En una típica casa de barrio de clase media como la mía no era usual tener libros, mucho menos una biblioteca con esos autores que nos sonaban tan lejanos como los mares de Conrad o exóticos como Bartleby o el Quijote. Puede que algún vecino sí tuviera ese preciado tesoro y eso ya lo posicionaba poco menos que como el excéntrico de la cuadra; el intelectual al que jamás se lo vería regando el jardín o lavando el auto.
Así las cosas, no fue extraño ni forzado que prácticamente mi primer contacto con los libros -y el de tantos chicos con los que compartíamos fútbol y figuritas- se produjera en una biblioteca popular.
Allí, sin brújula adulta que nos orientara para leer esto o aquello, descubrimos islas encantadas, intuimos la magia que encierra la poesía y nos dejamos maravillar por aventuras que nos llevaban de la mano. Nada volvía a ser igual una vez que atravesábamos las páginas de aquellos libros iniciáticos.
Como este caso en primera persona, conozco otros tantos muy similares; son esos mismos nostálgicos y agradecidos lectores que hoy se entristecen al leer que Mendoza perdió el 20 por ciento de sus bibliotecas populares en la última década (actualmente quedan 75).
Me dirán que en un país que ha perdido vidas, fábricas, bosques, diarios y, sobre todo, expectativas, el dato no debería sorprendernos. Es cierto, pero no podemos dejar de lamentar que estemos resignando ese imprescindible vínculo con la lectura, en el cual se suelen sentar las bases para que una persona no sólo incorpore conocimientos sino que también potencie su sensibilidad y amplíe su visión del mundo.
Pérdida que se acrecienta al recordar que no se trata sólo de un lugar para el préstamo de libros sino de un generoso espacio para que la comunidad aprenda oficios, participe de talleres de música y danza, se reúna para tratar temas de su interés, disfrute de obras de títeres, teatro y conciertos, o se organicen las más variadas actividades solidarias.
Según Leonardo Miranda, titular de la Federación Mendocina de Bibliotecas Populares, mantener una de ellas le cuesta al Estado unos 30.000 pesos por año. Bien sabemos que muchos libros que se reciben son donados, que hay colaboradores ad honorem y que mucho de lo que se hace en estos locales excede sobradamente lo que puede pagar un sueldo de bibliotecario.
Sin ser genios en las matemáticas, es fácil concluir que en el Estado se gastan cifras mayores en temas menores. Por caso, el controvertido subsidio para el recital de Los Fabulosos Cadillacs: $315.000. Pasando en limpio, esa cifra mantendría con vida a 10 bibliotecas y media durante 12 meses.
Con lo cual podemos inferir, sin ser arbitrarios, que el problema de fondo no es únicamente económico sino que, ante todo, revela la falta de una política cultural que sería injusto achacar sólo a este gobierno.
Política que, entre otras alternativas, podría -y debería- acercar a los autores mendocinos a estas bibliotecas, poniendo en evidencia que los libros que escriben están vivos y necesitan de lectores para cerrar el círculo. Se trata, como casi todo en este país, de construir más puentes para no seguir unos y otros en cada punta alimentando el crispado Boca-River de todos los días.

(Publicado en Diario Los Andes, 3 de diciembre de 2009)

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