Cazador a la vista. El sanjuanino Jorge Leonidas Escudero es esa “piedra sensible” que la poesía argentina se demoró demasiado en extraer de las entrañas del desierto cuyano. Por suerte, en la última década se vienen sucediendo con regularidad sus publicaciones a través de Ediciones en Danza (“A otro hablar”, “Verlas venir”, “Andanzas mineras”, “Endeveras”, “Divisadero”, “Tras la llave”, “Dicho en mí”) y el dato de que comenzó a publicar después de los 50 años pasó a ser apenas una anécdota. Como buen minero que fue, “Caza nocturna” continúa su incansable búsqueda del poema como antes lo fuera el oro de sus sueños. Escudero es una voz única y sin embargo tan cotidiana, tan de la calle o el campo abierto, que es muy difícil e inútil situarlo en corriente alguna. Para él, la poesía “es mostrar intimidades,/ ropa de andar dentro de mí”; la creación ese “esquivo animal que sólo se caza/ cuando la flecha se dispara sola” y los premios, el reconocimiento, “cartulinas para el recuerdo”. Porque sabe que “el artista hace garabatos y cree/ gobernar la manija creativa” es que a sus 89 años sigue intentando pegar el salto, “salir desto de siempre donde no hallo y sigo buscando”.
Ajuar de la memoria. “El lápiz del carpintero” podría ser una de las tantas historias que todavía siguen drenando de la Guerra Civil española. Lo que la hace distinta, conmovedora, es la gracia del poeta, narrador y periodista Manuel Rivas (La Coruña, 1957) para contar la historia de Herbal, un carcelero-verdugo que mata a su prisionero-pintor, cuya alma regresará a través del lápiz con el que dibujaba el Pórtico de la Gloria. Lápiz que en el pasado sirvió, en otras manos, tanto para escribir notas libertarias como para narrar las secuelas de la dictadura y hasta historias de amor marcadas por esos tiempos de ideas irreconciliables. Publicada originalmente en 1998 en gallego (como toda la obra de Rivas), “El lápiz...” llegó al cine en 2003. Igual destino tuvo su relato “La lengua de las mariposas”, incluido en “¿Qué me quieres, amor?”.
A la hora de las víboras. Le han escrito poemas, canciones, cuentos, microrrelatos, pero la fotografía seguía en deuda con ella. La siesta, ese fragmento del día que convoca tanto al sueño como a la tristeza o la melancolía, ahora tiene postales de su inquietante imaginario. Con su cámara autodidacta, Facundo de Zuviría (Buenos Aires, 1954) se lanzó a registrar “Siesta argentina” (Ediciones Larivière) y lo hizo sin caer en lo poéticamente esperable. Son cerca de 50 fotos en blanco y negro, a doble página como los viejos libros japoneses, donde únicamente se muestran fachadas de bares, tintorerías, peluquerías, carnicerías, panaderías y demás locales comerciales porteños. La particularidad es que prescinde de toda presencia humana, reforzando así ese efecto de desolación que desde niños asociamos naturalmente con estas horas. Es inevitable pensar que la siesta en las provincias sería un sustancioso material del que Zuviría podría valerse para una hipotética saga de esta exquisita producción.

(Publicado en Diario Los Andes, 20 de setiembre de 2009)

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