Los sábados no eran los mismos con o sin Badía & Compañía. Corrían los 80 y los vientos de aquella primavera alfonsinista agitaban a la cultura como si se tratara de la mítica falda de Marilyn. En esas larguísimas tardes, convivían el humor, el cine, la política, la música, el arte en todas sus formas. Y el cierre, tal vez lo más esperado de eso que “técnicamente” se definía como programa ómnibus, llegaba con un recital en vivo, nada de playback o truchadas por el estilo.
Como si desembarcara la selección, en ese escenario aparecían Charly García, Luis Alberto Spinetta, Fito Páez, Soda Stéreo o León Gieco pero también se dejaban ver y escuchar Víctor Heredia, Valeria Lynch o Jairo. La apertura -mental y temática- de Juan Alberto era el sello de calidad. Siempre. A su lado, un bisoño Marcelo Tinelli, un experimentado Pepe Eliaschev, un inefable Profesor Lambetain y un dolineano Jorge Dorio convivían con naturalidad para abordar –o tomar por asalto- la realidad con otra mirada, más relajada, nunca menos profunda.
Con los años, el fenómeno de internet y especialmente de YouTube permitió reencontrarnos con mucho material de aquel Badía & Compañía. Fue como volver a ver un amigo de la secundaria o redescubrir en un espejo a aquel que fuimos en los buenos viejos tiempos.
Juan Alberto, el viudo de Los Beatles, mote que portaba con orgullo de fan de la primera hora, fue siempre una puerta abierta para hacer circular las mejores expresiones de nuestra cultura. Sin él, la radio y la televisión no van a tener el mismo brillo ni la misma hondura. Se fue un tipo de esos pocos que ayudan a abrir la mente. Y encima, un buen tipo, de esos que extrañaremos. De existir esa figura poética llamada cielo, seguramente allí habrá de reencontrarse con el Flaco Spinetta para cantar -nunca mejor dicho- los goles de River en su vuelta a Primera. Ahí va el capitán Beto…


(En suplemento Escenario, Diario UNO, 30 de junio de 2012)

Un examen virtual para evaluar a los conductores puso en aprietos a los mayores de 65. ¿Era necesario?

 El Juli, 15 años de pura adolescencia, comenta con naturalidad: “Entonces yo, que ni siquiera sé manejar, voy y paso la prueba de taquito. En cambio vos, que en tu vida agarraste un joystick, desaprobás al toque. ¡Manso!”. Ese vos soy yo que, por suerte, renové mi carnet el verano pasado y al menos por ahora parece que no deberé someterme a un examen que requiere más de jugador de PlayStation que de inteligencia y equilibrio emocional.
Las notas que publicó Diario UNO acerca del simulador que se utiliza –en principio sólo en la delegación de Chacras– para evaluar a quienes van a sacar o renovar el carnet de conducir, reflejaron antes que nada lo mal que lo pasaron los mayores de 65 años. Está fuera de discusión que, superada cierta edad, hay que extremar los controles físicos, por el lógico desgaste que va sufriendo el cuerpo. Sin embargo, producto del ritmo de vida de hoy, son cada vez más frecuentes los ACV, los infartos y los ataques de pánico a cualquier edad, por cierto bastante lejos de esos 65 límite que marca Seguridad Vial para exigir más que al resto. Punto uno: los controles médicos deben ser exhaustivos a toda edad. Punto dos: si se quiere detectar el mal manejo, que se evalúe en una pista de prueba donde se reproduzcan las alternativas más críticas que a diario debe enfrentar un conductor.
La creciente cantidad de accidentes de tránsito sin duda encienden la alarma y amerita que los controles sean cada vez mayores, pero estos deben guardar cierta lógica. Permitir, cual premio consuelo, que los mayores de 65 años practiquen “a contraturno” con el chiche nuevo no es ninguna garantía. Y en caso de serlo, que pasen tal prueba sólo aquellos que hicieron el trámite en Chacras y no el resto de la provincia confirma que no es una política seria para revertir esas estadísticas que meten miedo. Para el caso, vale más que se multipliquen los controles viales en las rutas, las multas sean más duras y la mentada concientización no remplace, como suele hacerse, al castigo legal que corresponde por violar las más elementales normas de manejo. Es decir, todo eso que uno sabe desde antes de agarrar un volante y que pareciera que aún hay que ir inoculando a cuentagotas a cada conductor que se hace el oso.
Esta máquina, que ni al buenazo de Bradbury se le hubiera ocurrido, muestra un contrasentido que pocos evalúan o quieren ver: como bien precisa el periodista Gonzalo Ponce, según las cifras de la Comisión de Estudio y Evaluación de Estadísticas de Accidentes de Tránsito, los protagonistas de los accidentes viales mortales tienen en su mayoría entre 18 y 36 años.
El problema, queda claro, no son los “viejitos”. Ellos no vuelven hasta el moño de alcohol después de bailar, no sacan carnet de piolas compitiendo en picadas ni se creen la versión vernácula de Rápido y furioso. Pero ahí están ellos, sufriendo un maltrato más de los tantos que le ofrece la sociedad a todo aquel que pasa a integrar la bastardeada tercera edad. Jubilación magra, maltrato social, olvido familiar... Y ahora una suerte de videojuego que les toma ocho pruebas, mientras a los más jóvenes sólo cuatro. ¿En qué consisten? Se mide “velocidad de anticipación, coordinación bimanual, tiempos de reacciones múltiples, atención concentrada y resistencia vigilante a la monotonía” (sic). Tanta es la “convicción” acerca de las bondades de este aparatejo que ahora se analiza volver a tomar una prueba clásica a bordo de un auto en remplazo del cuestionado test virtual. Parece joda. Algo así como tras experimentar con un mate sin bombilla se vuelva a probar colocando una en el agujero.
El panorama es claro: Mendoza ya no es la provincia bucólica al pie de la montaña, con acequias cantarinas y un Zonda de tanto en tanto; hoy sus calles y accesos son los de una capital a la que ingresan a diario unos 300 mil autos. Por lo que no es ilógico buscar nuevas alternativas para evitar el caótico tránsito en el centro y los accidentes en las rutas, pero para eso no hace falta volver a inventar la rueda. Alcanza, y vaya desafío, con la prudencia, el sentido común y la responsabilidad. El que transite otro camino, avisamos, game over.

(En Diario UNO, 25 de junio de 2012)

Ese “anonimato” no sólo complica la llegada de impuestos, el cartero o el delivery. Es también un signo de identidad

Vivo en un barrio donde las calles no tienen nombre. Todo un tema a la hora de encargar remedios a la farmacia, pedir el delivery salvador o esperar que el cartero de una vez por todas le acierte y deje el resumen de la tarjeta de crédito en la casa que corresponde, no cuatro más allá, como ocurre una y otra vez.
Todos los días estoy tentado de acercar una propuesta a la municipalidad para que mi cuadra pierda su injusto anonimato. Me gustaría algo temático, no una mera sucesión de nombres. Pienso en ese barrio cercano que tiene calles que homenajean a obras y compositores de música clásica (Solares de Guariento) o aquel otro que a su modo da un mensaje ecológico recurriendo a las plantas y las flores (Utma).
No me digan que no suena tentador vivir en la calle Mozart o que no huele bien hacerlo a la vera de Las gardenias. Casi siento envidia. Cualquier opción es buena antes que repetir los merecidos –aunque trilladísimos– tributos callejeros a héroes de la talla de un San Martín, un Belgrano o un Sarmiento. Peor, qué duda cabe, es recurrir a los presidentes de facto. No es lo mismo morar en la calle Onganía que en la Jorge Luis Borges, como mi amigo de San Martín; o en la Cipolleti, de Godoy Cruz, como mi antiguo mecánico.
Nuestro lugar, nuestra casa, nuestro entorno es también parte de nuestra identidad, por eso no da lo mismo una calle sin nombre. A mí no me da lo mismo. No es, o al menos muchos lo sentimos así, una mera referencia para el envío de los impuestos o la revista del cable. De hecho, tanta impronta militar en las arterias (palabra fea, pero cómoda a la hora del sinónimo) de todo el país habla de una decisión política,
no de una simple información para el ordenamiento territorial. Tan ideológico como que en tiempos de democracia se hayan cambiado algunos nombres de calles, como por ejemplo dos de Gutiérrez, Maipú: la 6 de Setiembre (fecha de 1930 en que se produjo el primer golpe de Estado de la historia argentina) y la José Evaristo Uriburu, líder de la revolución que derrocó a Yrigoyen. Ambas fueron designadas por el nombre del líder radical Hipólito Yrigoyen. Casos similares se dieron en su momento en Junín y Rivadavia.
En Buenos Aires también hubo modificaciones en calles, escuelas y plazoletas. Aprovechando la tendencia, tras la muerte de Néstor Kirchner se multiplicaron en todo el territorio argentino los proyectos para colocarles su nombre a calles, escuelas, barrios y bibliotecas.
Recientemente, una alumna del Colegio Universitario Central, Virginia Fragapane, de 17 años, presentó un proyecto de ley para que más calles de la ciudad de Mendoza tengan nombres de mujer. Según su minucioso estudio, de 380 arterias relevadas apenas 14 evocan a mujeres. Su propuesta, que tuvo el apoyo e impulso de su padre, es que al menos el 30% de los espacios públicos (calles, paseos y plazas) lleve nombres de féminas.
Con o sin nombres, para aquellas situaciones en las que el recién llegado está perdido y no logra dar con ese vecino que conoce vida, obra y ubicación de todo el barrio, existe Google Maps. Utilizando su buscador, visualizamos rápidamente mapas desplazables, fotos satelitales del mundo e, incluso, la ruta entre diferentes locaciones. O bien el GPS (Global Positioning System), esa suerte de guía con voz de película traducida que  ayuda a orientar hasta al más despistado.
Volviendo a mi barrio, el de las calles sin nombre, debo decir que nos hemos acostumbrado a deletrear la manzana (“d de dedo”, por caso) y dar el número de la casa como contraseña para que aquel que llegue sin GPS, Google Maps, ni vecino sabelotodo nos encuentre como a un pariente al que se le perdió el rastro.
Que estemos entrenados no significa que nos resignemos. Todavía confío en que algún día la boleta del gas me llegue a la calle Luis Alberto Spinetta. Será justicia poética.

(En Diario UNO, 11 de junio de 2012)