"Lo mismo de todos los años". Eso fue la Vendimia que pasó. Sin embargo, quienes solemos remarcar esa especie de déjà vu popular como un demérito, en realidad somos los propios periodistas. Y claro, también aquellos que con sólo escuchar el inconfundible "Canto a Mendoza" se deprimen y pagarían lo que fuera por estar a mil kilómetros y no escuchar el penetrante hit telúrico.
Los miles de mendocinos y turistas que cada año abarrotan las calles del microcentro, como no ocurre en igual medida para festejar el resultado de una elección o un campeonato de fútbol, no se detienen en esa valoración casi peyorativa. Es más, como los asesinos o los amantes, ellos vuelven una y otra vez al lugar de los hechos. Con su mejor ánimo, cada marzo regresan para sumarse a ese ritual al que sienten propio, a vivir una ceremonia que los incluye más allá de quien esté sentado en el sillón de San Martín.
Ya sé, me dirán que cosas nuevas hubo, que la diferencia había que buscarla en los detalles. Variaciones que llevan la moderación provinciana en el orillo: bailes aéreos, carros con diseños levemente mejores a otras épocas, reinas con speech propio, más publicidad aquí o allá, un Santo de la Espada (Tino Neglia en su mejor papel) que se corporiza para hacernos pensar en pleno carrusel... y no mucho más.
Párrafo aparte para el Acto Central, que amerita un análisis diferenciado. Aunque también se lo suele calificar de "siempre lo mismo", en esta edición tuvo grandes aciertos; desde un guión sólido que se animó a prescindir de las trilladas metáforas vendimiales hasta una puesta que mixturó con buen pulso lo clásico y lo moderno para contar el drama de Ángel, el viñatero que aún vapuleado por la piedra no perdió la esperanza. Quienes hayan estado alguna vez en el mítico Frank Romero Day saben bien que allí la fiesta se vive muy diferente a la que podemos ver en las 21 pulgadas de la tele hogareña. Por lo tanto la opinión sobre lo que pasa en el escenario y las gradas del teatro griego puede variar sustancialmente. Entre esas "dos" fiestas hay un espacio tan grande como el cerro que hace las veces de tribuna para el público gasolero.
Cambiar para que nada cambie, como planteaba la paradoja de Giussepe Lampedusa, sigue siendo el eje rector de una fiesta que, por suerte, está más allá de toda especulación de café. En menos de un año, la madre de las fiestas cuyanas se pondrá nuevamente en marcha y con el mismo ímpetu los dos bandos -los antiVendimia y los proVendimia- volverán a cruzar espadas. A esta altura, un capítulo tan tradicional como la Vía Blanca o el Carrusel.

(Publicado en Diario Los Andes, 10 de marzo de 2009)