Salimos de una semana en donde todo fue -previsiblemente- ver, oír y leer sobre Barack Obama. Si hasta la figurita repetida de Nazarena Vélez quedó en un lejanísimo segundo plano y en el café casi nadie habló del súper tatuaje de Tinelli. Había sobradas razones para justificar la expectativa puesta en el sucesor del malo de la telenovela mundial, George W. Bush.
Era uno de esos hitos que años después ayudan a los libros de historia a explicar el antes y el después. En realidad, la idea no es abundar aquí sobre ese hombre que, mal que le pese a Diego Torres, viene a decirnos que el color esperanza es negro.
Hablemos entonces de los millones que lo votaron; de los países que mantienen relaciones (carnales o no) con EEUU; de los que aún padecen sus ínfulas intervencionistas; de los latinos que vieron en esa nación la meca de sus sueños; de los que se benefician con sus avances científicos; de los que les venden parte de su producción; de los que consumen su cine industrial, sus hamburguesas en serie, su literatura maravillosa y la peor también; de los que caen arrastrados por los números de Wall Street o los que se paran para todo el viaje gracias a ellos.
En síntesis, de los que no figuran en los créditos pero son parte esencial del staff de la taquillera obra de Barack Obama.

La mejor lección
Como Extras, esa serie de tevé donde los actores "de relleno" suelen lucirse más que las "estrellas", todos los anteriormente mencionados no son, no deberían serlo, la claque que tiene por única misión aplaudir o esperar todo del mandatario número 44 del país del norte.
Este hombre de 47 años que hoy seduce desde mandatarios extranjeros hasta actrices de Hollywood, en su discurso de asunción reclamó una nueva era de responsabilidad. Basados en esa fuerte consigna, los "extras" tienen (tenemos) un rol clave en lo que de aquí en más le ocurran tanto a la vapuleada economía mundial como a la esquiva paz en los países signados por las guerras.
Argentina, siempre tan cómoda en su papel de espectadora, no puede quedarse una vez más fuera de cámara, conforme con aplaudir o reír cuando llega la marcación del director. Aún sabiendo que también nosotros somos extras en la película de Obama, la mejor lección que nos deja su presente personal es que se puede llegar al objetivo si hay, además de convicción, una fuerte preparación.
Y si no que lo desmientan esos cuatro ex soldados colombianos que hace unos días hicieron cumbre en el Aconcagua a pesar de no contar con sus dos piernas. A 6.962 metros ellos lograron ser protagonistas de su propio sueño.

(Publicado en Diario Los Andes, 26 de enero de 2009)
Con ella no han podido gobiernos dictatoriales ni democráticos. Nadie sabe cuándo se promulgó y hasta ahora jamás se escuchó que hubiera intenciones de derogarla. Existe y punto. Nos referimos a la Ley del menor esfuerzo, una norma que está más vigente que nunca y que, a diferencia de otras, encabeza el ranking de las más respetadas por los argentinos.
Esta afirmación, discutible como todas, se basa en la comprobación diaria. Pareciera que no hay rubro que quede al margen de esta plaga nacional, motorizada por una desidia que no es sólo de las nuevas generaciones. Abundan los ejemplos de situaciones cotidianas en que somos víctimas del desganismo laboral. Desde cajeras de supermercados que saludan a media lengua con cara de estar haciéndonos un favor al cobrarnos; despachantes de estaciones de servicio que se toman todo el tiempo posible entre coche y coche y nos retan si no llevamos monedas; cajeros de banco que lograr contagiarnos su mal humor cuando ya traemos el propio tras un espera de 40 minutos; promotoras que reparten folletos mecánicamente y sólo activan una sonrisa si hay una cámara cerca... Aquí el etcétera queda a cargo del lector para que lo complete con su propia –mala– experiencia. Que ejemplos sobran es tan cierto como que rara vez hay libros de quejas a mano para por lo menos desahogarnos sin tener que recurrir una vez más a ese ejército de salvación llamado Prodelco.

El pragmatismo del cartero piola
Un caso de esos que confirman que a la Ley del menor esfuerzo no hay con qué darle lo protagoniza la new generation de carteros. Esos que no llegan a destino ni en bicicleta ni caminando sino que irrumpen vertiginosamente en modernas motitos. Algunos muchachos del correo se caracterizan por ser sumamente expeditivos, para lo cual tienen un ingenioso modus operandis: lo primero (especialmente cuando se trata de un barrio y hay que repartir boletas o resúmenes de tarjetas) es divisar una ventana abierta. Una vez localizado el objetivo, el hábil mensajero arrojará graciosamente el material destinado a varios vecinos. De esta manera, quien se distrajo y osó ventilar su casa, se encontrará con que tiene que distribuir a sus colindantes la factura del gas, la intimación del banco, la suscripción de la revista tal, el alerta del Codeme y otra tanta correspondencia de lo más variopinta. Y lo hará si chistar porque, claro, sabe que la próxima le tocará a otro y así sucesivamente.
Hace unos días, una “víctima” de un cartero piola se dio cuenta del ágil método y salió corriendo para reclamarle por la canchereada. Con su mejor cara de “qué me venís a reclamar vos”, le contestó a la mujer: “pero si es de ahí al laaado”. El tenso diálogo se cortó con la impecable respuesta de ella, docente para más datos: “Mirá, a mí me pagan por hacer bien mi trabajo. Vos hacé el tuyo, no tengo por qué hacerlo por vos”. Sin inmutarse, el vivo del año cero arrancó la moto y partió.
Menos mal, habrá pensado la sufrida vecina, que las antiguas cartas fueron reemplazadas por e-mails. De no ser así, todavía estaría esperando noticias de España sentada en la vereda.

(Publicado en Diario Los Andes, 13 de enero de 2009)
De vacaciones, una familia se detiene en una moderna casa de artículos regionales. Después de preguntar mucho, mirar más y elegir poco, se decide: dulces y alfajores. Nada del otro mundo; la clásica compra para regalar a la vuelta a madres, suegras y amigos.
La diferencia con otros dulces y alfajores, si la hay, es que estos vienen aderezados con la impronta del marketing, esa jalea que cubre todo a su paso. Es decir, pertenecen al rubro delicatessen, lo cual implica un atractivo packaging (envase) y un precio que no le va en saga.
Una categoría que supuestamente los jerarquiza aunque no sean otros que los viejos y queridos productos caseros que la comodidad de los tiempos modernos dejaron atrás por la conveniencia de la producción en serie. Y, sobre todo, por ese eslabón cultural que se rompió como tantas cosas en este país.
En los viejos buenos tiempos, las madres pasaban la posta a sus hijas para ese dulce, conserva o bizcochuelo que llevaban implícita una garantía de calidad. Antes que conservantes en ellos había intuición, sabiduría y un componente inexistente en el mercado: lo afectivo.
Si bien esta suerte de herencia gastronómica todavía subsiste, especialmente en la zona rural, ya no tiene la constancia y continuidad de antaño. Lo llamativo es cómo esos productos caseros se han vuelto a revalorizar al punto de que cada vez son más las pymes orientadas a elaborar y comercializar aquello donde prima lo artesanal, sea esto una salsa de tomate o una tentadora cerveza.
La calidad es en estos casos el gran factor de venta. La preparación a menor escala viene aquí a garantizar lo natural que se había perdido frente a la pragmática cadena industrial.
Más que por una convicción de volver a las fuentes, muchos de estos emprendimientos surgieron con el crack del 2001. Por entonces, y ante la falta de otro capital que no fuera la creatividad, varios apelaron a lo que tenían a mano: la abuela y su incomparable dulce casero, el tío que fabricaba aceite de oliva, la cuñada que hacía los mejores alfajores de maicena.
Por su parte, las nuevas generaciones supieron aportar desde lo que mejor conocían: el diseño como imán y un hábil manejo de Internet para ejercitar el olfato empresarial y llevar a buen puerto su aggiornada versión de "lo casero".
Como no podía ser de otra manera, lo que hasta ayer llevaba el sello fatto in casa provenía de la huerta propia. Todo (o casi) estaba ahí, a la vista de todos. Damascos, duraznos, ciruelas, tomates, berenjenas, uvas, manzanas, proveían la materia prima necesaria para esas delicatessen que no tenían el pretendido glamour de las actuales pero eran sin dudas las mejores. Las de la nona.

(Publicado en Diario Los Andes, 6 de enero de 2009)