Mendoza, la de la gesta sanmartiniana y los huarpes como carne de arqueólogos ad honorem. Mendoza, la de Quino y Di Benedetto. La de Fader y Alonso. La de Lorenzo y Santángelo. La del loco Juan y el incansable Futre. Mendoza, con sus nombres y sus anónimos. Mendoza, como ceniza al viento desde el corazón de Cúneo. Y Mendoza también como un unicornio miope, que apenas ve y mucho menos lee.
No será, como decía la escrutadora María Elena Walsh, que “llevamos siglos de practicar la poesía en silencio y en rincones”, para luego preguntarse: “¿No nos estará faltando tierra bajo los pies?”.
Se dice que se escribe mucho y se publica poco. Verdad a medias. En una letanía cuasi tanguera, la mayoría de las plumas mendocinas admite, en lo privado al menos, que no tiene tiempo de escribir, que no se puede publicar, que los concursos no sirven, que el trabajo cotidiano no da margen para el encuentro en un café, bla, bla, bla...
Esto da pie a dos lecturas. La primera y obvia ratifica que somos montañeses y por ende nos cuesta salir de la cueva. La segunda, y más preocupante, es el miedo a cierta búsqueda del mentado profesionalismo (léase trabajar mucho sobre los textos, corregir y volver a corregir, ser lo suficientemente autocríticos y exigentes, hacer hincapié en la voz propia). Pero también debería ocupar un lugar no menos importante someter de tanto en tanto lo que escribimos a un "testeo" de los propios colegas. Opiniones, críticas, aportes y sugerencias suman a la hora de terminar de la costura fina de nuestro libro, camino a la imprenta o al canal alternativo que elijamos para que complete el círculo de la creación.
Sepultada la bohemia de años ha, el unicornio confiesa no ver por estos tiempos estimulantes encuentros de poetas, no escucha hablar de revistas ni de libros orales o virtuales como estrategias para burlar el circuito convencional. Se pregunta, unicornio curioso al fin, si no será que no tenemos poco o nada que decir. O poca tierra bajo los pies.
Por otro lado, y en tren de buscar puertas de emergencia, ¿no es lícito acaso enviar trabajos a un concurso -desde ignotos a consagrados escritores lo han hecho con resultados a la vista- para al menos de esa manera acortar la brecha entre nuestro interés y el desinterés comercial, entre nuestra necesidad de hacernos escuchar y el lector domesticado a base de olvidables best sellers?
Y sí, nos reímos de los mesiánicos libros de autoayuda, pero ¿no estaremos necesitando uno a nuestra medida, para salir de esta chatura egocéntrica? Está claro que este estado de las cosas no es ajeno a lo que pasa en el resto de la sociedad donde comemos, soñamos y enchufamos nuestra computadora; caso contrario estaríamos planteando un mundo irreal para los escribas mendocinos y eso tampoco sería lógico ni honestamente intelectual, como se dice ahora. Se trata de pedir más lirismo, pero con los pies sobre la tierra, a lo Walsh.
Queda claro: mucho ombligo, poca mirada atenta, escaso ojo alerta, mínima curiosidad fuera de los límites de nuestra pantalla. Así llegamos al punto en que queremos que nos lean, pero no leemos a los colegas. Los queremos vinito en mano en primera fila cuando presentamos nuestro libro, pero no vamos a la del otro. Nos conocemos de sobra las caras, en tanto que a las obras -salvo honrosas excepciones- las desconocemos o peor aún: las ignoramos. Nos manejamos por afectos o empatía generacional, pero el resto es desdén e ignorancia. Típica miseria de guetto.
La respuesta no está en los demás. Libreros, periodistas y autoridades leen lo que pueden y si no nos leen a los autores mendocinos tal vez sea porque más allá de cierta desidia de ellos nosotros también estamos aportando a ese distanciamiento con algo muy parecido al autismo. O a la falta de ideas. O de originalidad, por qué no.
Lógicamente el panorama suena casi tan árido como nuestro entorno natural, donde la dolida palabra rueda como un canto rodado que no se detiene ni logra captar la atención. Sin embargo, esta mirada autocrítica apunta a levantar la vista, no a cerrar los ojos.
Escritores, textos y libros hay y no pocos, pero hay que leerlos para poder disfrutarlos o criticarlos, sino vamos a seguir ocupando lugares en pomposos debates culturales bajo el devaluado rótulo de "escritores", sin necesidad de reflejar nuestro paso por el mundo en unas cuantas páginas medianamente decorosas.
El desafío real -no literario- es cómo pintamos la aldea hoy, con todos los pro y contras de la manoseada globalización. Si no se puede editar, recurriremos a internet y al correo electrónico para enviar -cual aggiornadas botellas al mar- nuestros cuentos, nuestros poemas, nuestros relatos, a páginas literarias de otros remotos puntos del planeta, como así también leer en ese enorme mar virtual a las más disímiles plumas del resto del globo. Si no hay libros, habrá un café o una casa para el encuentro postergado, para el brindis de los sentidos y la lectura apasionada. Algo así como una invitación donde todo unicornio será bienvenido.
Tal vez si dejamos de mirarnos el ombligo allá lejos, podremos mirarnos a los ojos bien de cerca. Los ojos, entonces, como el epicentro desde donde nace la irrefrenable pasión por la lectura. Y los ojos, como la materia prima para traducir en garabatos inteligibles nuestra particular versión del amor, la muerte, el alma, la soledad, el sexo y la verdad; condimentos éstos con que todos los escritores intentamos sazonar de sentido al sinsentido de, por ejemplo, escribir acerca de un unicornio guiñando un ojo o tomando agua bendita en lo más profundo de su ombligo.

(Texto leído en la Feria Internacional del Libro de 2001, Buenos Aires. Publicado en revista Serendipia)

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