La fascinación que ejerce la historia de los Puccio se traduce por estos días en el millón de argentinos que ya vio la película de Pablo Trapero basada en ese perverso clan.
Una familia de buen pasar económico, situada en el recoleto San Isidro e hijos que descollan en el rugby, sería a priori el ámbito menos propicio para prohijar una organización delictiva.
Arquímedes Puccio, un ex militar vinculado a la SIDE, demostró que sí se puede. Entre 1982 y 1985 creó una mini organización dedicada a secuestrar y matar a personas de apellidos reconocidos en el mundo empresarial (Manoukian, Aulet y Naum).
Lo siniestro es que lo hizo con la complicidad y la ayuda operativa de sus hijos Alejandro y Daniel, además de un militar retirado y un par de personajes de armas tomar.
Desde una consentida complicidad, el resto de la familia cumplió una fina tarea logística que facilitó el movimiento interno, en el cual los secuestrados “convivían” bajo el mismo techo con los Puccio.
En esta película protagonizada por Guillermo Francella, como en otras  cintas de indudable valor testimonial (La historia oficial y El secreto de sus ojos, entre tantas otras), el cine se erige como una herramienta valiosísima para acceder a la historia argentina desde un lugar menos previsible.
Estos filmes evitan caer en el trillado análisis   de la última dictadura, en lugares comunes que lícuan el contenido medular de hechos tan graves. 
En cambio, desde ópticas distintas, posibilitan entender un poco mejor por qué casos como el de los Puccio prosperaron en un contexto político y social determinado.
Representan otra forma de conocimiento de lo que fue y es nuestro país. Lo que, con estilos, perfiles y experiencias distintas, aportan historiadores contemporáneos como Rodolfo Terragno, Felipe Pigna o Daniel Balmaceda. 
A través de sus charlas, libros y publicaciones en medios masivos, ellos han logrado desacartonar el pasado y hacerlo más “amable” para las nuevas generaciones. Esas mismas que bostezaban en las clases de Historia porque en un estilo indisimuladamente pueril se les enseñaba un cuentito símil Billiken.
El arte, como vehículo de reflexión y de autoconocimiento, ratifica todo el tiempo su poder de fuego. Por algo los gobiernos totalitarios acallan con tanto ahínco a los hacedores culturales.

(Diario UNO, 25 de agosto de 2015)

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