En uno de sus pasos por esta provincia, René Favaloro fue consultado acerca de las bondades o inconveniencias de la “sagrada” siesta mendocina.
Con énfasis, el recordado cardiocirujano dijo que el hombre debe imitar al perro. “¿Qué hace éste? Después de comer se echa a descansar unos 20 minutos”, ejemplificó seriamente. Para luego subrayar que tal impasse en la jornada era “fundamental para una larga y sana vida del corazón humano”.
Sin la clara y fortalecedora intención que le asignaba Favaloro, para la mayoría de los mendocinos la siesta es un código cultural que no requiere de mayor reflexión. “Si no me tiro un ratito, no sirvo para el resto del día”, es la típica frase para justificar el desembarco entre sábanas.
Lo que tampoco es novedad es que esta costumbre, compartida con fervor por varias provincias, sigue resultando un tanto extraña y forzada para los porteños; esclavos ellos del horario corrido y el imparable ritmo de esa cabeza de Goliat a la que se refería Martínez Estrada a la hora de definir a la agitada Buenos Aires.
Como buen provinciano, el escritor y periodista lujanino, Rodolfo Braceli, suele recordar que una de las condiciones básicas que negoció para irse a trabajar al gran puerto fue que pudiera hacer un corte después del almuerzo para rendirle culto a una siestita “a la mendocina”.
Para revertir este panorama de calma chicha versus hormigas en el trasero, en el microcentro porteño acaban de inaugurar el primer siestario (palabra fea si las hay) del país. Una idea que no se pueden arrogar los vecinos del obelisco ya que cuenta con antecedentes en Estados Unidos, Inglaterra, Japón y Australia.
Este tentador siestario está provisto de camas especiales donde se puede dormir de 20 a 40 minutos. Para los estudiosos, bastarían seis minutos de siesta para que el funcionamiento de la memoria mejora un 36%.
La supuesta pérdida de tiempo (argumento de quienes denostan este parate) es recompensada, tras el descanso, por una mayor energía para volver con todo a completar la jornada laboral.
La previa del sueño está a cargo de coachs que se encargan de los ejercicios de relajación y visualización, como también de ofrecer masajes relajantes, completando sesiones que cuestan como mínimo unos 100 pesos.
Ideal para aquellos que necesitan parar la pelota antes de caer goleados por el estrés, el combo del desenchufe incluye aromas y colores acordes con la personalidad de quien va a ocupar el cubículo del relax.
Así que si usted pensaba que la siesta era un ritual demodé, una tradición de esas que hay que conservar más por herencia que por convicción, le decimos que estaba muy equivocado. Entregarse a los brazos de Morfeo puede resultar casi tan reparador como hacerlo en los del ser amado (o no).

(Publicado en Diario Los Andes, 26 de junio de 2010)
A manera de declaración de principios, esta columna -más cercana a la ola vintage que al 2.0- adhiere fervorosamente a esa sabia frase que propone “menos face y más book”. Por estos días, y como un efecto marketinero símil Bicentenario, numerosos libros con el amado balompié como estrella convocante ganan las vidrieras y mesones de las librerías, ya sean de reciente factura u oportunas reediciones.
Así conviven los recientes “Historia de los mundiales de fútbol” (Brian Glanville), “Grandes momentos de los mundiales de Fútbol” (Juan Tejero), “366 historias del fútbol mundial que deberías saber”(Alfredo Relaño), y “Ganar es de perdedores & Otros cuentos de fútbol” (Ariel Magnus), con los más que recomendables “Dios es redondo” (Juan Villoro), “Arqueros, ilusionistas y goleadores” (Osvaldo Soriano), “Wing de metegol” (Juan Sasturain), “Puro fútbol” (Roberto Fontanarrosa), “Lo raro empezó después” (Eduardo Sacheri), “El fútbol a sol y sombra” (Eduardo Galeano) y “Fútbol. Una religión en busca de dios” (Manuel Vázquez Montalbán).
Estadísticas que no maneja la FIFA certifican que hay más cuentos que poemas dedicados a este maravilloso deporte, sin embargo para no caer en la mera enumeración de libros sobre esa “suma de poesía, ajedrez y misterio” que es el fútbol, hoy les dejamos picando la Jabulani a los poetas. (Aclaración innecesaria: no se incluyen aquí las glosas pergeñadas por los vates de Hinchadas Unidas Argentinas).
Al Diego, salud. El uruguayo Mario Benedetti fue uno de los tantos que absorbió algo de la poesía de Maradona y la devolvió en un puñado de simples versos: “Hoy tu tiempo es real, nadie lo inventa/ Y aunque otros olviden tus festejos / las noches sin amor quedaron lejos/ Y lejos el pesar que desalienta/”. El tributo del autor de “Las soledades de Babel” es apenas uno de los 135 poemas dedicados al barrilete cósmico.
De taco. Roberto Santoro, escritor, periodista y poeta desaparecido en la última dictadura, es otro de los que disfrutaba de la incestuosa relación literatura-fútbol. Leamos: “... le pone cuerpo al ballet / levanta el balón/ lo empuja/lo resbala/ lo mima con una gana/ lo enrolla con otro pie/ le da una vuelta/ en el aire/ de taco que ni se ve...”.
Arquero frente al penal. Así titula el polifacético Alberto Muñoz al poema que dice: “Las canciones de cancha no se afinan/ se puede herir y matar con palabras y botellas...”.
La tierra, esa número 5. La “enooorrrme” -como diría el relator Jorge Barbieri- poeta peruana Blanca Varela (1926-2009) capturó como pocos la belleza del deporte en su poema “Fútbol”: “Juega con la tierra/ como con una pelota/ báilala/ estréllala/ reviéntala/ No es sino eso la tierra/ tú en el jardín/ mi guardavalla mi espantapájaros/ mi atila mi niño/ La tierra entre tus pies/ gira como nunca/ prodigiosamente bella”.
Miradas bocayunior. Gran cuentista y gran poeta, el autor de “Cuestiones con la vida”, Humberto Costantini (1924-1987), reflejó así su pasión por Estudiantes: “Uno vivió humillado y ofendido,/ se sintió negro, paria,/ risible minoría/ adventista, croata/ o bicho raro./ Uno aguantó silencios,/ miradas bocayunior,/ sonrisas riverplei y/ condolencias...”.
Soy tu fan. El español Miguel Hernández, quien diría, resultó casi tan futbolero como su discípulo y fan, Joan Manuel Serrat. El creador de “El rayo que no cesa” le dedicó una elegía a su amigo y arquero Lolo: “...Te sorprendió el fotógrafo el momento/ más bello de tu historia/ deportiva, tumbándote en el viento/ para evitar victoria,/ y un ventalle de palmas te aireó gloria”.
Para la tribuna. El alemán Günter Grass, a cuya pluma le debemos “El tambor de hojalata”, tampoco quiso quedarse “Fuera de juego”: “Lentamente ascendió el balón en el cielo./ Entonces se vio que estaban llenas las tribunas./ Habían dejado solo al poeta bajo el arco,/ Pero el árbitro pitó: Fuera de juego”.
En tiempo de descuento, se la dejamos servida a nuestro Rodolfo Braceli para que se despida con una frase de su imprescindible “De fútbol somos”: “Millones de veces oímos decir que el fútbol se parece a la vida. A veces dan ganas de decir que es la vida la que se parece al fútbol”.

(Publicado en suplemento Estilo, Diario Los Andes, 27 de junio de 2010)
Como suele ocurrir cada vez que un escritor, sobre todo si se trata de uno no muy conocido, gana el premio Nobel, lo primero que ocurre es que su obra gana una notoria visibilidad.
Aunque prime en ese “gesto” el marketing antes que la puesta en valor de una producción literaria, lo realmente valioso es la posibilidad que se abre de conocer un nuevo mundo. Y si en realidad cada persona es un mundo en sí mismo, un escritor bien puede verse como un continente de varios.
José Saramago, quien murió ayer pero ya sacó carnet de eterno, deja una obra de esas que entran en la categoría de imprescindibles, por su humanismo, su profundidad y su calidad literaria. Todo lo que ahora se diga de él, potenciado además por la benevolencia a la que invitan ciertas muertes, será un esperable acto de justicia. Leerlo, lo más importante, estricta justicia poética.

(Publicado en suplemento Estilo, Diario Los Andes, 19 de junio de 2010)

Oh piedra llena, llaga hermosa!
(J. C. Bustriazo Ortiz, 1929-2010)



En materia de reconocimientos, es una fija que siempre llegamos tarde. La muerte, además de artera, gusta hacer gala de hábil tiempista. Ahora que vino a llevarse a Juan Carlos Bustriazo Ortiz, queda el reparador consuelo de saber que antes de esta partida a sus 80 años, el gran poeta pampeano alcanzó a ver el merecido -aunque tardío- reconocimiento a una obra imponente.
De su ardua producción de algo más de 70 libros, sólo vio publicados apenas seis: “Elegía de la piedra que canta” (1969), “Aura del estilo” (1970), “Unca bermeja” (1984), “Los poemas puelches” (1991), “Quetrales” (1991) y “Libro del Ghenpín” (2004).
El rescate, afectivo y literario, llegó de la mano de poetas como Cristian Aliaga, Andrés Cursaro, Sergio De Matteo y Javier Cófreces, quienes dieron forma a una antología insoslayable para la poesía nacional: “Herejía bermeja”, editada en 2008 por Ediciones en Danza.
En ella hay poemas, muchos poemas, de los libros citados pero también de “Caja amarilla”, “Las Yescas. Canción del enterrado”, “Los decimientos”, “Canción rupestre”, “Las pinturas” y “Hereje bebedor de la noche”. Este último reúne textos leídos por su autor para un CD editado en 2007, trabajo que también contribuyó a acercar a este ex telegrafista y bohemio recitador a los oídos más jóvenes.
Nómada incansable, autodidacta al borde de la erudición, fue un fiel habitante de los bares; un bebedor de brindis siempre agradecido. No hubo peña, bar o patio enfiestado que no escuchara los versos apasionados de este ghenpín (hechicero) que ciertamente no habría desentonado como personaje de Juan Rulfo. “Como un ciego fui con las manos interrogando las paredes”, escribió en “Unca bermeja” el autodenominado “poeta nochernícola”.
Su inclasificable poética unió lo metafísico, el paisaje, la música, la vida en los márgenes, dando como resultado lo que Aliaga sintetiza como “Sistema poético pampeano-surrealista, folclórico universal”.
Más un médium que escribiente de versos, Bustriazo se dejó domar por un lirismo exacerbado que abrevó tanto de lo místico como de lo profano. Se valió de lo regional pero subvirtiéndolo de tal manera que lo que en otros se cristaliza como una simple postal del pago chico en él es un viaje alucinado que otra que el Submarino Amarillo de los Beatles.
Don Juan también tuvo su agitada temporada en el infierno, sus internaciones en un psiquiátrico, su permanente lucha con los demonios del alcohol. De todas salió aferrado a la soga de una palabra candil, un verso alerta y, sobre todo, de la mano de su mujer, Lidia Hernández.
Mal que le pese a la parca iletrada, este juan que se escribía a sí mismo en minúsculas alcanzó a dejar las suficientes pistas de su talento mayúsculo para instalar ya sí, definitivo, su nombre entre los clásicos de la poesía argentina.

Ya no respiro no ya no respiro
Ahogado estoy ahogado melodioso.
(De “En el helado mar, lejos de la muerte”)


(Publicado en suplemento Estilo, Diario Los Andes, 6 de junio de 2010)

Cuando vemos la triste postal de un grupo de adolescentes tomando una cerveza en la esquina del barrio a las diez de la mañana, es inevitable recordar cuando teníamos esa edad y no había nada en el mundo que nos importara más que jugar al fútbol.
Para eso, claro, lo básico era contar con el campito o potrero donde se erigía esa modesta canchita que para nosotros tenía la misma mística que la Bombonera o el Monumental.
Canchita que contaba con el sabor extra de haber sido construida a pulmón. Cada uno había aportado de su casa lo que encontró a mano: pala, zapa, rastrillo, tijera de podar, un hermano ocioso, etc. Después, serían horas y horas, incluso días, para recortar de ese “terreno inculto y sin edificar” una porción que a la larga nos proporcionaría incontables momentos de disfrute al aire libre.
Por supuesto, eran tiempos en que no había que competir ni con la play ni con las computadoras; tampoco con cientos de canales o celulares multimedia. Ir a jugar a la pelota hasta que cayera el sol o nos tuvieran que ir a buscar ocupaba nuestras cabezas y energías como pocas cosas en la vida.
No es ningún misterio que al potrero le debemos buena parte de los mejores jugadores que surgieron en este país híper futbolero. Imposible no pensar en la gambeta mágica de Maradona, en la astucia y coraje de Tévez, en la polenta y capacidad goleadora de Kempes, haciendo primero allí esas jugadas únicas que luego serían su sello personal.
A tono con el clima futbolero que impone el inminente Mundial de Sudáfrica, diario Perfil lanzó la singular convocatoria “Argentina necesita más potreros”. Sus propulsores aseguran que hay cada vez menos en las grandes ciudades y que eso nos afecta a todos, pero sobre todo a la Selección. “¿Cómo hacemos para poder ser campeones del mundo otra vez?”, inquieren ellos, para responderse con la precisión de un Messi: “Necesitamos más potreros”.
La invitación a los lectores de ese medio es que cuenten dónde estaba el suyo e ir haciendo paralelamente un registro -con mapa incluido- de las canchitas a lo largo y a lo ancho del país.
Por otra parte, y como un signo positivo que está bastante más allá de quien gobierne, los planes para fomentar el deporte siguen siendo bienvenidos por grandes y chicos.
Los padres, por hacer realidad eso de mens sana in corpore sano (mente sana en cuerpo sano); los chicos, porque participar de esas competencias significa, antes que nada, jugar. A esa edad, uno disfruta más jugar que competir. Y quien juega difícilmente tenga puesta su cabeza en algo negativo.
Es de perogrullo que los potreros no servirán para acabar con el hambre, la delincuencia o la injusticia, pero tal vez en ellos un día de éstos podrían estar haciendo una gambeta, pateando un tiro libre o atajando un penal cualquiera de esos pibes de la esquina que hoy desayunan con cerveza.

(Publicado en Diario Los Andes, 7 de junio de 2010)
La sola mención de “esa” palabra encrespaba aún más al crespo Manolito, aquel pequeño despachante de almacén creado por Quino en su siempre vigente “Mafalda”.
Para otros, en cambio, el fiado era y es la única forma de crédito a la que se puede acceder cuando se vive prácticamente al día. No en vano uno de los significados de fiar es “confiar en algo o en alguien”. Por eso en este tipo de transacciones informales ser digno de confianza se convierte en la principal -y tal vez única- garantía para quien entrega algo a cambio de nada.
Y si de confianza hablamos, todavía siguen siendo los negocios chicos -especialmente los de barrio- los que en virtud de la cercanía y el conocimiento personal fían un trabajo o un producto cuyo valor no es lo suficientemente significativo como para poner en riesgo al creyente de turno.
La libreta del almacenero no es, como muchos creían, una pieza de museo. Quizás ya no tenga tantas hojas ni tantas Doñas Marías en el debe de puño y letra, pero sigue existiendo como las pastillas Renomé, el anís 8 hermanos o los vendedores de globos.
En la vereda de enfrente del desconfiado Manolito debería situarse a Oscar Gallicchio, un librero de La Plata al que fiar no le pone los pelos de punta. Instalado desde hace más de 20 años en la plaza Italia con un puesto de libros usados, este hombre de 62 años, barba blanca y cara de tío bonachón, no permite que nadie se vaya sin el libro que fue a buscar o que encontró revolviendo por el solo hecho de no tener el dinero suficiente.
Para esas situaciones, creó la “Hippie card”, una tarjeta de crédito simbólica que, sin embargo, no le garantiza en lo más mínimo que quien se llevó un libro fiado regrese a pagarlo. “La confianza no requiere datos ni plazos”, dice para justificar que no tiene -ni le importa- de dónde aferrarse para cobrar lo vendido.
No obstante, no faltan quienes se borran en lugar de volver para “honrar” su deuda. A don Oscar esto no parece preocuparle demasiado, por eso insiste en el cotidiano ejercicio de la fe en el otro.
Después de todo, nada muy distinto a lo que hacemos cada cuatro años cuando nos fiamos de algunos candidatos y urna mediante le damos nuestro voto de confianza. Esa “hippie card” que al cabo de un tiempo nos arroja en la cara un resumen en rojo furioso.

(Publicado en Diario Los Andes, 31 de mayo de 2010)