Apenas segundos le bastan al granizo para llevarse el esfuerzo de muchos laburantes y dejar sólo impotencia.

Nació en una finca de Ingeniero Giagnoni. Creció allí, se casó allí y partió de allí para volver sólo en impostergables ocasiones familiares (cumpleaños, muertes, navidades). De niño supo lo que era trabajar desde el alba. Hizo todo lo que hace un laburante de la tierra en el rubro viñatero: abrir surcos, atar, podar, sulfatar, regar, cosechar. Por entonces esto no era considerado trabajo infantil, mucho menos explotación. Era lo que había que hacer como parte de una dinámica familiar que no se discutía. Todos para uno y uno para todos, como correspondía al mandato paterno, ese que tenía firmes raíces en la añorada Italia.
Aquel niño dejó de ser niño en un trayecto en el que observaba, sobre todo sentía, cómo la película rara vez tenía final feliz. Digamos que el producto de tanto esfuerzo nunca tenía una recompensa acorde al sudor invertido. Pero también en ese periplo conoció a su mujer, al amor lo tradujo en tres hijos y al menos sintió que el cansancio repetido, el trabajo “embrutecedor” como lo definió un día, tenía algún sentido. Alimentar a su familia era el mejor empujón que necesitaba para enfrentar el yugo cotidiano.
Entre las buenas y las malas, fue testigo de cómo el enemigo más temido del obrero rural, el implacable granizo, se llevaba en segundos todas las mañanas, las tardes y las noches de ponerle el cuerpo a la tierra con la expectativa, la más elemental, de llegar a la cosecha como se llega al podio a recibir un merecido premio.
Hasta que un día el tipo dijo basta. El tipo, mi padre, años después reconocería: “Creo que haber dejado el trabajo de la tierra fue la mejor decisión que tomé en mi vida. Es muy sacrificado y muy ingrato, muy ingrato”.
El recuerdo personal no es caprichoso ni casual. Revive cada vez que como periodista me toca escribir o titular notas como las del domingo: “Feroz granizo causó graves daños en el Este”, “Granizo: pérdidas millonarias en cultivos y viviendas sufrió Junín”, “Declaran la emergencia económica”. O ponerle cifras a ese cuadro desolador: casi $100 millones de pérdidas, 1.000 viviendas dañadas, 7.000 hectáreas afectadas, etc.
Como siempre en estos casos, veo a esos productores que, dando el testimonio de lo que pasó, no pueden impedir frente a una cámara que se les deslice una lágrima de impotencia. Imposible no sentir empatía frente a ese dolor sin imposturas. Imposible no pensar, viejo, que tomaste una sabia decisión. Aunque aquellos que se quedan piensen lo contrario.

(En Diario UNO, 5 de diciembre de 2011)

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