De tan cotidiana, la noticia de la muerte de un motociclista ya se nos ha tornado un policial más,
casi un mero número que sólo engrosa las
estadísticas. Pero son precisamente esas estadísticas las que deben llamarnos a la reflexión.
En lo que va del año, son 46 los mendocinos que murieron a bordo de una moto. Cuarenta y seis vidas que dejan tras de sí familias golpeadas y el previsible interrogante de si no hubiera sido evitable el accidente al que hoy deben semejante dolor.
Muchos de esos casos se produjeron por circular a alta velocidad, no respetar las señales de tránsito, conducir en estado de ebriedad o por no llevar casco.
Estas acciones que terminaron con la muerte de los conductores o sus acompañantes son observadas diariamente, sin embargo no son multadas con la dureza que corresponde y esto no hace más que dar vía libre a la imprudencia e incluso a la impunidad.
Que ellos no cuiden su vida no debería significar que tampoco les importe
la de los demás. En numerosos casos, son verdaderos temerarios que ponen
en peligro a automovilistas y peatones que suelen verse sorprendidos por
el anárquico manejo de estos pilotos en dos ruedas. Ni qué decir de los
repartidores de deliveries que arriesgan su humanidad haciendo su trabajo
a velocidades altísimas y cometiendo un sinnúmero de infracciones para que
el cliente no reciba la pizza fría. De locos.
Llevar o no casco es un debate tan recurrente y agotador que pareciera
prescindible, pero no es así. Nunca está de más dar esa discusión. Así
como muchos murieron por no llevarlo, hay otros tantos que hoy pueden
decir que están vivos gracias a que el golpe contra el asfalto u otro
vehículo fue milagrosamente menguado por esa protección.
Otra peligrosa situación que se presenta todos los días es la de
trasladarse más de dos personas sobre una moto. Así es como vemos llegar a
las escuelas, por ejemplo, a un padre o una madre llevando a clases a un
par de niños. Si bien no está especificado por ley cuántos pueden circular
en estos vehículos, el sentido común debería indicar claramente que no es
seguro llevar varios pequeños y mucho menos sin casco.
De nada servirán estas reflexiones si los distintos involucrados no toman
conciencia de que cualquiera de esas 46 vidas podrían haber sido la propia.
Evitar más accidentes, más muertes, más dolor, es una tarea necesariamente compartida.
Por un lado, de los propios motociclistas, que deberían conducir con responsabilidad,
cumpliendo con las normas de tránsito como cualquier conductor, portando casco
y no trasladando más personas de las que ese vehículo puede soportar sin que se
ponga en riesgo una vida.
Por el otro, la Policía Vial que debe extremar los controles para no dejar
pasar con liviandad esas miles de infracciones que cotidianamente se producen
frente a sus ojos. No hablamos de un castigo injustificado, hablamos de hacer
cumplir la ley como se hace (o se debería) con el resto de los conductores.
Se trata, en otras palabras, de cuidar la vida.

(Editorial Diario UNO, 28 de noviembre de 2011)

A la par de su notable obra literaria, Kafka desarrolló una faceta menos conocida, la de dibujante. Un libro con sus personales trazos revela al otro


Una vez muerto, Franz Kafka devino caja de Pandora, varita de Harry Potter de la que todo puede salir. Por caso, sus mejores libros y hasta dibujos tan personales como su prosa. Cuarenta y un años le bastaron al oscuro K (1883-1924) para concebir una obra literaria única, que aún sigue alimentando interrogantes y revelando zonas ocultas del autor checo. Una vez más le debemos a Max Brod, su amigo y albacea, no haber cedido al pedido de Kafka de quemar toda su producción porque en ella iba también, como una marginalia menor, una faceta casi desconocida: la de dibujante.
Para el visionario Max, “como dibujante Franz era un artista de peculiar fuerza y personalidad”, razón por la cual consideraba injusto calificar esos dibujos como simples curiosidades. De igual manera lo evaluaron sus actuales editores, los holandeses Niels Bokhove y Marijke van Dorso, quienes le dieron forma a Franz Kafka. Dibujos, un libro que reúne 40 imágenes que no le van en saga –en lo ominosos y sugerentes– a sus clásicos La metamorfosis, El proceso y El castillo.
Estamos aquí ante un mix de bocetos, autorretratos y garabatos a los que Brod definía como “marionetas negras de hilos invisibles” y el propio Franz como “jeroglíficos personales”.
Publicado en español por la editorial Sexto Piso, este trabajo recopila por primera vez un buen número de dibujos de K, la mayoría inéditos, mientras que algunos ya habían sido difundidos en tapas de libros o simplemente como muestra de ese talento más oculto del autor de América.
Varios de ellos fueron gestados en postales, cartas, cuadernos o blocs de notas y cuadernos, tal vez porque, como una vez más nos ilustra el siempre atento Brod, “su pensamiento se construía en forma de imágenes”.
Si bien tuvo las elementales clases de dibujo en la escuela, recién en su etapa universitaria fue cuando retomó su interés, a tal punto que entre 1901 y 1902 tomó clases con Alwin Schultz sobre pintura neerlandesa, escultura cristiana e historia de la arquitectura, además de anotarse en un par de seminarios sobre historia del arte. Sobre todo en los últimos años del cursado de la carrera de Derecho, el aburrimiento en clase le dispararon los trazos de numerosos “acertijos” o “pintarrajos” (Franz dixit).
Aunque se desconocen las técnicas que aplicó, su estilo –por llamarlo de algún modo– fue caracterizado como expresionista por su amigo y artista Fritz Feig. El crédito de Praga no ocultaba su gusto por el arte japonés y tenía como principales musas a Jean Ingres, Van Gogh y Titorelli.
Como lo fue con su narrativa, también con sus dibujos K solía ser muy crítico. Su amigo, el poeta y musicólogo Gustav Janouch cuenta lo que Franz opinaba de ellos: “No son dibujos para mostrar a nadie. Tan sólo son jeroglíficos muy personales y, por tanto, ilegibles… Los dibujos son rastros de una pasión antigua, anclada muy hondo… La pasión está en mí. Desearía ser capaz de dibujar. Quiero ver y aferrar lo visto. Esa es mi pasión”.
Todo indica que sus frondosos archivos inéditos aún atesoran gran cantidad de textos y dibujos, pero su heredera y otrora ama de llaves, Ilse Esther Hoffe, es inflexible: no permite ni siquiera ver qué hay allí. Lo que a la vez alimenta todavía más la expectativa ante la posibilidad de descubrir nuevos tesoros del padre de Gregorio Samsa.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 26 de noviembre de 2011)

Cuando yo era chico, la cocina o la heladera duraban casi tanto como un matrimonio. No exagero si digo 20, 30 años. Hoy, como mucho, comparten nuestra vida hogareña apenas unas cinco temporadas, como de mala gana. Sin contar que en el medio de esa relación consentida seguro hubo que pedir auxilio más de una vez a ese service al que hay que pedirle turno casi con tanta anticipación como al pediatra o el ginecólogo.
Ahora, al comprar un electrodoméstico, ya vamos a su encuentro con la modesta consigna de que lo podamos pagar en largas, larguísimas cuotas, y que al menos cumpla con su función principal (lavar, enfriar, cocinar). Obviemos ese plus de chiches tecnológicos que suelen ser lo primero que se rompe.
Este fenómeno de la efímera vida útil de los artefactos, concebidos para facilitarnos la vida no para complicárnosla –como ocurre tan seguido–, hasta tiene un nombre: “Obsolescencia programada”.
¿No suena a premeditación y alevosía, a “lo que compró va a durar lo que nosotros queramos, no ustedes”? Se sabe, la maquinaria del consumo debe seguir activa noche y día porque de ella comen muchísimas bocas que no hay batalla posible frente al imparable desarrollo industrial.
La combinación de diseño y marketing también hacen lo suyo; por caso, convencernos de que todo lo de hoy se vea de ayer de un día para otro. Lógico, para que compremos sin demora lo de mañana. Así entramos en una alocada cadena a la que no se le vislumbra fin porque, claro, no lo tiene. Y si no, probemos con hacer arreglar uno de esos artefactos “vencidos”: el collar saldrá más caro que el perro con cucha y todo, y así, abatidos, resignados, deberemos darle de baja como a un traje que ya nos queda chico.
Esta reconversión hogareña no se limita a cocina o heladera; hoy los televisores, los celulares, los MP3, los DVD, la Play, los juguetes, son parte de esa renovación constante en la que, por ejemplo, cuando uno alcanza a tener (mejor dicho, cree) una computadora relativamente avanzada, irrumpe esa nueva versión que en un clic hace que la tuya sea el símil de un desvencijado Ford T.
Como efecto secundario de estos productos que nacen con fecha de vencimiento (bah, como nosotros, después de todo), hay una montaña de basura tecnológica que no para de crecer. Y es tal la chatarra electrónica que no sólo ocupa un espacio importante, sino que además produce un considerable impacto ambiental. Tanto que ya es motivo de debate legislativo para dar cauce legal a un fenómeno que superó hasta al más avisado.
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman debe buena parte de su fama mundial por haber acunado el concepto de “modernidad líquida”. En una brusca simplificación, esta teoría sostiene que hemos pasado de una modernidad “sólida” –estable, repetitiva– a una “líquida” –flexible, voluble– en la que las estructuras sociales ya no perduran el tiempo necesario para solidificarse. “Vivimos un tiempo líquido –asegura Bauman– en el que ya no hay valores sólidos sino volubles”.
Esa mirada crítica, ese paso de lo sólido a lo líquido, bien puede aplicarse a nuestra cotidiana vinculación con esos aparatos que vendrían a solucionarnos problemas y facilitarnos la vida, pero que, dada su inevitable caducidad, terminan ocasionando nuevos problemas.
Para algunos, esta visión podría ser tachada de gataflorismo. Para otros, son las inevitables reglas del juego que nos impone la sociedad de consumo, con sus pro, sus contras y también sus grises.
Consuelo de tontos: como premio consuelo, al menos nos quedan los focos de bajo consumo, esos que ahora son “obligatorios”. A diferencia de esas débiles lamparitas que se quemaban al primer Zonda o una baja de tensión, éstas duran en promedio de uno a tres años. Más, mucho más que algunos noviazgos o ciertos cargos políticos.

(En Diario UNO, 28 de noviembre de 2011)
A aquellos que ven a los libros digitales como un enemigo a vencer, desde la vereda de enfrente les amplían la oferta de tentaciones 2.0 casi por minuto. BookTrack no busca terminar con el libro de papel sino sumar nuevas opciones para disfrutar de la lectura.
Utilizando recursos de otros géneros, en este caso el cine, esta empresa creó una aplicación que sincroniza el audio con la historia que se está leyendo.

Mark Cameron, cofundador de Book Track, da más pistas: “El programa permite experimentar una lectura más interactiva, gracias a un sistema que da al libro un soundtrack específico con música, sonido ambiente y efectos especiales. La idea me vino al viajar en avión y leer un libro mientras escuchaba música. Pensé que sería una buena idea unir las dos cosas en un solo producto”.

Por ahora el catálogo es acotado,apenas 20 títulos en inglés, pero el proyecto va en franco crecimiento.

Lejos de cuestionar la elección musical de estos primeros ejemplares sonorizados, me permito proponer arbitrariamente algunos soundtracks ad hoc: Moby Dick por Philip Glass, El almuerzo desnudo a manos de John Zorn, Poeta en Nueva York según Leonard Cohen, La carretera con Nick Cave al volante... Y ya que estamos, por qué no un Sigur Ros para esta columna.


(En suplemento Escenario, Diario UNO, 19 de noviembre de 2011)
Todo libro oculta dentro de sí sus propias matrioskas. Historias dentro de historias. Mínimas algunas, otras, embriones fallidos de una trama mayor.
Suele ser ese puñado de párrafos que se recortan claramente del resto y, resaltador mediante, quedan en el papel como estigmas que habrán de recordarnos un valioso hato de palabras.
Eduardo Berti (periodista, escritor, editor) es de los que considera que los libros no son un cuerpo incorruptible al que no se puede alterar con estratégicos subrayados. Una activa marginalia es un plus, casi un premio, para el texto en cuestión.
Ese algo más es lo que el autor de La mujer de Wakefield busca dar cobijo en Historias encontradas (Eterna cadencia). Novelas, cuentos y ensayos son la cornucopia en la que el compilador halla (o reinventa) minirrelatos, metaficciones, cuentos breves y brevísimos de autores de ayer y hoy como Balzac, Poe, Melville, Rilke, Chéjov, Calvino, Freud, Novalis, Sarmiento,Cheever, Mulisch, De Santis, Auster, Bolaño, Di Benedetto.
En una suerte de efecto secundario, Berti logra que a lo Hansel y Gretel estas migas provoquen una generosa migración de lectores hacia los libros “completos”. Algo así como un pasaporte a esos mismos autores a los que disfrutaron en las minúsculas cuotas de esta atractiva antología.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 5 de noviembre de 2011)