta popular, casi un vate famoso, lo niega con una simpática mueca. "Pero a usted, maestro, lo aprecia muchísima gente, tanto la que conoce sus poemas como la que no lo ha leído nunca", se le insiste.
"Sí, claro, especialmente me quiere la que no me ha leído nunca", remata con otra carcajada, y de pronto se para, agradece a todos, dice que ha sido un gusto (ni qué decir para el resto) y antes de poder escaparse, tal vez hacia una reparadora siesta, se somete a las consabidas fotos y firmas de libros, siempre de buena gana.

(En suplemento Cultura, Diario Los Andes, 6 de agosto de 2011)
Por Luis Benítez


Rubén Valle, el autor del poemario Tupé, nació en 1966 en la provincia de Mendoza, República Argentina. Su obra anteri
or acredita los siguientes títulos: Museo flúo, editado en 1996; Los peligros del agua bendita, publicado en 1998; Jirafas sostienen el cielo, que vio la imprenta en 2003, y Placebo, que se editó en 2004.

Amén de lo señalado, Rubén Valle tiene una conocida trayectoria como periodista en los medios locales y cultiva también la narración, siendo incluido por esta faceta de su producción literaria en diversas antologías. El Centro Cultural de España en Buenos Aires premió en fecha reciente su participación en el concurso Poesía en Tierra, organizado por esta institución.

En dos ocasiones Valle recibió el Primer Premio del Certamen Literario Vendimia; en 2007, obtuvo el Premio Ciudad de Mendoza por su obra Bla! y el segundo lugar en el Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares.

En el corriente año, el sello mendocino Libros de Piedra Infinita (ver librosdepiedrainfinita.blogspot.com) acaba de lanzar un nuevo poemario de Rubén Valle, titulado Tupé. Esta editorial argentina -que ya posee un muy interesante fondo editorial- es dirigida por los también autores Hernán Schillagi y Fernando G. Toledo.


Un tono propio y ya bien definido
Bien conocido en el ámbito de la poesía argentina, Rubén Valle acredita con este nuevo título de su producción un lugar propio

y el dominio de una voz certera y madura ya, en la plenitud de su potencia discursiva. Tupé, su entrega poética de 2010, lo muestra manejando un tono propio y fácilmente reconocible en el conjunto de las poéticas locales, caracterizado por el desarrollo de los núcleos de sentido que ya presentara al lector en su producción anterior.

Como bien decía César Vallejo, “no hay dios ni hijo de dios / sin desarrollo”, pero la llegada a la plenitud de un autor implica un trabajo arduo de decantación de las influencias y las predilecciones, que en el caso de Valle se ha realizado paulatinamente, hasta permitirle al autor arribar a una síntesis ambiciosa en sus objetivos y cumplida en su logro.

La poesía de Valle es engañosamente simple en su expresión, dotada de una naturalidad que esconde el minucioso trabajo de orfebrería que la ha llevado a alcanzar ese lenguaje, que surge fluido y rico de sentidos, con una muy señalada capacidad de comunicación. Para el lector, el despliegue que hace Valle de este lenguaje capaz de comunicar complejas polisemias con tan remarcable naturalidad facilita el adentrarse en su cosmos propio, a la vez que elaborar una traducción de esos códigos e imágenes a la medida personal.

La identificación con la sensibilidad del autor y sus percepciones es algo fácil de concretar, máxime cuando el yo narrante aparece hábilmente sumergido dentro de lo narrado. Se trata de un yo autoral que es dueño del discurso, pero sin embargo elige un segundo plano para posibilitar la ilusión de que es el lector quien va viendo y sintiendo, quien va escribiendo, de algún modo, los versos que le pertenecen a Valle.


En la zona de cruce de culturas

En este sentido y también en otros, Valle se acerca a la poética de otro gran autor argentino, el entrerriano Juan Laurentino Ortiz, quien asimismo emplea esta técnica del autor sumergido, ocultado en lo escrito. Pero a diferencia de Ortiz, cuya escenografía literaria es eminentemente rural, Rubén Valle es un poeta de lo urbano, porque trabaja decididamente en el ámbito contemporáneo y en la zona de cruce entre culturas; no existe nostalgia del mundo natural en su poesía, sino que ella se establece en lo específicamente humano, en las conflictivas propias de nuestro tiempo y lugar.

A través de esta vía, Valle establece un discurso propio que le permite reflejar acabadamente la situación del hombre actual frente a los eternos interrogantes del género, llevados a una escala metafísica muy bien lograda, donde además intervienen recursos de riesgosa factura para un autor: la ironía y hasta el humor, presentes en sus versos, han sido siempre elementos que han necesitado de un muy cuidadoso uso, porque de su dosificación minuciosa depende que el poema no desbarranque y se convierta en otra cosa.

Sutilmente, medidamente, Valle agrega gotas de estas riesgosas y valiosas sustancias a su discurso, para hacerlo todavía más preciso y atinente. Estamos en presencia, luego de leerlo en Tupé, frente a uno de los más interesantes poetas argentinos de la actualidad.


Así escribe

La siguiente es una breve selección de los poemas de este autor, incluidos en su libro Tupé.


El que viene



“A usar tu lengua vienes...”
Macbeth a un mensajero, William Shakespeare

Maten al mensajero, pronto maten al que vino
a decir que Rimbaud desembarcó de su ausencia,
al que jura que la palabra de Sor Juana sabe tan dulce
como un pezón de luna. Maten al impostor, al que aún bebiendo toda
el aguardiente puede recitar sin respiro un palíndromo, dejarse amar
por cien mujeres y recordarlas brutalmente tan sólo con olerlas
en la penumbra. Maten al malvenido, al inesperado, al homérico.
Ciérrenle la puerta en la cara antes de verlo erguido como un lirio.
No podrán resistirlo, les dirá cómo olvidarse de lo que nunca fueron.
Los dejará en medio del círculo, los invitará a un banquete de sombras.
Maten al mensajero, al palomo malherido, al desbocado juglar
de las tabernas que apestan de solos. Pónganle hartas piedras,
ciérrenle el camino, háganle un pozo de silencio hasta que caiga.
Niéguenle la soga el salmo la rosa el orgasmo, sobre todo la mirada.

Maten al mensajero: la luz que dice traer es la luz que ya encendimos.


Araña del 10 de diciembre

¿Viene del amor?
¿Puede una araña venir del amor?
¿Es acaso un exceso estético
inferirlo desde la mera contemplación?
Verla cómo pende de una mínima hebra
destejiendo su lenta huida es un indicio
Campana de luz en la cerrazón.
Escapa del dédalo compartido tras sembrar
su agónico polen el dulce veneno sin antídoto
que la embriaga hasta descubrirse alas.
Al bajar del improvisado balcón como de un escote misterioso
pájaros le ladran siemprevivas le aúllan en pleno vuelo
y una luna somnolienta se atasca en su dolida tela de amar.
Y yo que me creía la piedra en el agua el duro que mira bailar
ahora la siento escabullirse por mis piernas hasta subir
al libro abierto de hoy. En un gesto instintivo
-que bien podría leerse como pueril venganza-
cierro violentamente sus tapas. Atrapada es un poema:
Araña del 10 de diciembre.


http://www.redyaccion.com/red_todo/red_2010/0_octubre/tupe.htm


(En Red y Acción, revista cultural de Colombia, octubre 2010)


La queja, esa suerte de cantinela que remite a lo peor del tango más llorón, tan nuestra como el mate o la bic, pide pista ante cualquier situación, lugar o motivo. Se diría que protestar, otra clásica manifestación del lamento argentino, es casi un deporte tan nacional como pegarle a Messi, a los burócratas de siempre o a la vedetonga de turno.
Una “puesta en escena” de tan expresivas muestras de nuestra idiosincrasia suelen ser los cuestionados piquetes, esos mismos que junto a los escraches ya se estudian en las escuelas porteñas como parte de la materia “Política y Ciudadanía”.
Dado que, más allá de cualquier bandería política, estos virulentos reclamos provocan mayormente duras reacciones (muchas de ellas con violentos resultados), tal vez valga la pena apelar a la creatividad para buscar una forma de reclamar por lo que es válido sin provocar rechazo y, a la vez, captar la atención. Incluso despertando una genuina empatía con el reclamo que los movilizó.
Para tal fin, podría tomarse como ejemplo a las decididas mujeres de Barbacoas (un pueblo del sur de Colombia), quienes recientemente se negaron a tener sexo con sus maridos en pos de una noble causa. No cederían, advirtieron a cara de perro, hasta que no se comenzara la construcción de una ruta clave para ese humilde caserío. Las féminas de armas tomar acusaban a sus hombres de no exigir con dureza a las autoridades la realización de tan estratégica vía.
¿Será necesaria, también por estos pagos, una huelga de piernas cruzadas para avanzar en aquellas obras de la provincia que siguen a la espera o que parecen nunca tener fecha de finalización?
La arbitraria lista para justificar una medida al estilo Barbacoas podría incluir, por ejemplo, la terminación de las dobles vías a Desaguadero y al Valle de Uco, el nudo de Acceso Sur y calle Paso, el rescate del abandonado autódromo General San Martín, la iluminación del Acceso Este, el puente que una el Shopping con el barrio Unimev, entre tantas otras deudas no sólo adjudicables, nobleza obliga, al gobierno de turno.
No faltarán, claro, quienes tilden de sexista esta opción de reclamo. Ellas, en cambio, han dado una lección de pacifismo con algo tan humano y movilizador como la vida íntima de una pareja.
Si el lema que abrazaron las colombianas levantiscas fue “Por un nuevo amanecer, nos abstenemos del placer”, las damas de acá no más podrían esgrimir como eslogan algo así como “Piernas cruzadas para funcionarios de brazos cruzados”.

(En Diario Los Andes, 17 de julio de 2011)

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