Como a tantas cosas, también nos acostumbramos a vivir en un estado de inseguridad permanente.
Ya hace tiempo que quedó fuera de discusión que no se trata de una “sensación”, como prefieren definir la candente situación los funcionarios del área y la mayoría de los gobernantes.
Es diario el padecimiento y la indefensión de cualquier argentino, sin distinción de raza, sexo o capacidad económica, que queda a merced de los delincuentes. 
Para transformarse en una víctima más del delito no hace falta reunir ciertas condiciones: el ataque puede producirse en plena calle, en una entradera en la propia casa, a la salida del trabajo o esperando el micro para ir a la escuela.
Tampoco el botín es determinante, ya que un celular, una billetera o una camioneta habilitan al agresor al uso mortal de un arma de fuego.
Han logrado estos sátrapas que ya no existan zonas rojas porque todas lo son. 
No se está a salvo en  ningún lugar específico. Incluso, a pocos metros de una comisaría se producen robos y asaltos de esos que nuestros lectores encuentran a diario en las páginas de Policiales.
Una prueba irrefutable de la impunidad con que se mueven los delincuentes. 
Sin embargo, cuando se discute acerca del trabajo de Inteligencia Criminal, justifican su existencia como si tuvieran cientos, miles de casos para mostrar cuán efectivos son.
La batalla con el delito se ha perdido por goleada y los únicos que no parecen enterarse son quienes tienen que velar por la seguridad de los ciudadanos. 
Es tan preocupante el impacto del delito en la sociedad que ningún candidato podría no opinar qué plan tiene para ponerle coto.
Las respuestas, lejos de tranquilizar, dan más temor que esperanza. Muestran que se tiene un diagnóstico más bien epidérmico, con propuestas efectistas que no garantizan que se busque atacar el problema de fondo.
Estamos ante un fenómeno extremadamente complejo al que no se puede solucionar con parches.
La hora exige un pacto sin precedentes en el país porque para derrotar al delito no alcanza con sumar policías y patrulleros en las calles. 
Hay que ir al hueso y eso implica dejar las comodidades del poder para meterse en el barro. 
¿Cuántos estarán dispuestos a tanto?

(Diario UNO, 13 de marzo de 2015)

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