Dedicada “a todos los piantados del mundo” y a aquel caballero inglés que en el siglo XVIII unió Londres-Edimburgo caminando hacia atrás, la expedición París-Marsella a bordo de una combi Volkswagen -bautizada para la posteridad como el dragón Fafner- surgió como un juego, casi un chiste interno, entre el escritor Julio Cortázar y su tercera mujer, la fotógrafa Carol Dunlop, que quedó prolijamente registrado en el libro Los autonautas de la cosmopista. Un mix de textos, fotos y dibujos que da cuenta de los 33 días que les llevó cubrir 800 kilómetros viviendo literal y literariamente en la autopista del Sur.
¿Lo hacemos? Todo comenzó en el verano de 1978 cuando la pareja regresaba de pasar unos días en la casa de sus amigos los Thiercelin, en la localidad de Serre. A su vuelta a París decidieron optar por la autopista para realizar el viaje en etapas. Primaba en ellos el pragmatismo, pero el Lobo y la Osita (como se llamaban en la intimidad y luego en el libro) cayeron en la cuenta de que contaban con varios días para llegar a la Ciudad Luz y la chispa no tardó en encenderse. A la altura del parador de Orange-le-Grès, whisky en mano Julio comentó: “Qué bien se está aquí”, a lo que Carol propuso: “Podríamos continuar a este ritmo, como los viajeros de las diligencias”. Palabras más, palabras menos, surgía la idea de escribir un libro de viaje “como los antiguos exploradores”. Bastó un simple “¿Lo hacemos, Osita?” y un contundente “Lo hacemos” para disparar la expedición que recién cuatro años después pudieron concretar. Lapso en el que el sueño, lejos de frustrarse, se potenció con la compra de libros de viajes, instrumentos científicos y la toma de apuntes clave para cuando llegara el día de zarpar.
El plan. Ambos se consideraban autopistenses comunes y corrientes, ni siquiera solían llevar a mano la siempre práctica guía Michelin de las rutas. Por lo que debieron planificar el viaje hasta en los mínimos detalles. Las consignas, grosso modo, eran: cubrir el trayecto París-Marsella en 33 días sin salir de la autopista, hacer altos en dos paradores por jornada (pasando siempre la noche en el segundo), y paralelamente ir registrando en un libro las descripciones climáticas, topográficas y fenomenológicas sin las cuales tal proyecto no tendría “un aire serio”. Por otro lado, se iría dando forma al libro “lúdico”, que contendría apuntes literarios, guiños domésticos, y lo que aportara el bienvenido azar. Eso sí, no se desaprovecharían una buena ducha o una mullida cama de hotel.
Apoyo logístico. Para atravesar los 65 paradores, los autonautas se inspiraron en El diario del Capitán Cook y se proveyeron de una abundante cantidad de alimentos, productos de limpieza, bebidas espirituosas y hasta de medicamentos (la salud de la pareja no estaba en su mejor momento). Ah, y libros, claro, muchos libros y la máquina de escribir y papeles, muchos papeles en blanco. Para reabastecerse, en cambio, lanzaron un cuidadoso casting de amigos lo suficientemente afines para entender la locura del proyecto y no hacer demasiadas preguntas. De muy buena gana, los Thiercelin y los Courcelles-Gurmen aceptaron el convite y terminaron siendo los encargados de acercarles provisiones cada diez días.
En marcha. A las 14.25 del 23 de mayo de 1982, montados en su fiel dragón Fafner y sin el sponsoreo de una Isabel la Católica o un mecenas de alguna telefónica, partieron bajo la lluvia el Lobo y la Osita. A las 14.47 entraban a la autopista y el libro comenzaba a escribirse. A las 20, apuntaban en el Diario de Ruta: “Observamos una liebre grande como un perro pequeño, color de gallina, que saltaba como si quisiera imitar el vuelo de una mariposa”.
Ellos teclean. “Esta autopista paralela que buscamos sólo existe acaso en la imaginación de quienes sueñan con ella... Cosmonautas de la autopista, a la manera de los viajeros interplanetarios que observan de lejos el rápido envejecimiento de aquellos que siguen sometidos a las leyes del tiempo terrestre, ¿qué vamos a descubrir al entrar en un ritmo de camellos después de tantos viajes en avión, metro, tren?... Autonautas de la cosmopista, dice Julio. El otro camino, que sin embargo es el mismo”.
A mano alzada. Stéphane Hérber, el hijo de 14 años de Carol e incipiente dibujante y baterista de rock, fue nombrado “cartógrafo ex posfacto” del proyecto. Es decir, el encargado de traducir en dibujos la peculiar expedición, basándose en el relato de los protagonistas, sus textos, anécdotas y fotos.
Modelo para armar. La bitácora irá incorporando, en una suerte de esquizofrénica coctelera, descripciones de la flora y fauna en torno de los paradores, el insólito bestiario de los parkings, agentes municipales que la juegan de agentes secretos, cartas reales e imaginarias, la visión de él o ella mientras el otro escribe, los encuentros con los amigos que llegan con alimentos y noticias del mundo real, un extracto del Manual de los lobos y más, mucho más. “La fiesta de la vida”, en sus mínimos detalles. La inconfundible pluma del autor de Rayuela en un libro menor, pero indiscutiblemente cortazariano en su desparpajo y sus destellos poéticos.
Tristeza. Eso había, escriben los expedicionarios, al concluir su periplo el 23 de junio, a las 10.40. Llegada al Viex Port, donde se detienen en el muelle Marcel Pagnol para las últimas fotos. “Qué poco duró el viaje”, era la frase recurrente en el interior del fiel Fafner. A la vuelta, ronda de amigos, anécdotas, risas, la ebriedad del reencuentro con lo cotidiano y los afectos (entre ellos, la gata Flanelle) y el gran desafío de volcar en un libro “ese mes fuera del tiempo, ese mes interior donde supimos por primera y última vez lo que era la felicidad absoluta”.
Peaje final. Una vez concluida la misión, la pareja había vuelto a su vida militante y viajado una vez más a Nicaragua, donde realizaba una tarea en apoyo a la lucha de ese pueblo (precisamente a él le donan los derechos del libro ahora reeditado por Alfaguara). Por entonces, Carol enferma repentinamente. Cuatro meses después, la mujer emprende -según el Lobo- “su viaje solitario”. Un mal que creían pasajero la llevó a la muerte. Cortázar debe terminar solo el libro escrito a cuatro manos. En un conmovedor final, el Lobo le dice/tipea: “Tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista”. Fin del viaje.

(Publicado en La Mañana de Córdoba, 20 de mayo de 2007)

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