Si hay un tema que siempre integró el frondoso catálogo de obsesiones de Jorge Luis Borges ese fue sin dudas el de la inmortalidad. 
A 30 años de su muerte en Ginebra, Suiza, el escritor más grande que dio la Argentina no ha perdido un ápice de vigencia. “Una eternidad inmerecida”, habría acotado. 
Con el recordatorio que potencia la cifra redonda, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo es hoy el centro de una serie de homenajes que en vida hubieran dado pie a su fina ironía, desdeñando tanta pompa en “un simple escriba”.
La paradoja, nada extraña viniendo de un ser propiamente borgeano, es que estas tres décadas de supuesta ausencia no transcurrieron sin Borges sino con Borges. 
En todas las universidades del mundo se lo estudia, analiza, debate y admira porque si algo trasunta su obra es la vitalidad. 
Al igual que Kafka o Beckett, el argentino es un escritor 
al que se lo redescubre con cada lectura. 
Por tratarse del creador de un mundo singular, sus libros atesoran claves y códigos que al cabo de un tiempo ofician de contraseña para ver más allá de lo que muestra la engañosa superficie.
Aunque el Nobel le fue injustamente esquivo, Borges sigue siendo considerado por estudiosos, críticos y colegas como el escritor más importante del siglo XX, con más fuerza incluso que muchos de los galardonados por la academia sueca.
Quien imaginara al Paraíso como “algún tipo de biblioteca”, no fue en lo cotidiano un personaje fácil ni cómodo para ciertos sectores de la intelectualidad. 
Sus opiniones, sobre todo aquellas que abordaban lo político o los vaivenes de la coyuntura, provocaban más rechazo que aprobación. 
Al creador de El aleph poco le importaba lo que dijeran sus circunstanciales exégetas. También es cierto que en muchas ocasiones se expresaba con un humor tan sutil que desconcertaba ex profeso a sus interlocutores.
Borges, no es ninguna novedad, fue su mejor personaje. El más grande y, ciertamente, el más borgeano.

(Diario UNO, 14 de junio de 2016)

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