Al mejor estilo del perro que se muerde la cola, como país seguimos tropezando con las mismas piedras. Tamaña torpeza tiene un costo social, político y económico altísimo que no dejamos de pagarlo una y otra vez, como si esa simbólica erogación no tuviera impacto en la vida de todos los argentinos.
Cuando a través de las urnas se delega el poder  en aquellos que nos representarán en funciones claves de la gestión pública, ponemos una gran cuota de confianza, mucha expectativa, pero también nos compromete a ser fiscales de lo que hagan o dejen de hacer.
Por esa razón, esos representantes –desde un edil hasta el mismísimo presidente– tienen que escuchar las demandas genuinas de la población. 
No están ahí para enriquecerse ni beneficiar a los suyos, aunque esto sea lo que viene ocurriendo desde años ha. 
Hacerse eco de los reclamos sectoriales requiere de oficio, tacto y sensibilidad, características que, al menos hasta ahora, el gobierno de Mauricio Macri sigue sin mostrar. Dígase a su favor el haber descomprimido la tensión en material comunicacional, donde las voces críticas ya no sufren el escarnio de quien conduce las riendas del país.
Pero esto resulta 
insuficiente si temas esenciales para la vida de todos, como la seguridad, el empleo, la inflación y la salud, no son abordados como políticas de estado ni están a la cabeza de la agenda presidencial.
El diagnóstico, suponemos, ya lo tenía claro al momento de asumir. Mucho más lo debería tener ahora tras 9 meses de gestión. El “changüí” de adaptación, que por lo general  suele ser de tres meses, ya lo tuvo. Es decir que no es una cuestión de tiempo definir o redefinir el rumbo.
Las marchas y contramarchas en virtud del equívoco manejo de la actualización de las tarifas puede, como aspecto positivo, servir de enseñanza para abordar el tiempo que aún resta para concluir los cuatro años de gestión de Cambiemos.
Escuchar las demandas sociales, las sensatas obviamente, es parte del mandato implícito en cada voto. No hacerlo sería un error y un acto de soberbia como el de todo aquel que una vez que ocupa el sillón más alto se autoconvence de que está ahí sólo por sus virtudes, no por la suma de lo suyo y lo de los demás que confiaron en él. 

(Diario UNO, 7 de setiembre de 2016)

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