No se puede. Vivir así no se puede. Digo, midiendo con precisión de ajedrecista cada paso que damos. Todo indica -la página de Policiales, especialmente- que no nos podemos equivocar. En esta guerra diaria contra la inseguridad, un error de cálculo puede costarnos demasiado caro; la vida misma, por ejemplo. Hoy por hoy un error o un descuido se traduce, mínimo, en un robo, un hurto, o un susto mayúsculo.
Si el diccionario no nos falla, esto se parece bastante a la paranoia, a esas "ideas o ilusiones fijas" alimentadas generosamente por el delito nuestro de cada día.
A este estado de indefensión nos han llevado tanto los delincuentes como la ineptitud del Estado para hacerle frente al flagelo con algo más que patrulleros en las calles (la inclusión social es una promesa que no pasa del terreno declamativo).
El miedo, vaya paradoja, se nos ha transformado en la mayor fuente de energía para enfrentar al gremio de los chorros. El miedo a algo más profundo que perder unos cuantos pesos o ese plasma que nos costó un año de cuotas con tarjeta. El indescriptible miedo a que uno de los nuestros sea víctima de esa violencia irreal, la misma que les hace reconocer a los ladrones "de antes" que se han roto todos los códigos. Es decir, hace unos años robar no significaba matar por matar. Hoy sí. Entregar el pequeño o abundante botín ya no garantiza salvar la vida. De ahí ese virus (el miedo) corroyéndonos con avidez las ganas, las esperanzas de creer que este país algún día podrá ser un poco mejor.
Mientras tanto, la clase dirigente que supimos conseguir -esa misma a la que aportamos nosotros, no Saturno, no los cuentos de Bradbury- está empeñada en seguir mirando para otro lado, gastando energía y dinero público en rosquear cargos, sacándose chispas para lograr más bancas, haciendo números para no quedarse fuera del reparto. Dividiendo para reinar, como indican los manuales del poder.
Ningún partido ha demostrado estar a la altura de la demanda social, esto es, mayor esfuerzo y creatividad para enfrentar la delincuencia, mejor distribución de la riqueza y compromiso para diseñar un modelo de país que supere el horizonte de la próxima elección. Para colmo, siempre tenemos que resignarnos porque fuimos nosotros quienes los pusimos allí, confiando una vez más que nada podía ser peor que lo anterior.
Entonces, dado que nadie lo hace por nosotros, hemos llegado al punto de convertirnos en estrategas de nuestra propia seguridad. Modestos Messi de la subsistencia, intentando idear tácticas para zafar de esa plaga insaciable que viene por más.
Así todo, ni rejas, ni alarmas, ni vigilancia privada, nos garantizan vivir tranquilos. O vivir simplemente. Ellos, nuestros representantes, mucho menos.

(Publicado en Diario Los Andes, 24 de marzo de 2009)
"Lo mismo de todos los años". Eso fue la Vendimia que pasó. Sin embargo, quienes solemos remarcar esa especie de déjà vu popular como un demérito, en realidad somos los propios periodistas. Y claro, también aquellos que con sólo escuchar el inconfundible "Canto a Mendoza" se deprimen y pagarían lo que fuera por estar a mil kilómetros y no escuchar el penetrante hit telúrico.
Los miles de mendocinos y turistas que cada año abarrotan las calles del microcentro, como no ocurre en igual medida para festejar el resultado de una elección o un campeonato de fútbol, no se detienen en esa valoración casi peyorativa. Es más, como los asesinos o los amantes, ellos vuelven una y otra vez al lugar de los hechos. Con su mejor ánimo, cada marzo regresan para sumarse a ese ritual al que sienten propio, a vivir una ceremonia que los incluye más allá de quien esté sentado en el sillón de San Martín.
Ya sé, me dirán que cosas nuevas hubo, que la diferencia había que buscarla en los detalles. Variaciones que llevan la moderación provinciana en el orillo: bailes aéreos, carros con diseños levemente mejores a otras épocas, reinas con speech propio, más publicidad aquí o allá, un Santo de la Espada (Tino Neglia en su mejor papel) que se corporiza para hacernos pensar en pleno carrusel... y no mucho más.
Párrafo aparte para el Acto Central, que amerita un análisis diferenciado. Aunque también se lo suele calificar de "siempre lo mismo", en esta edición tuvo grandes aciertos; desde un guión sólido que se animó a prescindir de las trilladas metáforas vendimiales hasta una puesta que mixturó con buen pulso lo clásico y lo moderno para contar el drama de Ángel, el viñatero que aún vapuleado por la piedra no perdió la esperanza. Quienes hayan estado alguna vez en el mítico Frank Romero Day saben bien que allí la fiesta se vive muy diferente a la que podemos ver en las 21 pulgadas de la tele hogareña. Por lo tanto la opinión sobre lo que pasa en el escenario y las gradas del teatro griego puede variar sustancialmente. Entre esas "dos" fiestas hay un espacio tan grande como el cerro que hace las veces de tribuna para el público gasolero.
Cambiar para que nada cambie, como planteaba la paradoja de Giussepe Lampedusa, sigue siendo el eje rector de una fiesta que, por suerte, está más allá de toda especulación de café. En menos de un año, la madre de las fiestas cuyanas se pondrá nuevamente en marcha y con el mismo ímpetu los dos bandos -los antiVendimia y los proVendimia- volverán a cruzar espadas. A esta altura, un capítulo tan tradicional como la Vía Blanca o el Carrusel.

(Publicado en Diario Los Andes, 10 de marzo de 2009)
Puede ayudar a prevenir algunas dolencias, contribuir a mantener activa la memoria y hasta prevenir enfermedades neurodegenerativas. Pero no es por estas bondades que el café sigue siendo, más que una exquisita bebida energética, el espacio por excelencia donde aún es posible hacer terapia gratis con los amigos, poner a punto un negocio, pactar una cita amorosa o laboral o cocinar una estrategia política.
Este elogio del café como una verdadera institución argentina viene a cuento porque sigue en pie y más convocante que nunca mientras otros espacios de interacción social como el potrero, los carnavales, los clubes y cines de barrio, han ido diluyéndose tristemente ante el avance impenitente de la modernidad. Ceremonias que, si bien fueron mutando, a la vez dejaron milagrosamente a resguardo la tan común y corriente de autoconvocarse en torno de una simple mesa para compartir el ritual del cafecito.
En Mendoza, lejos de desaparecer, cada día son más los locales que, montados en el concepto del café clásico, le han encontrado una vuelta de tuerca para seducir a sus parroquianos. Así, vemos cómo conviven armónicamente con panaderías, cíbers, drugstores, heladerías o delicatessen. Lo que no cambia en lo más mínimo, además del imprescindible nexo de un mozo atento y con memoria, es su espíritu gregario, su clima contenedor y esa sensación de que allí puede encontrarse la necesaria pausa para que la jornada laboral no pierda por goleada frente al estrés.
Buena parte de ese aggiornamiento cafetero lo está aportando el constante desembarco de conocidas cadenas a través del sistema de franquicias. Bonafide, Havanna, Balcarce, Fenoglio, y el recién llegado Martínez, son parte de ese aterrizaje comercial que viene a insuflar nuevos aires a tan transitado rubro. En ellos quizás ya no se apunten poemas en una servilleta (como gustaban plumas tan disímiles como Gelman, Discépolo o Tanguito) sino en una práctica notebook, aprovechando la conexión a Internet a través del wi-fi. Un aggiornamiento que no le quita en nada su mítico halo de ámbito ideal para que fluyan las musas, esas que hasta a Serrat se le suelen ir de vacaciones.
La relación simbiótica entre el Negro Fontanarrosa y el Café El Cairo, en Rosario, es una buena muestra de que en la inspiradora escenografía de estos santuarios urbanos bullen las mil y un historias. Sólo se trata de que encuentren un "médium" con olfato y oficio para darles su merecido vuelo.

(Publicado en Diario Los Andes, 28 de febrero de 2009)