Vivimos rodeados de traficantes o simples portadores de mala onda. En el trabajo, en las calles, en el café. Están en todos lados, como los grafitis políticos que nunca se limpiaron o los vendedores de telekino. Su nube negra, amplia y generosa, nos alcanza a todos. A su paso, inevitablemente, algo de esa energía negativa se nos cuela menguándonos el ánimo, bueno o regular, que tuviéramos hasta el fatídico momento de cruzárnoslos.
Estos especímenes cobran especial protagonismo en situaciones masivas como un Mundial de fútbol, elecciones o un controvertido proyecto de ley. Para confirmar la regla, el aún fresco Sudáfrica 2010 fue un espacio propicio para la chicana fácil, el regodeo por la derrota argentina, el ensalzamiento de otras selecciones como ejemplos a imitar. Nada pareció quedar en el cedazo positivo a la hora del balance.
Y esto, que quede claro, no exime de críticas al sistema (o falta de él) de Maradona, a su soberbia inclaudicable ni al rendimiento decepcionante de algunas figuras que refulgen en las marquesinas del fútbol europeo. Se trata, en todo caso, del tan mentado pero inalcanzable equilibrio cuando la pasión entra en juego y también se pone la camiseta.
Vehementes, enceguecidos, arbitrarios, no tenemos punto medio: o debimos ser campeones del mundo y los astros conspiraron en nuestra contra, o somos peores que el peor Camerún. Bipolares de fábrica, un simple resultado nos vuelca la balanza del “todo bien” al “todo mal”. Y así en el día a día y en el cara a cara.
Este physique du rol que supimos conseguir queda certeramente reflejado en una reciente encuesta que sostiene que los argentinos ocupamos el vergonzoso podio entre los más pesimistas de la región. A confesión de partes...
Según el sondeo de la firma Latinobarómetro, sólo el 19 por ciento considera que el país va en dirección correcta, y un escaso 20 por ciento asegura lo mismo del devenir del mundo. La particularidad es que en lo personal la visión cambia; el argentino cree que a él le va mejor que a su terruño y que al planeta Tierra.
Se me podrá decir que no es lo mismo un mala onda que un pesimista, pero ¿qué es este último si no un portador de negatividad, un donante artero de mensajes o acciones nocivas?
Por si no quedó claro, tampoco la contracara de estos cultores del vaso siempre medio vacío son aquellos que van por la vida portando una pueril sonrisa; ésa que fuerce una sesgada lectura de la realidad personal y social que le demuestre y lo convenza de que está en lo cierto.
Como solía profetizar un amigo y colega, “el búmeran vuelve”. Aquí, allá y en todas partes.

(Publicado en Diario Los Andes, 13 de julio de 2010)
Si algo le faltaba al vapuleado objeto libro es que, a la caída estrepitosa de ventas y la triste migración de lectores hacia seductores formatos virtuales, se le sumara que las librerías no cuenten en la actualidad con verdaderos libreros. De esos, me explico, que en los viejos tiempos oficiaban de paternales guías para ayudarnos a descubrir autores o títulos que nos dejarían indelebles muescas.
Hoy, meros despachantes, se limitan a buscar en la PC al autor o texto consultado y dar por respuesta un frío “sí, lo tengo” o “no me queda, pero en la otra sucursal sí” y completar la lacónica información con el correspondiente precio. Casi nunca se les desliza un dato no requerido, una recomendación atinada, un gusto personal de los que merecen compartirse.
Se podrá decir que éste es el modelo perfectamente distinguible de las cadenas de librerías, pero salvo las honrosas excepciones que cual brujas hay, tampoco en las de usados -donde circula otro tipo de textos (títulos inconseguibles, ofertas de best sellers de cuarta y joyitas de esas que premian a los cazadores con olfato)- hay sabios conocedores del paño.
Por definición, un buen librero debería ser aquel que antes que nada es un gran lector, un amante tal de los libros al que compartir su pasión y sabiduría lo convierta en la antípoda de un vendedor o comerciante del “rubro gráfico”.
Ante la falta de libreros de raza como los García Santos, los Yánover, los Crimi, en agosto abrirá la primera escuela de libreros del país. Impulsada por la Cámara Argentina de Papelerías, Librerías y Afines, y la Universidad de Tres de Febrero, más el apoyo de la Secretaría de Cultura y el Ministerio de Trabajo de la Nación, esta excelente iniciativa busca recuperar la idea del librero como formador de lectores. Está destinada a personas con o sin experiencia laboral, secundario completo y ganas de cursar gratuitamente (¡!) ocho materias a lo largo de un cuatrimestre.
Tan exitosa fue la convocatoria que ya se inscribieron 200 interesados para cubrir sólo 40 vacantes. Pero a no desesperar libreros en ciernes, esta experiencia que arranca en Buenos Aires tendrá sus réplicas en el interior (por ahora sólo está confirmada Córdoba).
Que sea un chef de la palabra como el español Manuel Vicent quien defina con mayor precisión de qué hablamos cuando hablamos de libreros y no de “macdonalizados” vendedores: “Una buena librería es siempre la Isla del Tesoro. Tanto si eres un joven aventurero como si eres un curtido explorador, necesitarás un guía en este viaje. Un buen librero te conducirá rápidamente no sólo a la mesa de novedades, sino al punto exacto del anaquel donde se halla el secreto del oro”.

(Publicado en suplemento Estilo, Diario Los Andes, 11 de julio de 2010)