Si algún efecto positivo han conseguido las nuevas tecnologías en relación a la comunicación es una tan espontánea como desordenada reacción de las audiencias frente a todo lo que le pase por enfrente.
En medio de esa suerte de torpe catarsis, no exenta de improperios y ofensas exacerbadas, irrumpen sensatas demandas a los funcionarios y a referentes políticos y sociales en general.
Una forma espasmódica de decirles que están siendo auditados, que no les van a dejar pasar una. Llámese dietazo, viaje “de egresados” a las elecciones de Estados Unidos o licitaciones flojitas de papeles.
El estilo de expresar esa demanda es lo más parecido al ese boxeador grogui que tira piñas en todas direcciones con la esperanza de que alguna dará en el blanco. 
A decir verdad,   en las reacciones de esa entelequia llamada “gente” algunas de las trompadas llegan a destino y más de un funcionario público tiene que salir con la cabeza gacha a disculparse, o directamente a dar marcha atrás si la pifió feo.
La proliferación de nuevas plataformas, sumada a los medios tradicionales que son los que guardan las formas para ordenar la información, conforman una suerte de ecosistema en el que políticos y representantes de la ciudadanía están más controlados y con menos posibilidades de sacar los pies del plato.
Nadie niega que así como crece esa auditoría social merced al avance tecnológico, como contrapartida en reiteradas ocasiones se produce un linchamiento virtual del cual es muy difícil regresar indemne.
Darle racionalidad a esa mirada social sobre quienes nos representan (sobre todo los que manejan fondos públicos) es una materia pendiente en la que hay que trabajar con la convicción de que siempre debería rendirse cuentas en base a esa responsabilidad.
Es un deber y un derecho. Lógicamente, esto presupone una importante cuota de tolerancia y respeto que, mal que nos pese, será uno de los mayores desafíos en ese intercambio que hoy está más signado por las emociones que por las opiniones.

(Diario UNO, 16 de noviembre de 2016)

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