Como si se tratara de una entrega por capítulos, la trágica historia del choque frontal en San Martín va cerrando de a poco como una herida, aunque prometa segundas y hasta terceras partes.
Además de buscar respuestas a lo que a falta de palabras más precisas solemos definir como “fatalidad” o “milagro” (en aquellos casos en que salvaron sus vidas), en hechos como este siempre se torna  imprescindible sacar en limpio alguna enseñanza, encontrar mecanismos más efectivos para que no se repitan.

Rutas suicidas. Que Argentina tenga en promedio unas 5.000 muertes por año a raíz de su caótico tránsito, según datos de la Organización Mundial de la Salud, debería llevar a los gobiernos provinciales y a la Nación a poner el tema entre sus prioridades. Ya sabemos que la economía y la seguridad están a la cabeza, sobre todo por el contexto y la dinámica de la realidad argentina, pero lo vial también es parte de la inseguridad que se vive hoy.
La misma organización advierte que en 2030, sobre todo en países como el nuestro, las muertes viales serán una de las principales causas de muerte. Mientras tanto, las rutas están en pésimo estado y, aunque los peajes se multipliquen, las mejoras no llegan. 
Cualquiera que haya viajado recientemente a la costa atlántica habrá notado lo desastroso de los caminos, sin contar que no hay carteles informativos en cientos de kilómetros. Para un turista extranjero debe ser un enigma atravesar el país, porque esta ausencia de referencias y distancias es tan elemental que confunde, complica y da bronca.
Ahora bien, cuando ocurren accidentes como el de San Martín, ahí sí salta la liebre. Se reabre el debate por la seguridad en las rutas, qué rol tuvo la policía, las condiciones de los caminos, la impericia del conductor, etcétera, pero esto dura como todo en la era de la información efímera: hasta la próxima noticia que supere la anterior, que puede ser desde el pedido de juicio político a un miembro de la Corte, las críticas de la Presidenta a los dueños de supermercados o el casamiento de Matías Alé.

Tonto, no es para jugar. Si algo dejó bajo la lupa la tragedia de la ruta 7, fue el 911. En realidad, si fuéramos precisos, deberíamos decir la capacidad de reacción de este servicio y quienes lo operaban cuando ocurrió el choque frontal entre el micro y el camión. No haber dado pronta respuesta a las denuncias del confuso estado del camionero brasileño desembocó en la sanción a 9 policías. Otra vez la reacción tardía, y el escarnio público por la falta de reflejos.
Pero lo que vino después fue un fuerte cuestionamiento al sistema, lo cual también fue una puesta en escena, porque ya desde antes de la tragedia en el Este había aspectos que mejorar. El mismo servicio cuestionado es el que ayudó a movilizar al resto –bomberos, ambulancias, móviles policiales– en el accidente de San Martín y las condenables fallas no lo invalidan como mecanismo. Sí hay que lograr que funcione de manera más eficiente, pero para eso debemos contar con una sociedad menos desalmada que no lo utilice para hacer bromas o brindar falsa información de manera tal que esa llamada pueda estar obstaculizando el ingreso de una urgencia.
Es muy obvio, hasta un niño lo entiende; sin embargo, hay que realizar campañas y repetir hasta el hartazgo que el 911 está para otras necesidades. ¿No está un poco cansado el lector de escuchar, leer o ver que se critique sobre cualquier tema, pero después en la calle o en la vida personal seamos iguales o peores que “los otros”?
La seudojustificación sociológica de café que sostiene “y, los argentinos somos así” es frustrante. Cada padre, cada docente, cada uno en la función que le toque, debería empezar a abonar el terreno, léase apuntar a los niños, para sembrar eso en que los adultos ya fracasamos.

El poder de las historias. Detrás del a veces apabullante volumen de noticias que a diario proyectamos todos los medios, hay historias que no siempre son título principal, pero que se imponen por peso propio. Y eso ocurre, más que por habilidad periodística, por la singular empatía que se produce entre los lectores, oyentes o espectadores y los protagonistas de esas historias.
¿Cómo no conmoverse con el niño de 7 años que les ofrece a los ladrones sus moneditas para que dejen de pegarle a su padre, un contador de Guaymallén? ¿Cómo no indignarse ante la golpiza que recibe un joven por el solo hecho de ser gay o el maltrato policial a una mujer que precisamente va a denunciar un caso de violencia de género?
¿Cómo no maldecir tanta burocracia que impide a la mendocina Nora Morales traer de España a su nieta de 2 años? ¿Cómo no ponerse en la piel de esa persona que se bajó antes del accidente en San Martín y que era la famosa víctima 17? ¿Cómo no pensar qué habría pasado si ese camión que perdió su carga de troncos en el Acceso Sur hubiera impactado sobre el auto de la ex Reina vendimial Wanda Kaliciñski, quien le agradeció “al barba” en su Twitter? ¿Cómo no alarmarse ante la muerte del camarógrafo al que lo hirió una bengala mientras cubría una protesta en Río de Janeiro?
Y pensar que en foros literarios todavía se sigue debatiendo si ya todo está escrito, si se acabaron los temas y no queda más que reescribir con nuevos enfoques lo mismo de ayer y antes de ayer. La vida “real” dice todo lo contrario.

Los números y el sinceramiento. Para aquellos a los que en la escuela odiábamos las matemáticas –la mayoría, reconozcámoslo–, los números son un enigma equiparable al de determinar cuál es el talento de Vicky Xipolitakis o entender por qué Tevez no está en la Selección. Sin embargo, desde que arrancó el año, los números están presentes en la calle, las casas, los comercios y los medios.
El dólar desatado, la devaluación del peso, los precios cuidados y los descuidados, el nuevo índice de medición (y el bienvenido sinceramiento), la inflación acechante, el debate por el presupuesto y la álgida discusión en paritarias, todo se traduce en números. Cifras que parecen abstractas y, no obstante, definen el curso de un país y, por qué no, el de nuestras vidas.
Aunque los argentinos nos jactemos de poder dictar cursos de sobrevivencia, el bolsillo se ha transformado en un símbolo de resistencia. De allí que toda negociación al respecto hoy sea tan complicada porque cada peso vale mucho más –o mucho menos– que un peso. La sensatez con que se negocie es un reaseguro de que el país no se desmadre, pero tampoco debe soslayarse el esfuerzo estratégico de cada persona y cada rubro.

(Diario UNO, domingo 16 de febrero de 2014)

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