No soy bueno para las fechas, pero el 1º de julio de 1974 me quedó grabado a fuego. Era lunes, y por entonces, los lunes tenían la misma carga, el mismo peso psicológico que hoy. Empezábamos una semana con la esperanza de saber que a su vez íbamos desandando la cuenta regresiva hacia el lejano y esperadísimo viernes. A las 13.15 la noticia explotó como una bomba sin ruido: había muerto Juan Domingo Perón. Eso fue lo único que escuchamos en boca de una maestra que pasaba aula por aula a avisarle al resto de sus compañeras.
No hizo falta que nos explicaran; pequeños como éramos, ya sabíamos que el que había muerto era nuestro presidente. Según mi padre, “un tirano”; para mi abuelo, en cambio, “un prócer”, casi el segundo padre de la patria. Dos miradas que aún hoy dividen las aguas, en una polémica tan visceral como infructuosa de la que puedo jactarme de haber mantenido siempre una prudente y respetuosa distancia.
Debo reconocer que esa jornada tan triste para millones de argentinos fue para mí como un larguísimo recreo, un viernes anticipado. Apenas enterados de la noticia, mis padres pasaron a retirarme de la escuela y un rato después, junto a mis primos -todos más o menos de mi edad- partíamos en el viejo Rastrojero azul hacia la finca del tío José Luis en Alto Verde. Allí nos esperaba la casa del árbol que habíamos construido torpemente con mis primos (un viejo olivo atravesado por un improvisado fortín de álamo, coronado con un vestido viejo devenido bandera negra) y un auto sin ruedas que podía llevarnos a cualquier rincón del mundo.
Perón sólo seguía presente, un tanto más cercano, desde la tele en blanco y negro en el comedor de tía Lidia. En rueda de mate, los mayores no se perdían detalle de lo que contaban los periodistas desde aquella Buenos Aires tan lejana.
A las 14.10, por Cadena Nacional su esposa, la vicepresidenta María Estela Martínez, la inefable Isabelita, nos hablaba a todos los argentinos durante tres minutos.
Se decretaron tres días de duelo hasta que el cuerpo del General llegó –caravana multitudinaria mediante– hasta su morada final en Chacarita.
Antes de dejar la escuela por ese inesperado feriado, por el amplio pasillo del antiguo edificio escolar, habíamos visto ir y venir al abatido director de la escuela, llorando desconsoladamente. No todos los días un niño veía llorar a un hombre de 80 años. Había perdido a Perón, que era como decir que había perdido a su padre por segunda vez.
A los ocho años, la política y la realidad nacional, por suerte, no eran temas que nos quitaran el sueño. Muchos lunes después, aquel niño devino periodista y el recuerdo se le transformó en materia prima, en pieza propia de un rompecabezas ajeno.
A pesar de su entorno moderadamente gorila, el niño y el periodista entendieron, en 1974 y cuarenta años después, que la historia también se nutre con el registro de nuestra modesta y subjetiva mirada.