Por José Luis Menéndez

Cualquier cosa puede ser el cielo, depende de cada lectura. El objeto mirado es una función del ojo que mira, es decir, de su derecho creativo. En este caso, como en una carrera de postas, Valle recibe el testimonio de una obra mayor, “El Cielo”, de Raúl Silanes. Y tras su demostración de nobleza por reconocerlo, y de inteligencia por haberla elegido, despliega sus argumentos personales, adoptando, frente a las cosas, una posición distinta. Silanes escribe en tiempo presente, narrando su sorpresa por los hechos, las figuras que él mismo crea, y apareciendo en el texto como un constante descubridor de sus propias invenciones. Valle se presenta, por el contrario, como un lector de realidades en las que pudo ser protagonista o testigo o tan sólo un vidente fugaz, pero que se han resuelto con independencia de su acción. Un traductor al ojo poético de todos los cielos que busca o que ha ido descubriendo, a través de “su” tiempo, casi siempre con escepticismo y dolor. Encuentros fallidos, inmolación, cenizas, sombras de mujer. Cielo donde cabe la ausencia de quien se ama, cielo de las lenguas muertas o cielo, “impotente”, de los platos vacíos, donde las jirafas tal vez sean la sensación constante de no estar o haber llegado tarde a un encuentro que resultaba imprescindible. Casi como pasa en la vida.
En lo formal, Valle sigue reduciendo palabras. Así expone sus ideas en tramos muy breves, donde si una frase no es certera ya no hay otra que pueda reemplazarla. Se vuelve entonces un poeta de estocadas. Algunas fallan, a veces, ante un blanco huidizo. Es el riesgo que asume. Pero cuando aciertan, su marca es indeleble. Y en poesía, eso es lo que, desde antes o después de Silesius o Kafka (por citar dos referidos de Valle), autor y lector buscan con paciente avidez.

(Publicado en Diario UNO y Orfeo Digital)






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