Se sabe, no es noticia de último momento ni motivo de sorpresa, muchos políticos y dirigentes suelen nutrirse de los diarios a la hora de pergeñar algún proyecto o entrar en acción en un tema de esos que luego reditúan en la opinión pública. Mal que nos pese a los periodistas, habría que recomendarles que además –y sobre todo– busquen inspiración en otras “musas”: los espacios del lector, las opiniones on line, las líneas públicas. La calle misma. En esos territorios políticamente incorrectos late con fuerza el pulso ciudadano. A veces con trazo grueso, otras con los puños llenos de verdades, se hace su lugar sin necesidad de someterse al formato periodístico que impone la maleable "realidad".
A ellos, gratuitos voceros de sí mismos, sí que les sale fácil eso de llamar pan al pan y vino al vino. Unos al borde del exabrupto, otros con ínfulas de barrabravas, y nos pocos con el tacto necesario para facilitar la llegada del mensaje, lo cierto es que el ciudadano común expresa apasionadamente lo que piensa o siente sin medir a quién le pisa un callo o le toca el bolsillo. De allí su credibilidad.
Ese sentido común que, por lo general, va implícito en la necesidad de hacerse oír, es un material muy rico para nuestros gobernantes, siempre incómodos en su rol de pilotos de tormentas. Tal caudal de propuestas, quejas, opiniones, e incluso intuiciones, no es habitual que emane de sondeos, encuestas o ingeniosos focus group. Y no surge sencillamente porque en esos espacios no hay demasiado margen para la espontaneidad. El lector o el oyente que reacciona al ver cómo se tira la fruta en las rutas para protestar por el precio, expresa en caliente su descontento y va por más: ofrece una alternativa. Sugiere, por ejemplo, donarla a un comedor, ofrecerla a un centro de jubilados para que hagan dulce, o repartirla donde haya alguien con hambre. No se queda en el mero pataleo. Pero si así fuera, el gesto es igualmente positivo. Un político o dirigente con buen oído sabría capitalizar la “vox populi” para mejorar su puntería y dar más seguido en el blanco.
Lo que reflejan los medios, lo que expresan los codiciados votantes y lo que planifican los gobernantes son partes de un todo que, de no mediar las mezquindades propias de cada sector, facilitarían el camino para una sociedad más justa. Al menos esa debería ser la lección que nos dejan estos 25 años de democracia ininterrumpida.

(Publicado en Diario Los Andes, 12 de diciembre de 2008)
A esta altura del partido algo está más que claro: no sólo para la Argentina se terminaron los tiempos de la pizza con champán. Ya no quedan vacas atadas y mucho menos gordas. Si hasta el imparable Japón ha pasado a integrar el equipo de los caídos en desgracia, en una clarísima muestra de que en materia de bolsillos nadie es intocable.
A pesar de que a la crisis se le ven las costillas a una legua, aquí no más, en la provincia que un sibarita de la National Geographic recomienda entre los diez lugares del planeta a los que hay que visitar, algunos insisten en seguir viendo la mitad llena de un vaso que ya no existe.
Es la única forma de entender por qué tanto entusiasmo en organizar onerosas fiestas de fin de año sin reparar en el sombrío 2009 que se nos viene.
La pregunta de cajón es: ¿para festejar qué? ¿Que terminamos vivos, esquivándole a la inseguridad que ya se nos hizo carne y estadística? ¿Que se frenaron los aumentos del pan y la carne a fuerza de que cayó la demanda? ¿Que también disminuye la inflación? ¿Que, como diría un optimista, todo podría ser peor?
OSEP con su festejo licitado por 110.000 pesos; Irrigación y su mes acuático redondeando los 250.000 pesos; o Rentas con su almuerzo en el orden de los 54.000 pesos; son algunas de las celebraciones ?findeañeras' que por estos días despiertan, más que críticas, la genuina bronca de miles de mendocinos.
Como era de esperar, primero hubo los consabidos palos para el mensajero y luego justificaciones del tipo "estas fiestas se hacen todos los años y el gasto estaba presupuestado". Que esté pautado no significa, piensa uno, que no pueda modificarse si la malaria global así lo amerita.
En el caso de OSEP, la respuesta de los afiliados -esos mismos que suelen llenar líneas públicas y mensajes on line con furiosos reclamos por problemas en los servicios- fue durísima. Contundente. Sin embargo, nadie tomó nota del descontento y en consecuencia el chin chin se concretará tal como estaba previsto, qué tanto.
Si la consigna es festejar, juntarse "en familia" entre autoridades y empleados, ¿cuál es el problema de hacerlo en un camping y a la canasta? ¿Qué, suena poco glamoroso, mejor dicho grasa? ¿Dónde está escrito que si no es con catering no vale?

(Publicado en Diario Los Andes, 20 de noviembre de 2008)
Abrumados como estamos todos ante el alocado rumbo que está tomando el planeta, la sensación no es otra que la del pánico escénico. Nos hemos quedado en blanco como cuando éramos niños y concentrábamos la atención en un acto escolar. Un vértigo de montaña rusa nos impide ver con claridad lo que está pasando acá y allá; mucho menos vislumbrar lo que se viene.
Una vez más, figurita repetida para los argentinos, el pulso nos late en el bolsillo.
Nuestra propia calesita financiera da vueltas entre tener los ahorros escondidos en la casa (una tentación para el chorro de cada día), sacarla del banco (diezmo asegurado para el gremio de los dateros) o invertirla en algo sólido (ladrillos, motores, tierra, cementerio privado) como tímido reaseguro frente a los vientos que arrastra el Katrina financiero.
Sin embargo, en este país de corralitos y acorralados, el problema principal sigue siendo el crédito, pero no el que otorga una entidad bancaria, sino "la confianza que tiene una persona de que cumplirá los compromisos que contraiga", como bien señala el fiel mataburros. Ese crédito es el que perdió buena parte de nuestra clase dirigente.
¿Quién, después de la intempestiva decisión de la Presidenta de terminar con la jubilación privada -entre otros tantos anuncios donde primó el golpe de efecto por sobre la racionalidad-, confía en que las medidas que se tomen a futuro mejorarán nuestras vidas o nos sacarán del fondo de la tabla como al equipo del Cholo?
Por estos días, allá y acá, la pérdida de confianza cunde como un virus al que cuesta encontrarle antídoto. No hay encuestas optimistas ni promesas de bonanza que le pongan coto a la malaria. La confianza, valor esencial para todo tipo de acuerdo, se ha desnaturalizado de tal manera que habrá que esperar unas cuantas generaciones para que recupere su valor simbólico. Tal vez sólo aquellas personas que conservan la fe como un preciado tesoro, podrán percibir menos oscuro el horizonte.
A quienes contraataquen denunciando que ésta no es más que otra mirada "tóxica" de la crisis (ese adjetivo tan en boga que se les adjudica a aquellas personas que nos transmiten su mala onda), se los invita a sumarse a los seguidores de Alfred Jarry, el creador de la Patafísica. Sí, la ciencia de las soluciones imaginarias.

(Publicado en Diario Los Andes, 31 de octubre de 2008)
Hasta no hace mucho, más precisamente hasta aquel lunes negro en el que las bolsas del mundo se desplomaron como un ídolo con pies de barro, todavía era posible creer que existían las recetas. No las del buenazo de Martiniano, sino las de best sellers que eran capaces de sintetizar en apenas un puñado de consejos las fórmulas para ser felices, encontrar el amor ideal o ser millonario de la noche a la mañana.
El paraíso en la tierra era posible y ellos, generalmente astutos autores y editoriales norteamericanos, nos enseñaban cómo alcanzar la tentadora manzana y comerla con mejores resultados que la polémica Eva.
Durante años, libros y más libros nos mostraron las distintas estrategias para hacer más tolerable, más liviano, nuestro paso por este cada vez más incómodo planeta.
Muchos de esos que la tenían tan clara hoy no saben de qué disfrazarse ante el tsunami financiero que dejó patas para arriba a más de un esclarecido del primer mundo.
Ni siquiera su propio abc del pragmatismo espiritual les garantiza tener la posta para mantener el equilibrio en estos días de virulencia bursátil. También a ellos la vida se les ha transformado en una sopa de números que no hay paladar que tolere.
Estos maestros ciruela del "hágalo usted mismo" siempre estuvieron protegidos; si una vez leído el manual de instrucciones para no ser un eterno perdedor no daba los resultados esperados, no había devolución. Claro, quedaba flotando la posibilidad de ser uno el que no había entendido, el que carecía de olfato para seguir a la esquiva zanahoria del éxito.
Ahora, con tantos gurúes de Wall Street probándose el traje de desocupados, el otrora redituable negocio de la autoayuda también mendiga su porción de salvataje. Su futuro, no obstante, muestra un escenario contradictorio, un Obama-McCain de las posibilidades.
Por un lado, su credibilidad cayó más que el merval y el bovespa juntos. Por otro, se prevé en muy poco tiempo una avalancha de nuevos salvavidas con tapas, algo así como los tips básicos para evitar arrojarse debajo del primer tren.
No nos extrañe ver pronto en las librerías de las grandes capitales títulos del estilo de "10 consejos útiles para sobrevivir sin crédito", "Cómo tener un arma y no usarla" o "100 recetas para no fundar un banco y hacerse millonario".
Mucho antes, y lejos de todo pavoneo mediático, Discépolo lo dijo mejor: "El mundo fue y será una porquería. Ya lo sé. En el 510... y en el 2008 también".

(Publicado en Diario Los Andes, 14 de octubre de 2008)
Como nos sucede a todos, que a cierta altura de nuestras vidas necesitamos parar la pelota y replantearnos si vamos hacia donde queremos o si apenas nos estamos dejando llevar por la inercia del día a día, también las instituciones precisan ese imprescindible alto en el camino para otear el horizonte y retomar el paso con más fuerza.
A la Universidad Nacional de Cuyo le ha llegado ese autollamado de atención. Por eso acaba de lanzar un profundo sondeo para determinar si realmente está sintonizando con las expectativas de la sociedad. Algo así como dejar de mirarse el ombligo y asomar la cabeza allí donde surge la materia prima de la que se nutre y a donde cierra su ciclo con el regreso de los ciudadanos ya formados.
La primera etapa de ese aggiornamiento apuntará a recoger la opinión de referentes de la política, la justicia, las ONG, los medios, los distintos credos y hasta del mismísimo gobernador. Una perinola de visiones donde todos ponen.
La gestión que encabeza el rector Arturo Somoza busca poner el oído a aspectos básicos, entre ellos si las carreras responden a la demanda de las nuevas generaciones y a la del mercado laboral, si las actuales propuestas educativas deben replantear sus ejes, si el acceso debería ser más riguroso o si la enseñanza tiene el nivel que se espera de esta histórica casa de estudios.
Convencidos de que no se puede avanzar en piloto automático y de que la clave es sumar la mayor cantidad posible de opiniones, los ideólogos del plan han contemplado dos etapas más: encuestar a unas 150 personas de todos los sectores sociales y cerrar la pesquisa con un cuestionario que sintetice los pasos previos y al que deberán responder unos 1.200 consultados.
A mediados del año próximo, los profesionales encargados de pasar en limpio este ambicioso sondeo ya tendrían en sus manos las conclusiones.
Más allá del resultado que, a priori, seguramente reflejará la necesidad de incorporar carreras cortas, la urgente mejora cualitativa de la enseñanza en las ya existentes y la ampliación de la oferta educativa en las comunas, lo que no se debe perder de vista es que el futuro de la universidad pública nos involucra a todos.
En esa cantera intelectual se forja buena parte de los profesionales que mueven la maquinaria de esta provincia. Si queremos que la UNCuyo esté a la altura de aquella Mendoza de avanzada que soñaron sus fundadores en 1939, es indispensable que siga siendo un espejo fértil de lo que demanda la sociedad que la alimenta.

(Publicado en Diario Los Andes, 27 de setiembre de 2008)
Mientras aún resuenan los debates de si fue acertada la decisión de pagar los 6.706 millones de dólares al Club de París, los defensores de la sorpresiva movida de la Presidenta -entre ellos el mismísimo vice Julio Cobos- destacaron el hecho de "honrar las deudas". Sin embargo, y mal que nos pese, el país sigue peligrosamente acumulando otras deudas: las internas.
Casi a la vista están esos más de 11.000 jóvenes mendocinos que no estudian, trabajan ni están contenidos en ningún tipo de institución, según lo revela un sondeo del Ministerio de Desarrollo Humano que Los Andes hizo público el miércoles.
Muchos de ellos, lamentablemente, ya son parte de esa mano de obra desocupada que nutre el delito nuestro de cada día. Sobre esos pibes debería posarse sin demoras la lupa del Estado si se pretende darles a tiempo la necesaria contención para abandonar el equipo de los lúmpenes y no quedar excluidos de un futuro mejor.
A ese vergonzoso rojo de fronteras adentro, debería sumársele el paupérrimo sueldo que reciben los docentes, esos mismos que a diario deben oficiar de psicólogos, consejeros y hasta de padres sustitutos para evitar que más chicos se sumen a aquel ejército de menores sin brújula.
En el rubro "honrar deudas" también tendría que incluirse mejores condiciones para los policías que deben velar por nuestra seguridad y que en más de una ocasión salen a las calles sin chalecos antibalas, móviles en buen estado ni la capacitación acorde a tan duro oficio. Ni hablar del magro salario que perciben o de que muchos de ellos viven en las mentadas zonas rojas, a pesar de las reiteradas promesas de otorgarles una casa digna.
El listado de lo adeudado, al cual cada lector bien podría agregar su propio ítem, se intuye casi tan largo como las promesas de campaña.
Preferible dejarlo aquí y superar el estado de queja que cunde, trabajando para saldar lo más que se pueda.

(Publicado en Diario Los Andes, 8 de setiembre de 2008)
De casualidad escucho un tema de la exquisita Laurie Anderson: El perdido arte de la conversación. A dúo con Lou Reed, cada uno canta su parte sin reparar en lo que dice el otro. Una típica charla de sordos en clave poética. O si se quiere, un canto a la incomunicación.
Si uno toma ejemplos de esa inagotable cantera que es la realidad argentina, en un tris caerá en la cuenta de que muchos de los problemas que padecemos provienen de nuestra ya patológica falta de diálogo. Palabra ésta que se evocó miles de veces en el conflicto con el campo, demostrando con elocuencia que era lo que más hacía falta.
Diálogo. Un arte perdido. Un puente roto que se impone reconstruir para avanzar de una vez por todas a una instancia superior.
Diálogo que escasea no sólo en la política. Digamos que tampoco campea en aulas, canchas de fútbol, relaciones de pareja, trabajos de toda laya, lugares de reclamos y trámites, centros de información; ni siquiera ya en esos personajes que llevaron a la conversación a sus más altos estándares: los vecinos. Cuando éramos chicos, ellos eran el símbolo de la confianza, los cotidianos interlocutores de mate y gauchadas. Hoy no sabemos ni cómo se llama el de al lado. La débil conexión vecinal nace y termina en un saludo de compromiso.

No es lo mismo
Este vacío no es más que un coletazo de la imparable ola de deshumanización que a veces va de la mano del progreso y en otras se confunde con el bienvenido avance o modernización. En esa inercia nos vemos obligados a tratar con máquinas antes que con semejantes de carne y hueso. Aunque, por caso, sería de necios no reconocer que es más práctico sacar plata del cajero automático que pasar por caja, no es lo mismo un café de máquina que aquel que viene en manos de un afable mozo sabedor de hasta cuánto de azúcar le ponemos.
Otro botón de muestra: los programas de radio creados y emitidos desde computadoras para escuchar en la web. Tendrán un sonido impecable, pero uno extraña esa calidez –tal vez la mayor virtud de este medio– que imprime en el ida y vuelta un conductor con oficio. Todo lo contrario a esas estupendas entrevistas del español Joaquín Soler Serrano que podemos ver en el canal Encuentro o los antológicos reportajes de Jesús Quintero en El perro verde o de Jorge Guinzburg en La noticia rebelde. Casos en que la conversación adquiría su merecido estatus de arte.
Excesivo como de costumbre, el escritor español Enrique Vila-Matas declaraba hace unos días que internet nos lleva indefectiblemente hacia una idiotez general. “Ha perdido fuerza el humanismo y es inevitable”, sostiene agorero el autor de Bartleby y compañía. Chatear de compu a compu, sería bajo su lupa una prueba irrefutable de que vamos hacia un diálogo aún más frío que el telefónico. Sin embargo, ahí están sus libros y los de tantos estableciendo otro tipo de conversación. Más silenciosa pero igualmente sustanciosa.

Todo ese jazz
El violinista y escritor Stephen Nachmanovitch considera que “la forma más común de improvisación es el lenguaje común. Al hablar y al escuchar, tomamos unidades de un conjunto de ladrillos (el vocabulario) y reglas para combinarlos (la gramática)”. Dada esa cotidiana forma de improvisar, concluye en que “toda conversación es una forma de jazz”.
Una bella metáfora que, puesta en práctica, suena mucho mejor que ese absurdo ruido que producen los políticos hablando como enajenados sólo para las cámaras, los futbolistas que están más cerca del show bussines que del gol, los artistas que consideran que una obra no debe dialogar con sus consumidores, los adolescentes que prefieren decir lo suyo con un esténcil o un fotolog y no cara a cara o sin tanta mediación, los que convencidos de sus argumentos dicen lo suyo sin dar margen a la réplica.
La conversación es un arte generoso que no requiere más que de los modestos ladrillos de los que hablaba Nachmanovitch.
Palabras, simples palabras para recomponer o tender esos imprescindibles puentes que nos permitan comunicarnos. Recuperar esa práctica también es un ejercicio de tolerancia. Y no importa si suena a jazz, tango o cha cha cha.

Se viene otro Día del Niño y lo primero en lo que pensamos, casi como acto reflejo, es qué les regalamos, cuándo salimos a comprarlo, con qué los podemos sorprender o dónde los llevamos para que se den una panzada de títeres, mimos y payasos. Una agitada jornada acorde con la vida hiperactiva que llevamos... y listo. Ya está. Ya cumplimos. Con la conciencia tranquila volvemos a la vida “ normal”: ellos a la escuela, nosotros al trabajo. Pero ellos, vaya la obviedad, esperan algo más que el ritual del juguete y el plus de una jornada vivida a full para no desentonar con la celebración general.
La velocidad que imponen estos hiperkinéticos tiempos, donde todo parece medirse al ritmo del famoso “minuto a minuto” del rating televisivo, nos ha quitado esos preciosos momentos que deberíamos compartir con los hijos. Ya sea por la adicción laboral o porque nuestros horarios van a contrapelo del resto de la familia, lo cierto es que es mínimo el tiempo que dedicamos a jugar con ellos, a escucharlos, a revisarles las tareas, a verlos en los actos del cole, a contarles un cuento. En el mejor de los casos, buscamos saldar parte de esa deuda con un domingo de shopping, que incluye en un mismo combo: jueguitos, cajita feliz, helado y cine. Claro, habrá quien no se identifique con este estado de las cosas, pero en trazos gruesos es el que la implacable realidad nos moldea a su antojo.

Detrás de los Messi
Para la Organización de las Naciones Unidas, el Día Universal del Niño es el 20 de noviembre porque en esa fecha de 1959 se aprobó la Declaración de los Derechos de los infantes. En Argentina, esta celebración históricamente se concretaba el primer domingo de agosto pero desde el 2003, y por razones meramente comerciales (lo pidió la Cámara del Juguete), pegó un salto al segundo. La fecha viene bien para que, además de agasajarlos con ese codiciado regalito, los volvamos a poner entre nuestras prioridades, tanto en nuestras casas como en esa entelequia llamada sociedad.
De una u otra forma ellos también son noticia, aunque muy por detrás de los Messi, los Tota Santillán o las chicas del caño de Tinelli.
La muerte de un niño de 4 años hace unos días en La Rioja, a causa de la desnutrición, es un alerta, un llamado de atención. Ante esta absurda pérdida es inevitable recordar los miles de litros de leche tirados durante el paro del campo, la fruta y verdura que se pudrió en los camiones varados por los cortes de ruta, las cien vacas regaladas al piquetero Castells por “el aguante” al agro.
Paradojas de la vida, lo que en su momento fue una de la noticias más conmovedoras del año –u na nena de 10 años atropellada, violada y quemada en una localidad bonaerense– hoy se transforma en buena nueva debido a que avanza en su recuperación.
Pero no todas son pálidas. Otro pequeño ocupó su merecido lugar en los medios. Leonel Crescitelli, el chico de 10 años que encontró en Rivadavia una billetera con U$S5.000 y los devolvió, fue elegido Rey del Juguete 2008, una distinción que otorga la Cámara Nacional del Juguete y que le fue entregada ayer en Capital Federal. Otro pibe que sacó patente de honesto fue Ismael Castro, de 11, quien halló una cartera con euros, joyas y tarjetas de crédito. También la entregó. Y también fue noticia.
Los que no tuvieron su cuarto de hora mediático, pero están camuflados en otro tipo de informaciones, son los que no tuvieron clases por el paro docente. Los que limpian vidrios y no van a la escuela. Los que a altas horas transitan los cafés pidiendo una moneda. Los que no reciben atención cuando hay huelgas en los hospitales. Los que ya no tienen baldíos para jugar a la pelota y matan las horas a pura merca y cerveza. Los que perdieron aún antes de empezar.

Materia pendiente

Lo que parece elemental, es decir que deberían ser los privilegiados en la casa y fuera de ella, los primeros en toda lista, el centro de la mayor atención y protección, son en muchos casos los más castigados. Así lo demuestra la gran cantidad de pequeños que trabajan a pesar de las leyes que buscan terminar con esta injusticia. El próximo domingo es una buena oportunidad para reflexionar que ellos esperan de nosotros mucho más que el simbólico juguete. Esperan que seamos ese superhéroe dispuesto a enfrentar al peor villano por ellos. Una fantasía que bien puede ser la nuestra.
El cineasta Morgan Spurlock debe su fama a Super Size Me, un documental que filmó en el 2004 para reflejar los efectos negativos de la llamada comida “chatarra”. La particularidad es que él mismo se erigió en el conejillo de indias para comer durante 30 días consecutivos únicamente productos de la famosísima cadena McDonald’s.
Con el mismo esquema, esta suerte de sosias del irreverente periodista y realizador Michael Moore (Bowling for Colombine) continuó con su “misión” de generar conciencia social a través de un reality show al que tituló sin sutilezas 30 días y que se emite por la cadena Fox. Allí se pregunta, por ejemplo, cómo sería vivir un mes como un musulmán siendo cristiano, como gay siendo heterosexual, o padeciendo las vicisitudes de ser pobre, de sobrevivir siendo un inmigrante ilegal, de luchar a diario contra el alcoholismo o de ser presa de la obsesión por la estética.
Ponerse en la piel del otro es el juego. El desafío. No hay premio a cambio, sólo el humanitario gesto de vivenciar lo que les pasa a los demás. Ver la realidad personal y ajena desde otra perspectiva.
Este útil ejercicio de ponerse en los zapatos de otros deja –o debería dejar– interesantes enseñanzas y da pie a un estimulante debate.

Según el lado del mostrador
Recojo el guante de Spurlock y propongo el desafío de ver cómo sería vivir un mes otras vidas, en ámbitos no ideales o al menos bastante diferentes a los que uno está acostumbrado.
Y arranco por casa. Por 30 días un periodista sólo se dedicará a leer lo que escriben sus colegas. De esta manera podrá cotejar cuánto de su realidad cotidiana ve reflejada en las páginas y cuánto queda afuera, ya sea porque no fue debidamente advertido o porque no le interesó al medio. Podrá así valorar lo que muchas veces reclaman los lectores y no siempre sabemos escuchar ni incorporar a tiempo.
Sumemos al juego a los funcionarios. El ministro de Transporte, Francisco Pérez, viajará ese mes a Casa de Gobierno en micro, tomando frío en las paradas (que no tienen techo ni protección), padeciendo las demoras según las caprichosas frecuencias de algunas líneas y comprobando el peligroso manejo de ciertos choferes.
A su vez, el secretario de Cultura, Ricardo Scollo, tendrá que ver la mayor cantidad posible de obras de teatro, leer cada día a un autor local y recorrer cada departamento para sondear el trabajo cultural que rara vez tiene trascendencia pública. En esa misma línea, el ministro de Salud, Sergio Saracco, se hará chequeos en el Hospital Central, previo haber pedido turno como cualquier hijo de vecino. Y ya que estamos, el jefe de la Policía Vial, Heriberto Ojeda, tratará de conseguir –ahora vía internet– un turno para renovar su carnet de conducir.
A lo largo de 30 días, ni uno más ni uno menos, los presos de Boulogne Sur Mer o de Almafuerte quedarán cara a cara con sus víctimas para escuchar sus padecimientos.
En otro plano, cada alumno agresor además de recibir el castigo estipulado por su institución se pondrá al frente de un aula. El objetivo será percibir en carne propia las habituales burlas, insultos, canchereadas y demás castigos psicológicos que a diario sufren maestros y profesores.
En este desafío de poner el pecho a las balas siendo otro, nadie más indicado que un policía. En una provincia superada holgadamente por la delincuencia, ¿quién se pondría no ya la piel sino el uniforme azul? Salir todos los días a la caza de ladrones y asesinos sin chalecos antibalas, a veces hasta sin móviles, con un sistema judicial que permite que se entre y se salga con igual facilidad, y con sueldos que no están a la altura del riesgo que deben enfrentar, no es un oficio que dé ganas de asumir por 30 temibles jornadas.

Los mismos pero distintos
Los ejemplos podrían ser tan extensos como los discursos de los senadores aquella madrugada del histórico no de Cobos, pero al menos alcanzan para graficar la lúdica idea de ser otros siendo los mismos. Quizás estar 30 días en la cabeza de Cristina, de Maradona, de Jaque o del verdulero de la esquina nos ayude a ser un poco más tolerantes y confirmar, una vez más, cuán compleja y fascinante es la mente humana.
S i este país tuviera un libro de quejas no daría abasto. Es que hay tanto para quejarse y a la vez, reconozcámoslo, estamos tan hartos de quejarnos. No en vano los argentinos cargamos con el sayo de tangueros, de llorones sempiternos. Lo que habría que analizar, a favor de ese gesto molesto y zumbón, es que detrás de la queja se esconde un reclamo, un pedido de auxilio. El que es escuchado a tiempo no necesita salir a la calle a gritar su verdad, a golpear cacerolas o pintar el frente de la casa de un funcionario. Convertir ese clamor en gestos productivos requiere de creatividad y decisión. Todos los que se llenan la boca hablando de democratizar más esta sociedad proclaman algo que en los hechos refleja todo lo contrario. El que no piensa como yo es mi enemigo y así es como el lenguaje cotidiano se va impregnando de una retórica bélica. Desde ambas “trincheras” –agro y Gobierno– cruzaron munición gruesa durante 129 días y en esa absurda contienda los únicos que cayeron malheridos fueron los que no estaban ni en uno ni en otro lado. El autismo de los dirigentes los llevó a considerar
que “los otros” eran meros espectadores de sus decisiones. Muy pocos estuvieron a la altura de la discusión, digo los que construyeron sin especular, los que apuntaron a superar la coyuntura y ver bastante más allá de su banca o su hectárea de soja.

Una siembra sin cosecha. La desgastante pelea campo-Cristina no nos hizo crecer ni un poco, por más que se diga que se puso en debate el postergado tema del agro. Servirá en todo caso para que la Presidenta baraje y dé de nuevo oxigenando su viciado gabinete. Si discutir el porcentaje de las retenciones móviles nos llevó a una interminable puja legislativa calificada de “histórica” en los floridos discursos de los legisladores, qué nos queda entonces para el día en que se decidan a debatir en serio una auténtica política agropecuaria para esta Argentina cada día más dividida. Todo se salió de madre y salvo para los que se apasionan con la ingeniería política que late en este entuerto, muy poco es lo queda en el haber de los que estaban fuera de este Boca-River de las retenciones.
A los que se erigieron como los nuevos próceres del Billiken siglo XXI debemos agradecerles, por ejemplo, el enfriamiento de la economía, la inflación en alza, el corte de la cadena de pagos, la caída de la popularidad de la Presidenta, y hasta la desconfianza de otras naciones.
En este río revuelto fueron muy pocos los pescadores beneficiados. Recién vamos a creer que esta pulseada tuvo algún valor cuando no haya un solo peón en negro, cuando los grandes productores del campo no deban ingresos brutos, cuando no tengan negocios con los mismos que se pelean en los programas políticos, cuando los legisladores que levantan la mano no sean premiados con ATN, cuando expliquen de dónde salió la plata para pagar carpas con plasmas y cortinas, cuando se sepa quién banca a todos los que llenaron cuanto acto pro K o anti K hubo en los últimos meses.

Fuera del rebaño. Mientras tanto, los que no estuvimos ni en una plaza ni en la otra sentimos que ninguno de ellos nos representó. Sin embargo siguen hablando en nombre nuestro y si tenemos el tupé de cuestionarlos corremos el riesgo de que nos calcen la camiseta de golpistas, antidemocráticos, gorilas, prokirchneristas, antipueblo y otras variantes de la descalificación al que piensa distinto. Ese es el quid de la cuestión: pensar. Ni siquiera distinto. Pensar. No dejarse llevar de las narices por el sánguche y la Coca, no ser presa de la “obediencia debida política”, seguir a los falsos mesías a cambio de un lugar en la estampita.
Pensar, claro, tiene su precio. En algunos casos equivale a ser defenestrados en público y en otros a limitarse a observar el descalabro sin poder modificar nada.
Estar comprometidos con el país no significa hacer número en cada marcha o negociar la dignidad por un Plan Trabajar. Significa que cada uno haga lo mejor posible lo suyo, con honestidad y convicción.
Como dijo el vicepresidente Cobos en una de sus frases antológicas del jueves, la historia será quien nos juzgue. No el campo. No el Gobierno nacional.
Ya sea por el afán de síntesis o por la búsqueda del impacto, los periodistas rara vez nos detenemos a pensar que detrás de las frías estadísticas de los accidentes viales hubo una historia, una vida. La había en el caso de Vanesa Acevedo (18), quien murió atropellada cuando iba con su bebé en brazos a comprar algo para la cena. También en el de Estefanía Puentes (16), arrollada mientras caminaba por la orilla del carril Godoy Cruz. O en el de Juan Gómez (24), cuya moto quedó bajo una camioneta.
Una muestra de que las cifras no nos hacen reaccionar es que a pesar de que en 2007 hubo 423 mendocinos caídos en esa absurda guerra de volantes, al momento de escribir estas palabras el 2008 ya acumula 145 muertos. Números que lejos de detenerse se disparan tan veloces como los canallas que dejaron abandonados a Vanesa, a Estefanía y a Juan.

Dales un arma y te (o se) matarán. Una sola vuelta por el centro o los ingresos a la ciudad alcanza y sobra para confirmar lo mal que se maneja, la enorme cantidad de imprudentes que zigzaguean temerariamente, que no ponen el guiñe, que van hablando por celular como si estuvieran en el café, que pasan en rojo como el más inocente de los daltónicos, o que frenan sobre la senda peatonal y encima insultan si se los mira desafiantes reclamando lo que es un derecho del peatón. Suicidas que obligan a los demás a un bienvenido manejo preventivo para evitar males mayores.
Vale preguntarse por qué se les entrega el carnet de conducir con tanta facilidad y se lo usa con tanta irresponsabilidad. Es como darles un arma, aunque la metáfora suene exagerada. La Ley de Tránsito que impone una licencia por puntos busca ponerles límites a esos imprudentes. Sin embargo habrá que esperar seis meses más para que entre en vigencia y ver si acusan recibo. Mientras tanto, hacen falta más controles en las rutas, más conitos naranja recordándonos que el cinturón debe estar rodeándonos y que la aguja no debe marcar más de lo que nos advierten los carteles.

Educar la conciencia. Como tantos aspectos en rojo que acumula la Argentina, la educación vial no es la excepción. A pesar de las campañas del estilo "Si tomás no manejés", seguimos llorando las muertes de pibes que vuelven del boliche con el suficiente alcohol como para no ver quién viene enfrente y mucho menos intuir el previsible final.
Las aulas son un ámbito ideal para debatir estos temas. Se sabe que las prohibiciones nunca logran buenos resultados, por eso recordarles cómo funciona lo de elegir un conductor responsable o ayudarles a pensar en el cuidado propio y ajeno es más simple y efectivo para generar conciencia que lamentar más chicos malogrados por la imprudencia. Algo tan elemental como valorar la vida no figura en ningún plan de estudios, pero dónde está escrito que no puede hablarse del tema hasta en la hora de Matemática.
Hablar, por ejemplo, de que el 8 de octubre de 2006, cuando volvían de un viaje solidario a una escuela rural del Chaco, 9 alumnos y una docente del colegio Ecos murieron al chocar el micro en el que viajaban con un camión cuyo chofer manejaba alcoholizado. Conmovido por esa tragedia, un histórico referente del rock como Luis Alberto Spinetta se puso a la cabeza de la campaña "Conduciendo a conciencia" para que se convierta en ley la educación vial desde la primaria en todas las escuelas. El músico reúne firmas en cada concierto y entre tema y tema se permite recordarles a sus fans el respeto por las normas de tránsito y, sobre todo, por la vida. En homenaje a esos chicos fue instituido el 8 de octubre como Día Nacional del Estudiante Solidario.

Los que esperan.
La lección pareciera ser simple: todos, desde el pequeño o amplio espacio con que contemos, podemos contribuir a lanzar un llamado de atención sobre el tema, a parar este suicidio sobre ruedas.
Uno de los más recordados eslóganes preventivos, aquel de "No corras, te esperamos", nos recuerda que no somos sólo cada uno de nosotros detrás del volante. Ese alguien que nos espera es una buena excusa para bajar la velocidad y llegar, aunque sea más tarde, a destino. En ese acelerador moderado se encuentra ni más ni menos que la abismal diferencia entre la risa y el llanto.
Atarlo con alambre no es lo mismo que darse maña para arreglar o solucionar algo. Eso es de chapuceros, de torpes con iniciativa. La verdad es que no todos nacimos con habilidades para las tareas domésticas ni tenemos el mínimo talento para resolver cuestiones que a priori parecen fáciles de resolver.
Componer lo descompuesto incluye contar con una cuota importante de paciencia; sea pegar ese florero de porcelana que voló de un pelotazo o cambiar el cuerito de la canilla para terminar con su monótono goteo.
Para quienes no hemos sido dotados con ninguna de estas virtudes prácticas, siempre quedará la posibilidad -mejor dicho, el auxilio- de los que saben. De lo contrario, lo barato saldrá caro y encima nos ganaremos el inevitable reproche familiar. Pasado en limpio, zapatero a tus zapatos y que el mundo siga girando gracias a los que hacen lo que uno no puede.
Llame ya. Los oficios, esa imprescindible división del trabajo, vienen a dar respuesta a aquello en lo que nosotros hacemos agua. Y no me refiero sólo a los plomeros. En estas épocas en que el yugo diario se lleva buena parte de nuestras energías y tiempo libre, los electricistas, gasistas, pintores, mecánicos, gomeros y cerrajeros superan la categoría de necesarios y se transforman casi en una tercera mano o un amigo de la casa.
Cuando uno creía que esas profesiones se iban perdiendo ante el avance de la hiperespecialización, irrumpieron esas modestas revistas de clasificados que pululan por los barrios y terminaron transformándose en tan prácticas y vitales como la guía de teléfonos o el imán del delivery.
Un simple llamado basta para que aparezcan en medio del caos doméstico con el mismo oportunismo que un tronco para el náufrago. Así también se hacen valer. Nuestra inutilidad cuesta cara y ellos, con el olfato de un animal de presa, no las hacen pagar. Por lo tanto, poniendo estaba la gansa.
Heredarás tu arte. En la década del '90 las escuelas técnicas apenas subsistieron, convirtiéndose en la Cenicienta de la educación argentina. Esto, que respondía sin dudas a un modelo de país cuyos resultados están a la vista, menguó la formación de muchos oficios tradicionales. Lo único que operó como factor de resistencia fueron los mandatos familiares. Es decir, hijos que aprendían el quehacer de padres y abuelos y de esa manera garantizaban la continuidad laboral y el plato de comida. "Así es como debe ser, porque ninguno de nosotros nació en cuna de seda, y cada hombre honrado debe aprender sus oficios terrestres, y cuanto antes mejor, para ser independiente en la vida y ganarse el pan que lleva a la boca, como nosotros mismos debemos ganarlo", escribió en Los oficios terrestres alguien que conocía el suyo como pocos: Rodolfo Walsh.
Más complicado es el panorama de aquellas labores más cercanas al arte que a la fría precisión de la técnica. Restaurar una muñeca antigua, afinar un piano, acondicionar un auto clásico, transcribir partituras, pulir piedras preciosas, no son moco'e pavo. Hay que tener un talento especial para esos menesteres. Imaginen cualquiera de esas tareas en manos torpes. El inspector Clousot o el Súper Agente 86 serían prolijos al lado de nosotros.
Partes del todo.
¿Qué tienen en común un buzo, un minero, un veterinario, un marinero y un periodista? Se supone que una pasión y una habilidad elementales para desarrollar su profesión dignamente y con los mejores resultados posibles. El oficio que elegimos, o nos tocó en suerte, condiciona nuestra concepción acerca del mundo y todo lo que se mueve en él. Un sepulturero y un partero, por caso, muestran distintas caras de un mismo rostro humano. Todos los oficios son esenciales para armar el puzzle de la vida misma.
Tributo. Ya sea por reconocimiento a esas nobles labores o simple gusto por el azar, no faltan quienes antes que evocarlos en una columna prefieren homenajearlos jugándole un numerito a la quiniela. Así, sus pesos pueden ir tanto al peluquero (27) o al albañil (56) como al dentista (37), al lechero (10) o al colectivero (25), por mencionar sólo un puñado de laburantes. Ganando o perdiendo, ellos igual nos ayudan a sobrellevar nuestras limitaciones y, por qué no, a vivir un poco mejor.
Después de mucho tiempo vuelvo a ver la foto más emblemática del Mundial ’78: “El abrazo del alma”, del fotógrafo de El Gráfico Ricardo Alfieri. En ella, Víctor Dell’Aquila, 23 años por entonces, observa cómo Tarantini y Fillol se abrazan arrodillados tras derrotar a la temible Naranja Mecánica holandesa. Al lado, con sus mangas vacías colgando, él intenta estrecharlos con el fantasma de sus brazos perdidos en un accidente.
La imagen me despertó otras tantas de aquel junio inolvidable por demasiadas razones. Han pasado 30 años ya y los recuerdos se amontonan en el área de la memoria como si alguien les fuera a patear un córner.
Creo que fue en ese invierno mundialista donde nació mi vocación periodística. Veo allí pistas de lo que vendría. Aún conservo los suplementos deportivos que coleccionaba día a día. Llevaba estadísticas, estudiaba el fixture, recortaba fotos y no me perdía ningún partido que dieran en el tele blanco y negro. En la escuela no se hablaba de otra cosa y cuando jugábamos un picado en el patio nuestros héroes locales eran remplazados por jugadores a los que ni siquiera sabíamos pronunciar. Todavía hoy escucho la pegadiza musiquita del Mundial y no puedo evitar sentir algo especial. Tanto como ver ese gauchito infantil que simbolizaba la supuesta argentinidad y que todos pegábamos en los vidrios del auto, cuadernos, vidrieras, como para recordarnos todo el tiempo en qué país estábamos. Fueron 25 días de junio donde la aceitada maquinaria propagandística de Videla y compañía no dio tregua. Salir de esa cápsula futbolera era tan difícil como recitar de corrido la formación de Polonia.

Detrás de las tribunas

Recuerdo claramente las postales que venían en la Para Ti que solía comprar mi madre. Con el lema “Argentina toda la verdad” e imágenes de niños caminando entre pacíficas palomas, esa revista nos invitaba a enviarlas a medios del extranjero para refutar la “campaña antiArgentina”. Había que decirle al mundo cuán “derechos y humanos” éramos. Tuvieron que pasar unos años para que, con el retorno de la democracia, empezara a salir a la luz la contracara de aquel idílico Mundial de mi infancia. Ahora, el álbum de la verdad debía completarse con otras figuritas.
Sabría, sabríamos, que mientras gritábamos los goles de Kempes o Luque, a pocas cuadras de allí existían centros clandestinos de detención donde se torturaba y desaparecía a argentinos sin distinción de camisetas.
Sabríamos (aunque muchos ya lo sabían y miraban para otro lado) que la dictadura se había servido de los medios para tapar lo que pasaba más allá de las tribunas y que la fiesta, con la lluvia de papelitos del inefable Clemente (otro momento que esperaba ansioso en mi Noblex 20”), no hacía más que distraernos de uno de los momentos más negros de la historia argentina.

¿Fiesta o vergüenza de todos?

Tres décadas después, con la frialdad que habilita la distancia, es posible revisitar ese episodio deportivo sin la ceguera de la pasión intrínseca del fútbol. Mientras más nos alejamos de aquel partidazo en el Monumental más sale a flote lo que tapó el Mundial en esos turbulentos día.
El equívoco se produce cuando se cae en generalizaciones. No todos los que salimos a las calles a festejar el triunfo argentino fuimos cómplices de los genocidas; la gran mayoría desconocía lo que realmente pasaba con el tema desaparecidos. Claudio Tamburrini, el ex arquero y militante que estuvo detenido en esos años (ver Crónica de una fuga) considera que “fue un festejo deportivo. Nadie gritaba ¡Viva Videla!”. En la vereda de enfrente, Pablo Llanto, en su libro La vergüenza de todos sostiene que “el Mundial ’78 aparece como el primer símbolo de aprobación masiva a la dictadura. Videla recibió seis veces el aplauso de las multitudes en estadios repletos”.
Con mis 12 años era casi imposible saber lo que con el tiempo esta profesión me ayudaría a entender, a profundizar, a poner en su justa medida. Al igual que el poeta español Luis García Montero pienso que “el fútbol no es cuestión de vida o muerte. Es, si acaso, una tormenta en un vaso de agua. Pero me ha quitado muchas veces la sed”. A mí también. Por suerte, lo que no me quitó fue la memoria.
¿Se puede escribir de otra cosa que no sea del incansable tira y afloja entre la obstinada Cristina y el testarudo campo? ¿Se puede sin que se lo acuse a uno de marciano o apátrida? ¿O lo tilden de gorila o golpista, como sueltan a cada rato quienes no aceptan la más mínima disidencia con el modelo K? Se puede. Y se debe. La Argentina, como sabe hasta Barack Obama, son muchas Argentinas. Se puede, por ejemplo, hablar de aquello que quedó en segundo plano, detrás de las bravuconadas de D’Elía, de la omnipotencia de los que cortan rutas y de la falta de leche, harina, aceite y, especialmente, cordura.
Son aquellos temas que, como el avión que llega a destino, para muchos no son noticia pero forman parte de esa reserva (¿moral?) que sostiene este “país rasti” al que cada uno arma según le place o le conviene.
Frente a los miles de centímetros que se llevaron la Plaza del Sí, la Mesa de Enlace y Lilita pidiendo que recemos, el reparto de las informaciones “extra conflicto” fue tan magro como el índice de fe. Estado de situación que el Observatorio de Medios no detectó por estar más atento a que la figura presidencial no sea mancillada con supuestos y arteros gorilismos.
Página más página menos, hay demasiados protagonistas anónimos, “argentinos y argentinas” (como gusta llamarlos la señora Fernández), que la reman a diario y sin embargo tienen menos prensa que los desmemoriados sojeros. Ellos también son carne de información.
Stop a la muerte. En San Rafael, un grupo de chicos y chicas cansados de ver a los de su edad morir en absurdos accidentes de tránsito (Mendoza es la tercera provincia con más muertos por esa causa) decidieron salir a la calle con una campaña de concientización vial. Un auto destruido luciendo el cartel “Tomá conciencia” y el reparto de folletos con consejos básicos les sirven para llamar la atención de quienes transitan a los piques por calles y rutas sureñas.
Ver más allá. Diez estudiantes ciegos recibieron notebooks parlantes para que puedan estudiar sin quedar al margen de los avances tecnológicos y a la vez facilitarles su formación. La Comuna de Rivadavia invirtió U$S25.000 para equipar a estos alumnos, que ahora navegarán por internet como cualquier hijo de vecino.
Ojo al hilo. Tejedoras e hilanderas rurales de todo el país cruzaron agujas hace unos días en Malargüe. Además de compartir experiencias, mates y puntos, plantearon la necesidad de enhebrar una red nacional para luego darle forma a una cooperativa y así poder mejorar la venta de sus productos. Garantizarse que ese oficio ancestral se les transforme de una vez por todas en trabajo rentable.
Para imitar. Otra muestra de que en los colegios no sólo se producen quema de bancos, robos de computadoras o roturas de calefactores es lo hecho por los alumnos de 3º 1ª de la escuela Mercedes A. de Segura, de San Rafael. Por diseñar novedosos materiales didácticos para niños y adolescentes autistas, como reconocimiento fueron invitados al II Encuentro de Escuelas Solidarias del Mercosur. Además de elogios recibieron una mención de honor y el impulso para extender su ejemplar tarea.
Distraídos con suerte. Es cierto que aquello que se repite pierde efecto, por lo tanto es “menos” noticia. Sin embargo, ante la publicitada pérdida de valores aquellos que encuentran dinero y lo devuelven no dejan de ocupar espacio en los medios. Esta vez al podio de los honestos subieron el dueño de un bar de San Martín y su empleado. Devolvieron $37.000 que había olvidado un trabajador de una compañía de seguros. Por el papelón del desmemoriado, la firma premió a los que no se quedaron con lo que no era suyo.
Los mejores pilotos. ¿Será casualidad que en la mayoría de estas historias los protagonistas sean jóvenes? Un dato que periodistas, funcionarios y docentes deberíamos manejar con mayor visión de futuro. Aunque queda claro que no lograrán opacar titulares como “Colectiveros cobran más que docentes, policías y médicos”, “Por año cada legislador dispone de $43.000 para viajes y personal” o “Se roban $200.000 de una joyería de San Martín”, de a poco ellos van llenando butacas en ese avión de las buenas noticias que por cierto aún nos pasa demasiado alto.
En estos días en que tanto se habló de Charly García, nunca más oportuno que citarlo en unos más bellos temas, Desarma y sangra, donde concluye que “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Lo pienso a propósito de ese oficio que, como muchos, jamás se termina de aprender del todo. Hablo de ser padre. Hasta un punto ser hijo era bastante más fácil. Consistía en dejarse llevar de la mano por ese adulto que tenía nuestro mismo apellido y quizás hasta algunos rasgos físicos parecidos. Él era el capitán y uno el marinero que le seguía el paso. La responsabilidad de administrar esas laxas categorías de “lo malo” y “lo bueno”, de manipular hábilmente los grises, estaba en manos de ese señor que parecía haber nacido viejo, que rara vez entendía nuestro argot, ese peinado, aquella ropa, estos caprichos. El mismo que no tenía tiempo para compartir juegos o leernos un cuento a la hora de dormir. Él, entenderíamos recién de grandes, pertenecía a una generación donde los padres no tenían tiempo para esas “mariconadas” o nunca habían aprendido los rituales del afecto, el sutil mecanismo de las demostraciones. Había que levantarse muy temprano para ir a ganar el pan. No quedaba margen para jugar o soñar con un futuro entre libros, mucho menos para las manifestaciones del corazón.

Lecciones te da la vida
Ya de grandes, y puestos a cumplir el rol de padres, todos tratamos de ser una versión mejorada del propio. No es casual que en literatura se hable de “parricidio” para marcar el quiebre con lo que hubo antes, con determinada generación o ciertos autores que dejaron su impronta. “Matar al padre” era y es, sin recurrir a la psicología barata, marcar el espacio propio, hacerse escuchar, buscar el idioma de uno. Pararse frente al mundo y decir: “Aquí estoy; soy esto”. Aunque después, lecciones que da la sabia vida, volvamos a las fuentes, valoremos lo que despreciamos con ínfulas de esclarecidos. Veamos –por fin– al padre que no vimos.
En ese juego de postas, uno apunta a ser mejor papá sin que eso necesariamente signifique que cuestionemos o denostemos el nuestro. Y lo hacemos en un gesto antes intuitivo que racional. Nadie traza un plan para conciliar con destreza la autoridad, el amor y la responsabilidad. La paternidad se cocina sin saber si nos pasamos con algunos ingredientes; en todo caso, la expectativa invariable es que el resultado final deje un sabor agradable en el alma, casi tanto como “esa” comida de la vieja que nadie podrá imitar.

Las mejores pantuflas
Pasó otro Día del Padre y aunque se insista en el lugar común de que no hace falta una fecha fija para agasajarlo, no está de más habernos valido de esa excusa comercial para comernos un asado con el viejo, decirle cuánto lo queremos y, de paso, vernos en el incómodo espejo de sus canas y sus arrugas.
Otros, que lamentablemente ya no lo tienen, lo volvieron a recordar con esa extraña virtud que posee la memoria de seleccionar los buenos momentos arrumbando en el baúl más lejano los malos; esos que anudan la garganta, que dejan una molesta cicatriz.
La mayoría priorizamos por sobre los obsequios del festejo, la demostración afectiva. Pero reconozcamos que nos volvió el niño que también llevamos dentro cuando abrimos el regalo dominguero. Qué importa si fueron unas pantuflas y no un libro de Kawabata, o una afeitadora y no un disco de Caetano Veloso. Siempre será más entrañable ese corazón de cartulina recortado y decorado en la escuela, con el “Feliz día papá” escrito con plasticola de colores. Souvenir que, como marca la tradición, quedará perdido en los cajones para que años después al encontrarlo por casualidad se nos piante un lagrimón.

Ramas de un mismo árbol
Último eslabón de la cadena y patriarca a la cabecera de la mesa familiar, el abuelo (o el Nono, o el Tata), síntesis de sabiduría o simple portador del apellido y la saga familiar, se erige como la primera y última rama del árbol genealógico. En él se resume esto que somos, este padre que se obstina en no tomar forma definitiva. Lo cual, pensamos, no está nada mal, si no nuestra vida sería muy previsible. Tanto como enseñarles a mis hijos que “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Si lo sabrá Charly.
Con la energía que gastan cientos, miles, de personas en joderles la vida a los demás se podría mover las turbinas de Yacyretá, enderezar la torre de Pisa o empujarlo a Aguilar para que abandone de una buena vez la presidencia de River.
Cada día, entre cinco mil y seis mil de esos malentretenidos no tienen mejor idea que llamar en broma al 911, ese número que por yanqui que nos suene debería ser nuestra salvación ante la incansable industria del delito.
Estos émulos de "una jodita para Tinelli" siguen impunes porque aunque está contemplado, no se aplica el Código de Faltas. El martes, el ministro de Seguridad empezó a mover el avispero para que estos pavotes no se la lleven de arriba. De cumplirse la norma, deberían recibir un castigo de hasta 30 días de arresto y $1.000 de multa.
Para que el escarmiento sea aún más ejemplificador sería preferible que se los condene a realizar trabajos comunitarios. Sugerimos algunos: limpiar acequias, pintar escuelas, barrer veredas, cuidar e higienizar ancianos, podar árboles, colaborar en hospitales y comedores comunitarios.
Otro caso del búmeran que vuelve, es decir desaprovechar o destruir un servicio público gratuito, se da con aquellos que apedrean las ambulancias o agreden a sus conductores cuando ingresan a los mentados "barrios bravos" con el único fin de asistir a alguien que lo necesita. Los demagogos que hacen campaña subrayando la marginación (real) de estos sectores, ¿les plantearán alguna vez con la misma verba encendida que con actos así son ellos mismos quienes se segregan?

Los sátrapas dejan huella
Hace unos días, el Gobierno provincial colocó señales táctiles en las paradas de micros de la plaza Independencia para que los ciegos cuenten con información sobre transporte. Los videntes piolas no demoraron en dejar impresas allí bonitas piezas poéticas como "Lepra puta", "HLH tira flecha", "Tomba" y otras un tanto crípticas.
Los vándalos, secta creciente que no descansa ni domingos ni feriados, tienen un amplio menú de ámbitos para atacar, con especial atracción por paredes de escuelas, centros de salud, vidrieras, y su gran debilidad: las señales viales.
Quemar y robar colegios, pintarrajearlos o defecarlos antes de huir se ha convertido en una práctica delictiva que ya es figurita repetida en la sección policiales.
Pasando al capítulo graffiti, éste no sólo incluye las consabidas arengas futboleras o los mensajes de Romeos enamorados o arrepentidos. Los estudiantes que reclaman el medio boleto, por ejemplo, no tuvieron mejor idea que "pedirlo" pintando una de las columnas del puente construido para agilizar el ingreso a la ciudad.
Cada una de estas sandeces tiene además un costo económico. Por daños a las señales de tránsito en calles y rutas en lo que va del año se llevan gastados (llevamos gastados) cerca de $300 mil. Ni pensemos cuántas cosas se podrían haber hecho con el dinero malgastado culpa de estos sátrapas.

Serios en serio
Como sagas de ese culebrón intitulado Jodiéndoles la vida a los demás, podemos sumar a algunos especímenes que atienden en las estaciones de servicio, quienes aprovechándose de la falta de combustible negocian con los sufridos clientes zafar del cupo de $30 a cambio de un "plus" de $10 o ¡una gaseosa! De cuarta.
Tampoco nos olvidemos de los trabajadores de la salud que, amparados en su legítimo derecho de reclamar, vienen afectando la atención de los sectores más castigados de la sociedad, eternos rehenes de cuanto pataleo salarial estatal ande dando vueltas. Esto, sin contar el caos de tránsito que generan cuando cortan las calles.
Alejandro Carrió, autor de Digamos basta, si queremos ser serios en serio, considera que "a los argentinos no nos parece tan grave violar la ley, y si hay algo que queremos evitar a toda costa es que nos endilguen el mote de tontos. La avivada cuenta con un ranking elevado en nuestro esquema de valores".
Casos como el de Leonel Martín Crescitelli, el pibe de 10 años que devolvió una billetera repleta de dólares, confirman que los "tontos" también pueden ser noticia. Por suerte, hay muchos Leoneles enderezando la nave. Muchos más que los cinco mil o seis mil marcando graciosamente el 911.
Está bien que la tecnología se haya metido en nuestras vidas como esas plantas trepadoras que conquistan todo a su paso, pero llegar al punto de tener que hablar con las máquinas ya es como mucho, ¿no? Y eso que no estamos en el 2155, volviendo al futuro como el excéntrico profesor Emmett Brown. 2008, Argentina, y gracias. Lo cierto es que cada vez es más difícil hacer un reclamo ante un ser humano que ponga la oreja y no responda como autómata con frases hechas que no sólo no nos resuelven nada sino que además nos dejan más calientes que hinchas de Racing.
En caso de lograr dar con el señor o señorita que aparece del otro lado –después de esperar con esa insoportable musiquita de fondo–, se limitan a derivarnos siempre a otro interno (¿somos tan tontos que nunca marcamos el que corresponde?). A cambio recibirán, con su mejor y edulcorado tonito, toda clase de insultos sin inmutarse. Ojo: no nos extrañe que en cualquier momento saquen su De Angeli contenido y nos manden al mismísimo Bush.
Una situación similar vivieron, entre tantos, dos jubilados que podrían ser sus padres pero resulta que son los míos. Más de una vez, ellos recibieron su boleta de Telefónica con llamadas a celulares que no habían realizado. Imaginen a dos personas grandes llevadas por una voz grabada a pasear por esa especie de oca del “marque tal” y “ahora marque cual”.
Tan agotador y kafkiano resultó el proceso que finalmente terminaron pagando por temor a que les cortaran esa vía de comunicación más que prioritaria para los de su edad.
No sería ilógico suponer que quienes deben auditar el (mal) trato a los clientes nos respondan sin ponerse colorados: “Disculpen, en este momento no los puedo atender. Intenten más tarde”.

Tu tu tu tu tu tu
Los gratuitos 0-800, que en muchos casos cumplen un servicio esencial, son otra muestra de esa conflictiva pulseada entre el hombre y la máquina; en especial aquellos destinados a los reclamos. Prueben si no denunciar al micro que los encerró o a su paso dejó más humo que los pastizales quemados en Buenos Aires, o intenten con el de los municipios, donde se reciben (o deberían) denuncias, consultas y pedidos de servicios. La respuesta será el incansable tono de ocupado retumbando cual bombo del Tula.
En cambio, si llaman al de una mayonesa, un dentífrico o un champú, serán atendidos con todo gusto y hasta puede que les envíen una muestra gratis a su casa.
En su mayoría, estos números vienen a crear la ilusión de que hay más posibilidades de atención cuando en “la vida real” resultan todo lo contrario. Sería de necios negar los beneficios que aportan las nuevas tecnologías, sin embargo cuando éstas “se interponen entre el sujeto y el mundo, y cuando su presencia es tan abrumadora, algo va mal”, nos alerta Roman Gubern, catedrático de la Universidad de Barcelona.
Otro especialista en comunicación, Henoch Aguiar, completa el concepto: “Las tecnologías no nos comunican ni mejor ni peor, sólo las personas decidimos hacerlo”. El problema, digo, es cuando esas personas no somos nosotros y con su desidia e ineficiencia nos complican el básico ida y vuelta.

A nosotros sí
En esta falsa disyuntiva de hombres versus máquinas se da un contrasentido. Mientras a nosotros nos cuesta sangre, sudor y lágrimas lograr que alguien nos escuche en la otra punta del cable, a ellos les resulta demasiado fácil. Sólo tienen que marcar nuestro número. Y cuando nos encuentran, no es para darnos respuestas sino para vendernos desde banda ancha hasta seguros de vida, celulares, tarjetas de crédito, tiempo compartido, planes de ahorro y todo aquello que, por lo general, no nos hace ninguna falta. Es entonces cuando degustamos el plato frío de la venganza: no aceptamos que hilen más de tres oraciones, no respondemos las consultas, rechazamos la oferta y les cortamos con una placentera sensación de justicia.
Sin embargo, ni reímos últimos ni reímos mejor. Nos quedamos añorando aquellos lejanos días de la infancia cuando nos bastaban dos tarritos unidos por un hilo para saber qué pensaba el otro.
Domingo a la tarde. Un hombre se acerca al informador turístico de la Terminal del Sol y pide un folleto de San Rafael. La chica, no más de 18, piercing en la ceja y chicle en la boca, le dice que cree que no le queda. Se fija y efectivamente no le queda. “Pregunte en la oficina de San Rafael”, sugiere. El hombre, sin perder la calma, le dice que ya estuvo ahí y no tienen. Cambia de planes. Le pide uno de la provincia de Mendoza. Tampoco hay. Contrariado, se pierde en los pasillos de la transitada estación.
Ante esta situación, de la que fui testigo, cabe preguntarse cuánto deberá pasar para que nos hagamos cargo de que somos una provincia turística. Estatus al que accedimos tras la caída de De la Rúa, el “1 a 1” y demás capítulos negros.
Las generosas diferencias de cambio a favor de los chilenos abrió un nuevo e impensado escenario económico de este lado de la cordillera. Desde entonces, son cientos los comercios y puestos de trabajo que se generaron gracias a este bienvenido filón. Así y todo, aún cuesta que nos pongamos el traje de anfitriones.
Si bien el Aconcagua era un imán constante que atraía a viajeros del mundo entero, todo parecía limitarse al Coloso de América, por lo que quedaba escaso margen para movilizar otras áreas, salvo la gastronómica o la hotelera.
Hoy Mendoza cuenta con un flujo casi constante de turistas y ya no sólo gracias a la magnética Vendimia. Razón más que suficiente para que todos, tengamos o no que ver con el negocio del turismo, colaboremos para que el visitante la pase bien y vuelva. Y sobre todo, que de regreso a sus pagos hable maravillas de su paso por la tierra de Quino. El boca a boca suele ser más efectivo que ciertas campañas publicitarias.

Los espejos y las vidrieras
Cada vez que en un café se comenta este tema salta a la mesa el ejemplo de los cordobeses. Que tratan bien al turista, que saben cómo hacer para que regrese, que aprovechan hasta la última piedra para venderla como atractivo, que invierten permanentemente, que lo saben parte de su idiosincrasia y no como un accidente de la economía. Un espejo cercano y en el que no se miran quienes tendrían que mirarse. Es cierto que la provincia participa con más frecuencia en ferias y fiestas nacionales e internacionales, vidrieras claves para consolidar el rubro, pero queda mucho territorio por abonar y es ahí donde cada mendocino debería imbuirse de ese “espíritu cordobés”.
Hace unos días el propio gobernador Jaque integró una comitiva argentina que participó en la famosa London Wine y que incluía nada menos que a treinta bodegas de Mendoza. Es de esperar que nuestro mandatario haya aprovechado el periplo para tender lazos con organismos, agencias y empresas que en el futuro nos marquen en sus hojas de ruta.

Misiones
Muestra de que cuesta encontrarle la vuelta al rol de “embajadora” de la provincia a la Reina de la Vendimia es que en lugar de acompañar a don Celso a Inglaterra dedica –al igual que su virreina– parte de su tiempo a juntar ropa para los más necesitados. Está bien que quieran demostrar que no son “sólo una cara bonita” pero tampoco olviden que obtuvieron su actual rango tras una elección de belleza, no de solidaridad. Su rol no es colaborar con Cáritas, su misión es aportar en la difusión de los distintos atractivos que ofrece esta provincia, yendo a la mayor cantidad de ferias y fiestas en el país y en el mundo. La Vendimia, más allá de la celebración popular, debe funcionar como el mejor marketing turístico.
Este año se volvió a perder la posibilidad de mostrarnos en esa magnífica ventana que es la Feria Internacional del Libro, donde no sólo se podía ofrecer un pantallazo de la producción literaria local sino también aprovechar para mostrar otras manifestaciones culturales, entre ellas, claro, el turismo. Como para cumplir, se envió un puñado de libros, se hizo el acto oficial de rigor y ya está, nos vemos en el 2009. Cumplimos.
El turismo, por si algún distraído aún no se enteró, alimenta cada día más bocas mendocinas. ¿No tendría que ser considerada entonces una política de Estado? Con la actual gestión justicialista, Turismo cayó de rango: de ministerio a secretaría. Lamentablemente, a veces políticos y ciudadanos vemos la realidad por distintos canales. Así nos va.
Hay otras escuelas aparte de la de la calle o la de la vida. La del “hogar dulce hogar” es una de las primeras y fundamentales. Lo que se aprende en esos años fundacionales es lo que quedará grabado a fuego, lo que nos acompañará como alas o mochila para el resto de la vida. Allí se moldea con mayor o menor pulso el hombre o mujer que seremos. En manos de los padres, se cincelan –o deberían– los trazos básicos de ese adulto que nos esperará unas cuantas cuadras más adelante. Verdad de Perogrullo, el resto del camino dependerá de cada uno. El ser humano, entonces, como un work in progress (trabajo en progreso) que debe ir completándose en su relación con los demás.
Todo este introito para preguntarme/les si es una antigüedad preservar lo que nos enseñaron como “buenos modales”, si es demodé ser educado, guardar ciertas formas, pensar que no somos los únicos y que lo que hacemos o dejamos de hacer –siempre– tiene su efecto en los demás. Hasta la frase “don de gentes” hoy suena antidiluviana, pero eso no quiere decir que dé lo mismo. A mí no me da lo mismo. Me molesta sobremanera cuando ciertas normas de urbanidad y hasta de caballerosidad se omiten ex profeso, como si hubieran caído en desuso al igual que un disco de pasta o una fugaz estrellita de tevé.
No me da lo mismo los que atienden el teléfono con un lacónico “sí” (¿Sí, qué?, suelo contestarles con mi peor otro yo). No pido ya el viejo y querido “buen día”; me conformo al menos con un mínimo “hola” tan impersonal como protocolar.

Lo que está en juego

Sigo preguntando: ¿es de anacrónico o viejo choto no tutear a todo el mundo, ceder el asiento en el micro, no carajear a la maestra de los chicos, saludar a los vecinos, devolver una billetera ajena? Parece que sí; a la chica que el mes pasado devolvió $40.000 le atestaron la casilla de su teléfono con mensajes donde boluda era lo más liviano que le propinaron por haber osado ser honesta. Hoy tener códigos no paga, no tiene prensa, no es de modernos ni avispados. Ser educados es de pavotes, de nerds, de marginales aun dentro del sistema.
De eso trata en esencia un libro como No es país para viejos, obra de Corman McCarthy que sirvió de base para el multipremiado filme de los hermanos Cohen Sin lugar para los débiles. La historia en primer plano son los dos millones de dólares de una fallida venta de droga que Llewelyn Moss encontrará y que en su afán de quedárselos desatará un interminable reguero de
muertes. Pero lo que allí está en juego todo el tiempo son los códigos. En esa batalla de todos contra todos, nadie le debe fidelidad a nadie. El sheriff, especie de voz de la conciencia, es quien cavila apenado acerca de que en el mundo actual ya no hay lugar para los débiles (¿los honestos?).
“Opino que cuando todas las mentiras hayan sido contadas y olvidadas, la verdad aún seguirá estando ahí. La verdad no va de un sitio a otro y no cambia de vez en cuando. No se la puede corromper como no se puede salar la sal”, reflexiona Ed Tom Bell, el experimentado jefe policial.
Para el personaje encarnado por Tommy Lee Jones, su mundo –ese pueblo en el desierto en el que apenas se mueven personas, autos y serpientes– ciertas normas son tan elementales como un buen desayuno.

Para no ser esclavos

Ese sheriff, que se reconoce viejo y cansado pero que no resigna sus ideales, bien podría ser un docente jubilado, nuestros padres, un político de los de antes, un veterano de guerra, un pibe que devuelve algo que no le pertenece. Cualquiera de ellos debe preguntarse hoy por qué tantos de los que perdieron en el camino desde modales hasta códigos dejaron tan atrás a aquel niño al que seguramente le enseñaron lo básico para ser una persona decente, íntegra.
Si tales palabras les suenan un tanto apolilladas, dejo que Juan Manuel de Prada hable y se despida por mí: “Quizás es que soy un hombre muy poco moderno; pero declararme antimoderno es la única forma que nos resta para no ser esclavos de nuestra época”.
No sé si será la edad, la paternidad o una bienvenida sensibilidad ambiental, lo cierto es que ya no me resbalan los desmadres ecológicos, pasen éstos acá a la vuelta o en un país asiático de esos que hay que buscar con el google.
Yo era uno de los tantos que se preguntaban, cuando veía a los activistas de Greenpeace en osadas piruetas para frenar la caza indiscriminada de ballenas, movilizándose contra las papeleras, o encadenados para evitar la tala de un bosque, por qué tanto empeño en esas causas cuando aparecían como prioritarias, por caso, salvar del hambre a millones de personas, cuidar a ancianos olvidados o terminar con el trabajo infantil. Invertir tiempo, esfuerzo y dinero en humanos, antes que en animales o árboles. Error. ¿Dónde estaba escrito que una cosa suplanta a la otra? Mientras unos están parando el hachazo en el árbol o impidiendo la extinción del koala o el tatú carreta, otros solidarios integran una misión humanitaria en algún lejano poblado africano. Es decir, el objetivo es el mismo: contribuir a salvar al planeta y sus habitantes desde distintos frentes.

Semillas al aire
A quienes militan estas luchas se los suele desacreditar tildándolos de "políticamente correctos", como si sólo se tratase de bienintencionados que tienen tiempo de sobra para tales menesteres. Pues claro que esto es política, y de la buena. Hay que tener cojones para enfrentar a fuertes intereses económicos, como los que en el Norte argentino talan bosques enteros para plantar soja o en el Amazonas brasileño, principal pulmón verde de este vapuleado planeta, desforestan y talan ilegalmente. Es político dar la cara por los animales en extinción o proteger y movilizarse por los recursos naturales cuando cientos de funcionarios ambientales gastan millones de las arcas públicas en contratar a familiares y amigos (cualquier parecido con la acusada de malversación de fondos, Romina Picolotti, no es casualidad). Burócratas que no saben ni cuáles son las áreas protegidas que tienen a su cargo y que rara vez salen a la palestra para pedirles un poco de conciencia ambiental a los ignorantes que tiran botellas de plástico a los cauces, hacen asado al pie de los árboles, cazan todo lo que se mueva o van por la vida pensando que el ambiente nunca les cobrará tanta desidia. Y es político también mediatizar estos temas.
Cada acción de Greenpeace (sin dudas, la más famosa de las ONG ambientales) y de tantas otras de sus pares -a nivel local, Oikos, Cullunche y Nativa, han tenido fuerte protagonismo al expresarse contra la minería contaminante, la cacería ilegal o la explotación petrolera en Llancanello- provoca una reacción. Y no siempre positiva. La irrupción en espacios públicos y privados, muchas veces sin autorización, suele ganarse el rechazo de un sector al que una orca más o un quebracho colorado menos nunca les moverá el piso. De lo que no hay dudas es que no pasan inadvertidos. Saben que lo suyo es tirar semillas al aire confiando en que siempre habrá tierra fértil para una buena causa.
En lo que todos, sin excepción, estamos cosechando lo que sembramos es con el mentado cambio climático, que tanto le debe a la mano -negligente- del hombre. El acortamiento de la brecha entre la temperatura mínima y la máxima, el aumento de las lluvias, el efecto invernadero, el calentamiento global y el retroceso de los glaciares son muestras gratis del viva la pepa humano.

Un tema mayor
La cuestión ya no es dejarles un mundo mejor a nuestros hijos. Se trata de que nuestros hijos empiecen a vivir mejor ahora. Ahora es cuando urge respirar aire puro (lo del volcán Chaitén tomémoslo como lo que es: un "lapsus" de la naturaleza) y preservar concienzudamente el planeta para que entonces sí los que vengan no encuentren tierra rasa como en esas películas apocalípticas a las que es tan afecto Hollywood.
A riesgo de que suene a sentencia -¡y con tufillo a Paulo Coelho!-, se trata de cuidar la casa de todos. Para muchos, arrojar una pila en cualquier lado o tomar posición por el ambiente son temas menores. Eso supondría, especulo, que en los temas "mayores" estamos involucrados desde hace rato. ¿Estamos?
El Estado, figura elefantiásica y siempre sospechada de ineficiente, suele dejar agujeros negros que los ciudadanos deben cubrir por mera supervivencia o responsabilidad cívica. Digo esto a propósito de la falta de control en demasiados sectores de la sociedad, algo que sólo salta a la vista cuando ocurre una desgracia y aflora la cadena de irresponsabilidades.
Nada más elocuente para graficarlo que el caso Cromagnon, con casi 200 vidas en la conciencia de un puñado de funcionarios y particulares ineptos.
Quizás como efecto de la lección aprendida actualmente hay organizaciones civiles que auditan boliches, padres que se suman a los controles policiales para detectar pibes que manejan borrachos, músicos que juntan firmas en sus conciertos para impulsar una ley, uniones vecinales que ayudan a construir una delegación policial... Ejemplos de participación ciudadana que nacen de la necesidad misma, prescindiendo de toda tutela estatal.
Lo que deberían oír. La idea para reflexionar sobre este tema partió de un simple blog en el que una periodista del diario Crítica, de Lanata, da cuenta del calvario cotidiano que padecen porteños y bonaerenses en los medios de transporte público. Viajé para el orto -tal el explícito nombre de esa bitácora- no sólo registra lo que la autora ve diariamente, también recibe el aporte en textos y fotos de miles de maltratados pasajeros. Entrando allí, un funcionario astuto tendría un panorama más contundente de lo que pasa en calles y vías que el que le puede acercar un asesor de esos que están más pintados que un puente.
Algunos interpretarán este gesto (el de volcar la bronca en un blog) como un simple desahogo, cuando en realidad son voces de un coro que, tarde o temprano, se hará oír. Si el sector político quiere recuperar el respeto perdido, ya debería ir abriendo sus oídos a estos cantos que nada tienen de sirenas.
El cliente siempre tiene la razón. Frente al constante desmadre de los precios, los consumidores han demostrado no estar anestesiados. Así lo confirman esos tibios boicots que contribuyeron a frenar el alza de ciertos productos (el caso del tomate en 2007 es bien ilustrativo) o el ascenso de organizaciones de defensa al consumidor -como Prodelco y Adecua- que han ganado presencia, incluso mediática, por poner la lupa ahí donde rara vez el Gobierno fiscaliza como debiera. En la ausencia del Gran Hermano Estado, los argentinos comunes y corrientes van tomando la posta.
El ojo del amo. No menos cierto es que cuando los controles funcionan la maquinaria social se muestra más aceitada y eficaz. Basta observar cómo reaccionamos al ver un puesto policial en las rutas: disminuimos la velocidad, nos abrochamos el cinturón, no atendemos el celular y por poco no nos peinamos al pasar frente "a la ley". Somos, como tantas veces nos dijeron en la escuela, hijos del rigor. Para esto el General (Perón) tenía un frase igualmente cierta: "Todos los hombres son buenos, pero si los controlan son mejores".
En esa línea, no un peronista sino un radical -el intendente de Capital, Víctor Fayad- puso en práctica eso de que "el ojo del amo engorda el ganado" y dispuso manu militari sacar los tabiques en oficinas del municipio para terminar con esos guetos donde, aseguró, pululaban personajes gasallescos de mate y chusmerío y vendedores de ropa y CD truchos.
En Guaymallén, la unión vecinal del barrio Villa Barón confeccionó su propio mapa del delito para poner en evidencia dónde se vende droga o viven los delincuentes. Ahora será la Justicia y los muchachos de azul quienes deberán desactivar esa bomba de tiempo que les late al otro lado de la medianera.
Ni tanto ni tan poco. Después de todo no está nada mal que los que ponemos el voto además metamos los pies en el barro. Ya de boca de nuestros padres solíamos escuchar quejas acerca del "Estado paternalista". Ni tanto ni tampoco. En varias de las situaciones aquí descriptas el ciudadano común debió involucrarse porque no le quedaba otra.
Con 25 años de democracia ininterrumpida, lo esperable en este país ciclotímico es que tengamos la madurez suficiente para reclamar cuando corresponde pero también para hacernos cargo de ser protagonistas y no ver pasar la vida con la ñata contra el vidrio. En otras palabras, ser jueces y parte.
Bien temprano, el hombre sale a caminar por una desolada calle de Guaymallén. Típica mañana de otoño mendocino, con las imponentes montañas ahí enfrente, como escapándose de un cuadro de Fader. Se siente Will Smith en Soy leyenda, recorriendo una Nueva York abandonada donde lo que hasta ayer era un macrocéfalo shopping a cielo abierto devino un desierto de cemento y chatarra.
Piensa en esto mientras camina por indicación médica. Nada mejor para bajar los decibeles, le recomienda un galeno amigo. "Si supieras cuánta gente tiene problemas de todo tipo culpa del estrés", le cuenta mientras le advierte: menos fritos, mate, alcohol, y más ejercicios físicos. El, por su parte, apaga el quinto cigarrillo y pide otro café.
Considerada por lejos la epidemia del siglo XXI, en la Argentina el estrés tiene niveles similares a Estados Unidos y España, con 30% de la población con pelos de punta, palpitaciones, angustia, bajones.
La Organización Mundial de la Salud detectó que 3 de cada 10 personas en el mundo no pueden dominar su ansiedad y viven estresadas. Insistamos en los números: según una encuesta de Gallup para La Nación, "en Argentina, 4 de cada 10 sienten que les falta la energía, 3 de cada 10 están estresados y 2 de cada 10 dicen estar deprimidos. Mientras 27% de los hombres menciona haber padecido estrés, 36% de las mujeres declaran lo mismo".
Como el poder, el estrés tiene múltiples caras: ansiedad, depresión, taquicardia, hipertensión, fobias, pánico, alteraciones gastrointestinales, trastornos del sueño y sexuales.
Si no nos convencemos de que hay que bajar un cambio, respirar profundo y salir a la calle a otra cosa que no sea trabajar, tengamos presente que quien padece esta enfermedad es hasta tres veces más propenso a sufrir un infarto. Ergo: o paramos, o agarrate Catalina.

Sin prisa, pero sin pausa
"No sé lo que quiero, pero lo quiero ya". Una vez más una canción o un verso aislado sintetiza con mayor precisión el espíritu de la época que cientos de estadísticas o ensayos. Aquella letra de Luca Prodan exaltaba la velocidad por la velocidad misma, en una urgida búsqueda ya no sólo exclusiva de los adolescentes sino de muchos adultos víctimas del síndrome de Peter Pan. Una especie de mandato de la época donde todo hay que tenerlo en menos de treinta minutos (o gratis), como la pizza a domicilio. Si la curiosidad mató al gato, la ansiedad está matando a sus dueños.
Llegar a fin de mes, pagar el alquiler, los impuestos, superar una separación, enfrentar abogados, rendir una materia, presentarse a una entrevista de trabajo, padecer la enfermedad de un ser querido, trabajar en malas condiciones son situaciones propicias para que el hambriento estrés se reproduzca al mejor estilo gremlins, esos bichos peludos que se multiplicaban con sólo mojarse.
Por eso, no es de extrañar que el santo más popular de los últimos años sea San Expedito, el patrono de las causas urgentes.

Vísteme despacio que tengo prisa
Ya que estamos, ofrecemos al lector pasado de rosca un puñado de simples pero sabios consejos, siendo el principal y más obvio tratar de combinar el ocio con la buena alimentación. A ver, papel y lápiz (nada de computadora): respetar los ciclos de sueño-vigilia y trabajo-descanso; comer sano; hacer ejercicios con regularidad; aprender a poner límites; agendar con anticipación para evitar el apresuramiento; determinar en qué utilizar correctamente el dinero, y programar un momento del día para relajarse y meditar. O más simple: caminar tanto como Will Smith y el hombre de Guaymallén.
Caso contrario no quedará otra que ir pidiendo turno a gastroenterólogos, psicólogos, nutricionistas, profesores de educación física o terapeutas varios, quienes por estos días tienen sus agendas colapsadas gracias a estresados como usted y yo.
El apuro, ese rasgo que desconocen santiagueños y burócratas de Casa de Gobierno pero que se aprecia doblemente en bomberos y cajeros de bancos y supermercados, siempre tiene consecuencias. Más claro lo escribió el español Manuel Vicent: "Dios hizo el mundo en seis días, y se notan las prisas". Tal cual.
En los lejanos '60, esa filósofa del sentido común que es María Elena Walsh fundaba el reino del Revés, un territorio donde nada es lo que parece y todo es posible. Incluso que vuele un pez. Desde entonces, esa metáfora pasó a cobrar otro sentido, a representar para muchos lo que ha sido y es este país, donde siempre las cosas se dan de la manera contraria a lo que la lógica indica. Argentina del revés. Lo mismo un burro que un buen profesor. Biblia y calefón.
La idea, arbitraria, caprichosa, es habitarlo por un rato para otear (soñar) cómo serían ciertas situaciones de la realidad si las observáramos en su anverso. Un ejercicio con más de justicia poética que de realización concreta, pero que pretende dejar el sayo a la vista para que al que le quepa se lo calce lo antes posible.
Manos limpias. Domingo por la mañana. Buena parte de los candidatos de las últimas elecciones (Biffi, Jaque, García, Abraham, Miranda, Puga, Fugazzotto, De Marchi, Mancinelli) se juntan en el kilómetro cero, se saludan afectuosamente y parten -junto con sus partidarios- a limpiar el enchastre que dejaron en paredes, postes, árboles y puentes. A la vuelta, y tras hacer una vaquita, comparten un asado. Un brindis por la convivencia democrática sella la jornada multipartidaria.
El premio. Hasta el lunes pasado, Eugenia (22), una estudiante y empleada de un local del Shopping, tenía ahorrados apenas U$S100 dólares para comprarse un auto. Ese mismo día, un hombre olvida una bolsa con $40 mil donde trabaja la chica. Ella los encuentra y sin dudar los devuelve. De la emoción, el desmemoriado la premia con la mitad de lo recobrado. Eugenia, por fin, dejará de viajar en micro. Al otro día se compra un usado impecable.
Comprometidos. Sin que mediaran piquetes ni puebladas, ediles de todas las comunas deciden -por mayoría absoluta- trabajar incluso los sábados. Como parte de la buena nueva incorporan un revolucionario método para sondear los problemas de la comunidad: una vez por mes van a los barrios a escuchar a los vecinos. Allí son recibidos con los brazos abiertos y no pocas veces vuelven a sus casas con dulces caseros, vinos, aceitunas o empanadas.
Aseguradas. Marisa y Claudia son maestras que dan clases en Godoy Cruz. El año pasado dejaron de ir a la escuela en sus autos, hartas de encontrarlos con las ruedas pinchadas, sin estéreo, los vidrios rotos o el capot rayado. Por iniciativa propia, los alumnos se turnan para controlar que nadie se acerque. Las "seño" -y sus autos- ahora son intocables.
Manejar la vida. Antes, la noticia trágica más mediática eran los muertos de cada día en calles y rutas. Desde hace un tiempo, los medios reflejan que el 98% usa cinturón, los alcoholímetros dan negativo en 9 de cada 10 controles y gracias a los numerosos radares que incorporó la Policía Vial se redujo notablemente el exceso de velocidad. Y con ella, los muertos.
Llegó el día. José (75) es uno de los miles de mendocinos que figuran en lista de espera para ser operados. Su largo penar terminará hoy. Una decisión del ministro de Salud, bajada en carácter de urgente a todos los hospitales, puso en lista de prioridades saldar tamaña deuda. Antes se enviaron los insumos necesarios y los quirófanos fueron puestos a punto. Por un rato, la familia de Pepe deja de rezar y respira con alivio.
Allá vamos. Años atrás, encontrar un taxi en la noche era más complicado que ser feliz. Por temor, los tacheros aguzaban el ojo y sólo levantaban a clientes que no despertaran sospechas. Ahora, además de subir pasajeros en cualquier calle de la ciudad, aceptan ingresar a cualquier barrio sin poner objeciones. No temen asaltos (hay policías a la vista) y el moderno sistema de seguimiento les garantiza asistencia inmediata.
De cajón. Después de cuatro años, el ministro de Seguridad termina su gestión sin sobresaltos. Junto al gobernador cierra un ciclo donde capitalizó los aportes de la oposición y de los distintos sectores para plasmar su plan de seguridad. Plan que, asuma quien asuma en el próximo gobierno, tendrá su continuidad (como corresponde a toda política de Estado).
Dulces sueños. También en ese país del revés donde ocurren todos los casos citados, los diarios sólo incluyen buenas noticias, sus periodistas ganan más que las bailarinas de Tinelli y los lectores agradecen a los cuatro vientos esa inyección de optimismo que les permite afrontar la jornada de trabajo con una sonrisa de oreja a oreja. Gracias, María Elena. Y que nadie nos despierte.
Un colega acaba de llegar de Uruguay, donde estuvo cubriendo un evento deportivo, y cuando se le pregunta qué le pareció la tierra de Horacio Quiroga y Enzo Francescoli, lo primero que comenta -asombrado y con énfasis- es que no vio "ni una sola casa con rejas". Después, recién después, hablará del Centenario, la buena onda de los charrúas, su arquitectura, la honestidad de los tacheros y de lo guapas que son las mujeres por aquellas comarcas.
En cambio, de este lado del Río de la Plata, pruebe usted conseguir con premura unas rejas. Desde ya, deberá ¡pedir turno! y armarse de paciencia, porque estos ex artesanos del hierro no dan abasto ante la enorme demanda que alimenta el delito nuestro de cada día. Semanas y hasta meses tendrá que esperar, estimado damnificado. Mientras tanto, agregue doble trábex a las puertas y rece para que no lo visiten los cacos (ellos sí que no temen quedar entre rejas).
Lejos quedaron los tiempos en que vivíamos con las puertas sin llave, con vecinos y amigos entrando como pancho por su casa, dejando las bicicletas apoyadas en el cordón de la vereda o durmiendo con las ventanas abiertas. A lo sumo pasarían el aire y los mosquitos, nunca los chorros.
De aquellas épocas a éstas, de sentir que somos un blanco móvil, ha corrido demasiada sangre -y no agua- bajo el puente de la historia argentina. La inseguridad nos ha convertido tristemente en militantes de la paranoia. Estar alertas es la única forma de preservarnos y preservar a los nuestros ante la probada ineptitud del Estado.
Aunque la acechante inflación esté ahí como un fantasma nada amigable, las encuestas tienen un único protagonista: la inseguridad, por lejos, encabeza la tabla de las preocupaciones. De ahí que no sorprenda que este tema haya sido el caballito de batalla de la mayoría de los políticos en las últimas elecciones. Y, si no, recordemos la promesa del entonces aspirante al sillón de San Martín Celso Jaque de que en seis meses combatiría el delito. Se sabía que era un anzuelo de campaña, sin embargo, la necesidad -mejor dicho, el miedo- traccionó a favor de un voto que a la vez era un pedido de auxilio. Todavía estamos esperando que alguien lo escuche.

La culpa del mensajero
Las pruebas están a la vista. Este medio, como tantos otros, da cuenta diariamente de robos de todos los tamaños y muertes absurdas por una moto o un simple par de zapatillas como exiguos botines. Cerca, y como parte de una misma foto de la realidad, aparecen las organizaciones creadas por los familiares de las víctimas del delito, y es difícil no pensar que mañana podríamos ser uno de ellos.
Mientras tanto, como quien mira otro canal, la presidenta Cristina culpa a los medios como se culpa al mensajero. "Parece que hay una prohibición decretada desde algún lugar de que comunicar a los argentinos que las cosas nos van mejor o que también pasan cosas buenas en la Argentina fuera algo que está de más o molesta", nos retó días atrás la heredera de Néstor.

La diaria prevención
Con todo respeto, no nos va mejor si cada paso que damos está directamente vinculado a cómo defendernos de tanta violencia. Ya que viene al caso, repasemos algunos de esos actos "preventivos" que ponemos en práctica a diario para zafar del flagelo: avisarles a los vecinos cuando dejamos la casa sola, acompañar a los chicos a la parada del micro, llevarlos y traerlos a cumpleaños, escuelas, boliches o juntadas de estudio; mirar para todos lados cuando se va al cajero automático (y sacar lo menos posible), no llevar la billetera en los bolsillos de atrás, atender a vendedores y molestos varios por la ventana, dar una vuelta antes de guardar el auto por si alguien está al acecho, avisar por mensajes de texto por dónde andamos, cual GPS casero; contratar seguridad privada entre los vecinos para que camine la calle como los viejos pregoneros; si se tiene alarma, dejarles un listado de teléfonos "a los de al lado" para que nos ubiquen urgentemente; poner doble y hasta triple llave, etcétera, etcétera, etcétera. En definitiva, no confiar ni en el pobre pibe del delivery.
Está bien, no es de buen gusto hablar de la soga en la casa del ahorcado. La verdad es que deben estar mucho peor en Irak, en Palestina, en Kosovo. Para que se ponga contenta Cristina, y su patovica ad hoc Luis D'Elía no siga diciendo que "el periodismo es una pistola en la cabeza de la democracia", me despido con una muy buena noticia: Dios es argentino.
Hay una visión estereotipada de la solidaridad, esa palabra que de tanto uso ya luce gastada como un billete de dos pesos. Se la suele asociar con la ayuda coyuntural en casos de fenómenos naturales (tormentas, terremotos, inundaciones) o con la recolección de fondos para una costosa operación. Sin embargo, esa "actitud de adhesión circunstancial a la causa o empresa de otros" -tal como define nuestro fiel Larousse ilustrado- está presente en postales mucho más cotidianas de lo que pensamos. Es cierto que se complica ver tales gestos humanitarios cuando los recientes cortes de rutas en todo el país mostraron su contracara, a pesar de que allí también se alzaba -según ellos- la bandera de la solidaridad.
Las que siguen son otras versiones de la generosidad ajena que, si bien no lograrán destronar el "nazarenismovelez" imperante en la mayoría de los medios, tal vez operen como modestos antídotos a la mala onda que dejó flotando la pulseada entre el agro y la siempre esclarecida Cristina K.
Nada se pierde, todo se aprovecha. Luis, experimentado mozo de un conocido restorán céntrico, tiene por norma nunca tirar la comida que sobra. No lo acepta, le parece el peor de los pecados. Lo que dejan los comensales de apetito mesurado es prolijamente guardado en unos cuantos tupper que le compró su mujer en un persa de la General Paz. Cuando vuelve a su barrio, uno de esos que figuran en el mapa del delito (el real, no el de Jaque), varios vecinos pasan a buscar una porción del bocado ajeno. Para Luis no hay mejor pago que el "gracias" sincero y una sonrisa cómplice.
Nuestras Penélope. Seguramente a unas cuantas de ellas un día les cayó la ficha y se dijeron "para qué voy a pasarme las tardes tejiendo sola, viendo esos culebrones si puedo hacer algo por los demás". Así fue como se corrió el ovillo y nació Tejedoras de la Vida, un grupo de inquietas mujeres (abuelas, profesoras, amas de casa, profesionales) de la comunidad del colegio Nuestra Señora de la Consolata, en Guaymallén. El resultado del arte de las agujas es donado a instituciones o a quien lo necesite. Bufandas, pulóveres, mantas, chalecos y todo lo que toma forma en sus manos llega a buen destino. Y gratis.
Esa mujer. Todos los días apenas pasada la medianoche llega sola con su bolsita de comida a la playa de estacionamiento frente a la Casa de Gobierno. No le preocupa la inseguridad, o al menos no lo demuestra; lo cierto es que en esa zona un tanto oscura le da de comer religiosamente a un puñado de perros de la calle. No tienen dueño, pero seguramente ya les puso nombre y los reconoce uno por uno. Ellos, está a la vista, la esperan como otros de su especie lo hacen para pasear por el parque o correr tras un frisbee.
Habilidades. Si hay alguien al que el traje de "hombre orquesta" le calza pintado ése es Carlos. El tipo puede poner una cerradura, arreglar el flotante del baño o la pata de la mesa, pintar una puerta, "salvar" un mueble antiguo o cambiar un vidrio, entre innúmeras habilidades. Tamaña ductilidad le ha reportado una merecida fama. Es común que tornillo, madera o ladrillo que sobre le sea donado, por eso su casa es una especie de mercado de pulgas donde hay un poco de todo y de todo un poco. Aprovechando la buena relación con sus clientes, con cierta timidez les pide si no tienen ropa o calzados que les sobren. Y aclara, como si hiciera falta: "No es para mí". Lo que consigue se lo lleva a familias necesitadas que viven en el campo de San Luis, adonde suele ir a visitar amigos, comerse unos buenos chivos y jugar al truco.
Para qué. La muerte, aún cercana, del talentoso Jorge Guinzburg provocó una ola de programas homenaje donde volvimos a disfrutar de sus distintas facetas: el entrevistador incisivo, el humorista ácido, el conductor carismático, el guionista sutil. En uno de esos tantos reportajes que evocaron al hincha número uno de Vélez le preguntaron por qué nunca hacía mención a su constante tarea solidaria (había creado varios comedores comunitarios junto a otro referente del Fortín, Carlos Bianchi). El impúdico Jorge sorprendía reconociendo que le daba pudor. "¿Para qué, para que digan que soy bueno? Yo sé que soy bueno", remató con esa risa inconfundible.
Los protagonistas de los casos contados aquí seguramente también saben que son buenos, pero es mejor aún que lo sepamos los demás y sigamos su ejemplo. Ellos son la mitad del vaso, por eso alguna vez merecen ser noticia. Mucho más que una góndola vacía o un dirigente francotirador.

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