El humor social no está para bollos. Bastante agitado arrancó el año con la extraña muerte del fiscal Alberto Nisman como para que todo se tome con una liviandad digna de lo peor de las redes sociales.
Y es precisamente ahí donde la presidenta Cristina Fernández recala cada vez más seguido para expresarse en los más variados rubros, desde lo ocurrido con quien la denunció por encubrir a los  sospechosos del atentado a la AMIA o para contar qué hizo en su gira por China.
Respecto de esto último, su humorada con lo de la Campola, el aloz y el petloleo, generó más rechazos que aplausos. Por más que algunos se pregunten qué tiene de malo o cuestionan que se sobredimensionó, ¿hace falta recordarles que es una mandataria la que le pone la firma? ¿Es causalidad que el supuesto intrascendente tuit tuvo eco hasta en diarios de España, Estados Unidos y Francia?
Y lo fundamental, lo que ninguno de sus asesores comunicacionales –en caso de tenerlos– se atreve a decirle cara a cara, no por Facebook o Twitter: sus dichos no hacen más que profundizar esa grieta que, según como se mire o qué posición se tome, es peligrosamente amplia.
La pregunta del millón es ¿qué gana la presidenta con divorciarse aún más de aquellos que no son sus incondicionales? Como en el caso de la mujer del César, aquí es tan es importante el ser como el parecer. Las formas en un mandatario dicen tanto como lo que no se dice.
Que su primera reacción ante la muerte de Nisman haya sido una carta a través de su muro de Facebook, que no haya expresado un pésame a su familia y que luego haya seguido usando la cadena nacional para remarcar cuán equivocado está todo aquel que no piensa como ella, no es lo que se espera de un conductor sensible con los dramas que atraviesa un país. Salvo, claro, que se siga pensando que está todo bien y que no importe guardar determinadas convenciones.
Cuando se produjeron las primeras reacciones ante el fallido tuit de “la Cámpola”, Cristina metió más fichas. “Sorry, tómenlo con humor. El exceso de ridículo sólo se digiere con humor, sino son muy tóxicos”, tuiteó desde el país de Mao.
El concepto “tóxico” fue desarrollado por la psicología para definir a aquellas personas que “contaminan” la relación interpersonal con sus reacciones, su queja constante, sus agresiones y sus dichos. Para decirlo sin vueltas, son los que nos hacen más complicada la vida.
Para el caso, y si extendemos la apreciación de la Presidenta a lo cotidiano, también entran en la categoría de tóxicos los funcionarios que avalaron su “dietazo”; los barrabravas que apretaron a los jugadores de Argentino de San José; los precandidatos que prometen lo mismo que podrían haber hecho cuando estuvieron en otras funciones; los que manejan sin importarles lo que puedan causar con sus imprudencias; los colegas de la prensa que dan lecciones de moral pero no resisten un archivo. Tóxicos somos, en muchas ocasiones, los medios. Tóxicos, como opinólogos, vedetes desbocadas y filósofos de bar, hay por todas partes.
No hay que ser un reputado semiólogo para concluir que Cristina carece de una estrategia comunicacional. Lo más cercano a una política en ese sentido podría inferirse de ver y oír sus medios leales (Tevé pública, Radio Nacional, Página 12, Tiempo Argentino, entre otros).
Pero eso sería reconocer que sólo se le está hablando a quien está de acuerdo y convencido desde el vamos. Si, tal como siempre remarca cual eslogan en sus extensas cadenas nacionales, ella es “la presidenta de los 40 millones de argentinos”, cada palabra, opinión, discurso, tuit o carta vía Facebook, debería incluir sin medias tintas a ese “todos y todas” que ya es su marca de fábrica.
La sensación que muchos tienen –me incluyo– es la de estar viendo dos países distintos. En uno, va ganando River. En el otro, el que hizo los goles fue Boca. Pero el 5 a 0 está ahí.

(Diario UNO, 8 de febrero de 2015)

El archivo