Domingo a la tarde. Un hombre se acerca al informador turístico de la Terminal del Sol y pide un folleto de San Rafael. La chica, no más de 18, piercing en la ceja y chicle en la boca, le dice que cree que no le queda. Se fija y efectivamente no le queda. “Pregunte en la oficina de San Rafael”, sugiere. El hombre, sin perder la calma, le dice que ya estuvo ahí y no tienen. Cambia de planes. Le pide uno de la provincia de Mendoza. Tampoco hay. Contrariado, se pierde en los pasillos de la transitada estación.
Ante esta situación, de la que fui testigo, cabe preguntarse cuánto deberá pasar para que nos hagamos cargo de que somos una provincia turística. Estatus al que accedimos tras la caída de De la Rúa, el “1 a 1” y demás capítulos negros.
Las generosas diferencias de cambio a favor de los chilenos abrió un nuevo e impensado escenario económico de este lado de la cordillera. Desde entonces, son cientos los comercios y puestos de trabajo que se generaron gracias a este bienvenido filón. Así y todo, aún cuesta que nos pongamos el traje de anfitriones.
Si bien el Aconcagua era un imán constante que atraía a viajeros del mundo entero, todo parecía limitarse al Coloso de América, por lo que quedaba escaso margen para movilizar otras áreas, salvo la gastronómica o la hotelera.
Hoy Mendoza cuenta con un flujo casi constante de turistas y ya no sólo gracias a la magnética Vendimia. Razón más que suficiente para que todos, tengamos o no que ver con el negocio del turismo, colaboremos para que el visitante la pase bien y vuelva. Y sobre todo, que de regreso a sus pagos hable maravillas de su paso por la tierra de Quino. El boca a boca suele ser más efectivo que ciertas campañas publicitarias.

Los espejos y las vidrieras
Cada vez que en un café se comenta este tema salta a la mesa el ejemplo de los cordobeses. Que tratan bien al turista, que saben cómo hacer para que regrese, que aprovechan hasta la última piedra para venderla como atractivo, que invierten permanentemente, que lo saben parte de su idiosincrasia y no como un accidente de la economía. Un espejo cercano y en el que no se miran quienes tendrían que mirarse. Es cierto que la provincia participa con más frecuencia en ferias y fiestas nacionales e internacionales, vidrieras claves para consolidar el rubro, pero queda mucho territorio por abonar y es ahí donde cada mendocino debería imbuirse de ese “espíritu cordobés”.
Hace unos días el propio gobernador Jaque integró una comitiva argentina que participó en la famosa London Wine y que incluía nada menos que a treinta bodegas de Mendoza. Es de esperar que nuestro mandatario haya aprovechado el periplo para tender lazos con organismos, agencias y empresas que en el futuro nos marquen en sus hojas de ruta.

Misiones
Muestra de que cuesta encontrarle la vuelta al rol de “embajadora” de la provincia a la Reina de la Vendimia es que en lugar de acompañar a don Celso a Inglaterra dedica –al igual que su virreina– parte de su tiempo a juntar ropa para los más necesitados. Está bien que quieran demostrar que no son “sólo una cara bonita” pero tampoco olviden que obtuvieron su actual rango tras una elección de belleza, no de solidaridad. Su rol no es colaborar con Cáritas, su misión es aportar en la difusión de los distintos atractivos que ofrece esta provincia, yendo a la mayor cantidad de ferias y fiestas en el país y en el mundo. La Vendimia, más allá de la celebración popular, debe funcionar como el mejor marketing turístico.
Este año se volvió a perder la posibilidad de mostrarnos en esa magnífica ventana que es la Feria Internacional del Libro, donde no sólo se podía ofrecer un pantallazo de la producción literaria local sino también aprovechar para mostrar otras manifestaciones culturales, entre ellas, claro, el turismo. Como para cumplir, se envió un puñado de libros, se hizo el acto oficial de rigor y ya está, nos vemos en el 2009. Cumplimos.
El turismo, por si algún distraído aún no se enteró, alimenta cada día más bocas mendocinas. ¿No tendría que ser considerada entonces una política de Estado? Con la actual gestión justicialista, Turismo cayó de rango: de ministerio a secretaría. Lamentablemente, a veces políticos y ciudadanos vemos la realidad por distintos canales. Así nos va.
Hay otras escuelas aparte de la de la calle o la de la vida. La del “hogar dulce hogar” es una de las primeras y fundamentales. Lo que se aprende en esos años fundacionales es lo que quedará grabado a fuego, lo que nos acompañará como alas o mochila para el resto de la vida. Allí se moldea con mayor o menor pulso el hombre o mujer que seremos. En manos de los padres, se cincelan –o deberían– los trazos básicos de ese adulto que nos esperará unas cuantas cuadras más adelante. Verdad de Perogrullo, el resto del camino dependerá de cada uno. El ser humano, entonces, como un work in progress (trabajo en progreso) que debe ir completándose en su relación con los demás.
Todo este introito para preguntarme/les si es una antigüedad preservar lo que nos enseñaron como “buenos modales”, si es demodé ser educado, guardar ciertas formas, pensar que no somos los únicos y que lo que hacemos o dejamos de hacer –siempre– tiene su efecto en los demás. Hasta la frase “don de gentes” hoy suena antidiluviana, pero eso no quiere decir que dé lo mismo. A mí no me da lo mismo. Me molesta sobremanera cuando ciertas normas de urbanidad y hasta de caballerosidad se omiten ex profeso, como si hubieran caído en desuso al igual que un disco de pasta o una fugaz estrellita de tevé.
No me da lo mismo los que atienden el teléfono con un lacónico “sí” (¿Sí, qué?, suelo contestarles con mi peor otro yo). No pido ya el viejo y querido “buen día”; me conformo al menos con un mínimo “hola” tan impersonal como protocolar.

Lo que está en juego

Sigo preguntando: ¿es de anacrónico o viejo choto no tutear a todo el mundo, ceder el asiento en el micro, no carajear a la maestra de los chicos, saludar a los vecinos, devolver una billetera ajena? Parece que sí; a la chica que el mes pasado devolvió $40.000 le atestaron la casilla de su teléfono con mensajes donde boluda era lo más liviano que le propinaron por haber osado ser honesta. Hoy tener códigos no paga, no tiene prensa, no es de modernos ni avispados. Ser educados es de pavotes, de nerds, de marginales aun dentro del sistema.
De eso trata en esencia un libro como No es país para viejos, obra de Corman McCarthy que sirvió de base para el multipremiado filme de los hermanos Cohen Sin lugar para los débiles. La historia en primer plano son los dos millones de dólares de una fallida venta de droga que Llewelyn Moss encontrará y que en su afán de quedárselos desatará un interminable reguero de
muertes. Pero lo que allí está en juego todo el tiempo son los códigos. En esa batalla de todos contra todos, nadie le debe fidelidad a nadie. El sheriff, especie de voz de la conciencia, es quien cavila apenado acerca de que en el mundo actual ya no hay lugar para los débiles (¿los honestos?).
“Opino que cuando todas las mentiras hayan sido contadas y olvidadas, la verdad aún seguirá estando ahí. La verdad no va de un sitio a otro y no cambia de vez en cuando. No se la puede corromper como no se puede salar la sal”, reflexiona Ed Tom Bell, el experimentado jefe policial.
Para el personaje encarnado por Tommy Lee Jones, su mundo –ese pueblo en el desierto en el que apenas se mueven personas, autos y serpientes– ciertas normas son tan elementales como un buen desayuno.

Para no ser esclavos

Ese sheriff, que se reconoce viejo y cansado pero que no resigna sus ideales, bien podría ser un docente jubilado, nuestros padres, un político de los de antes, un veterano de guerra, un pibe que devuelve algo que no le pertenece. Cualquiera de ellos debe preguntarse hoy por qué tantos de los que perdieron en el camino desde modales hasta códigos dejaron tan atrás a aquel niño al que seguramente le enseñaron lo básico para ser una persona decente, íntegra.
Si tales palabras les suenan un tanto apolilladas, dejo que Juan Manuel de Prada hable y se despida por mí: “Quizás es que soy un hombre muy poco moderno; pero declararme antimoderno es la única forma que nos resta para no ser esclavos de nuestra época”.
No sé si será la edad, la paternidad o una bienvenida sensibilidad ambiental, lo cierto es que ya no me resbalan los desmadres ecológicos, pasen éstos acá a la vuelta o en un país asiático de esos que hay que buscar con el google.
Yo era uno de los tantos que se preguntaban, cuando veía a los activistas de Greenpeace en osadas piruetas para frenar la caza indiscriminada de ballenas, movilizándose contra las papeleras, o encadenados para evitar la tala de un bosque, por qué tanto empeño en esas causas cuando aparecían como prioritarias, por caso, salvar del hambre a millones de personas, cuidar a ancianos olvidados o terminar con el trabajo infantil. Invertir tiempo, esfuerzo y dinero en humanos, antes que en animales o árboles. Error. ¿Dónde estaba escrito que una cosa suplanta a la otra? Mientras unos están parando el hachazo en el árbol o impidiendo la extinción del koala o el tatú carreta, otros solidarios integran una misión humanitaria en algún lejano poblado africano. Es decir, el objetivo es el mismo: contribuir a salvar al planeta y sus habitantes desde distintos frentes.

Semillas al aire
A quienes militan estas luchas se los suele desacreditar tildándolos de "políticamente correctos", como si sólo se tratase de bienintencionados que tienen tiempo de sobra para tales menesteres. Pues claro que esto es política, y de la buena. Hay que tener cojones para enfrentar a fuertes intereses económicos, como los que en el Norte argentino talan bosques enteros para plantar soja o en el Amazonas brasileño, principal pulmón verde de este vapuleado planeta, desforestan y talan ilegalmente. Es político dar la cara por los animales en extinción o proteger y movilizarse por los recursos naturales cuando cientos de funcionarios ambientales gastan millones de las arcas públicas en contratar a familiares y amigos (cualquier parecido con la acusada de malversación de fondos, Romina Picolotti, no es casualidad). Burócratas que no saben ni cuáles son las áreas protegidas que tienen a su cargo y que rara vez salen a la palestra para pedirles un poco de conciencia ambiental a los ignorantes que tiran botellas de plástico a los cauces, hacen asado al pie de los árboles, cazan todo lo que se mueva o van por la vida pensando que el ambiente nunca les cobrará tanta desidia. Y es político también mediatizar estos temas.
Cada acción de Greenpeace (sin dudas, la más famosa de las ONG ambientales) y de tantas otras de sus pares -a nivel local, Oikos, Cullunche y Nativa, han tenido fuerte protagonismo al expresarse contra la minería contaminante, la cacería ilegal o la explotación petrolera en Llancanello- provoca una reacción. Y no siempre positiva. La irrupción en espacios públicos y privados, muchas veces sin autorización, suele ganarse el rechazo de un sector al que una orca más o un quebracho colorado menos nunca les moverá el piso. De lo que no hay dudas es que no pasan inadvertidos. Saben que lo suyo es tirar semillas al aire confiando en que siempre habrá tierra fértil para una buena causa.
En lo que todos, sin excepción, estamos cosechando lo que sembramos es con el mentado cambio climático, que tanto le debe a la mano -negligente- del hombre. El acortamiento de la brecha entre la temperatura mínima y la máxima, el aumento de las lluvias, el efecto invernadero, el calentamiento global y el retroceso de los glaciares son muestras gratis del viva la pepa humano.

Un tema mayor
La cuestión ya no es dejarles un mundo mejor a nuestros hijos. Se trata de que nuestros hijos empiecen a vivir mejor ahora. Ahora es cuando urge respirar aire puro (lo del volcán Chaitén tomémoslo como lo que es: un "lapsus" de la naturaleza) y preservar concienzudamente el planeta para que entonces sí los que vengan no encuentren tierra rasa como en esas películas apocalípticas a las que es tan afecto Hollywood.
A riesgo de que suene a sentencia -¡y con tufillo a Paulo Coelho!-, se trata de cuidar la casa de todos. Para muchos, arrojar una pila en cualquier lado o tomar posición por el ambiente son temas menores. Eso supondría, especulo, que en los temas "mayores" estamos involucrados desde hace rato. ¿Estamos?
El Estado, figura elefantiásica y siempre sospechada de ineficiente, suele dejar agujeros negros que los ciudadanos deben cubrir por mera supervivencia o responsabilidad cívica. Digo esto a propósito de la falta de control en demasiados sectores de la sociedad, algo que sólo salta a la vista cuando ocurre una desgracia y aflora la cadena de irresponsabilidades.
Nada más elocuente para graficarlo que el caso Cromagnon, con casi 200 vidas en la conciencia de un puñado de funcionarios y particulares ineptos.
Quizás como efecto de la lección aprendida actualmente hay organizaciones civiles que auditan boliches, padres que se suman a los controles policiales para detectar pibes que manejan borrachos, músicos que juntan firmas en sus conciertos para impulsar una ley, uniones vecinales que ayudan a construir una delegación policial... Ejemplos de participación ciudadana que nacen de la necesidad misma, prescindiendo de toda tutela estatal.
Lo que deberían oír. La idea para reflexionar sobre este tema partió de un simple blog en el que una periodista del diario Crítica, de Lanata, da cuenta del calvario cotidiano que padecen porteños y bonaerenses en los medios de transporte público. Viajé para el orto -tal el explícito nombre de esa bitácora- no sólo registra lo que la autora ve diariamente, también recibe el aporte en textos y fotos de miles de maltratados pasajeros. Entrando allí, un funcionario astuto tendría un panorama más contundente de lo que pasa en calles y vías que el que le puede acercar un asesor de esos que están más pintados que un puente.
Algunos interpretarán este gesto (el de volcar la bronca en un blog) como un simple desahogo, cuando en realidad son voces de un coro que, tarde o temprano, se hará oír. Si el sector político quiere recuperar el respeto perdido, ya debería ir abriendo sus oídos a estos cantos que nada tienen de sirenas.
El cliente siempre tiene la razón. Frente al constante desmadre de los precios, los consumidores han demostrado no estar anestesiados. Así lo confirman esos tibios boicots que contribuyeron a frenar el alza de ciertos productos (el caso del tomate en 2007 es bien ilustrativo) o el ascenso de organizaciones de defensa al consumidor -como Prodelco y Adecua- que han ganado presencia, incluso mediática, por poner la lupa ahí donde rara vez el Gobierno fiscaliza como debiera. En la ausencia del Gran Hermano Estado, los argentinos comunes y corrientes van tomando la posta.
El ojo del amo. No menos cierto es que cuando los controles funcionan la maquinaria social se muestra más aceitada y eficaz. Basta observar cómo reaccionamos al ver un puesto policial en las rutas: disminuimos la velocidad, nos abrochamos el cinturón, no atendemos el celular y por poco no nos peinamos al pasar frente "a la ley". Somos, como tantas veces nos dijeron en la escuela, hijos del rigor. Para esto el General (Perón) tenía un frase igualmente cierta: "Todos los hombres son buenos, pero si los controlan son mejores".
En esa línea, no un peronista sino un radical -el intendente de Capital, Víctor Fayad- puso en práctica eso de que "el ojo del amo engorda el ganado" y dispuso manu militari sacar los tabiques en oficinas del municipio para terminar con esos guetos donde, aseguró, pululaban personajes gasallescos de mate y chusmerío y vendedores de ropa y CD truchos.
En Guaymallén, la unión vecinal del barrio Villa Barón confeccionó su propio mapa del delito para poner en evidencia dónde se vende droga o viven los delincuentes. Ahora será la Justicia y los muchachos de azul quienes deberán desactivar esa bomba de tiempo que les late al otro lado de la medianera.
Ni tanto ni tan poco. Después de todo no está nada mal que los que ponemos el voto además metamos los pies en el barro. Ya de boca de nuestros padres solíamos escuchar quejas acerca del "Estado paternalista". Ni tanto ni tampoco. En varias de las situaciones aquí descriptas el ciudadano común debió involucrarse porque no le quedaba otra.
Con 25 años de democracia ininterrumpida, lo esperable en este país ciclotímico es que tengamos la madurez suficiente para reclamar cuando corresponde pero también para hacernos cargo de ser protagonistas y no ver pasar la vida con la ñata contra el vidrio. En otras palabras, ser jueces y parte.