Son contadas las ocasiones en que recordamos cómo se escribió un poema porque éste, casi por definición, "sucede". Y no necesariamente lo hace encarnado en la sobrevaluada imagen de la musa que irrumpe como una mujer pidiéndonos algo más que atención. Esa suerte de rayo misterioso necesita no ya el radar activado, si no que exige una sensibilidad mínima donde impactar y a su vez redundar en versos como esquirlas. O al revés.
En Salmo de las orquídeas (del libro Placebos, Ediciones Culturales, 2004), poema que elegí para contar su envés, recuerdo que ese llamado tácito provino desde el otro lado de la ventana. Sentado frente a la computadora, distraje por un momento la atención de la pantalla y vi pasar por la vereda a una mujer de unos treinta años, medio encorvada; una posición corporal que aún joven ya la delataba derrotada. Llevaba flores y, creo recordar, una mirada que supuraba tristeza. A partir de esos elementos intenté reconstruir –desde la ficción, claro– el posible porqué de su sombría imagen.
Si algo faltaba para que fuera más desoladora su situación era que caminara bajo la lluvia y que fuera domingo. Pues bien, la mujercita debería volver del cementerio donde –tal vez– la esperaba y la despedía el amor de su vida. Su adiós había dejado marcas claras, visibles: le hablaba a un perro “atado a su sombra”, su paraguas permanecía cerrado a pesar de la lluvia y siempre regresaba de aquella tumba con más flores que las que había llevado en la mañana. Sólo la distorsión de la fe podría explicar que le crecieran orquídeas dentro de su cuerpo. Pero, ¿qué es el amor, o por extensión la poesía, si no una llave para dejar salir esos ángeles y demonios que nos habitan el jardín de adentro?


Salmo de las orquídeas


Llueve adentro,
del lado en que la vemos pasar
mirando sin ver,
hablándole
al perro fiel encadenado a su sombra.
Llueve de palabra, entre libros y mensajes

cifrados en unos anteojos empañados.

Con percusivo ritmo de selva citadina

caen las aguas del amor que aún no se escribe.

Llueve adentro de los ojos

y desde ese faro agónico hacia la vereda
donde precipita sus pasos la mujercita

del paraguas cerrado como un signo de preguntas,

la del silencio cosido a su muda boca sin pintar.

Las luces de la calle la delatan aviesamente,

ponen en primer plano su tristeza sin orillas,
su anegada nube de dolor desdibujándola.

Atada al sumiso caracol que arrastra sus pies

regresa sola del cementerio de los solos

con más flores de las que llevó temprano a la mañana.
También dentro de su cuerpo está
lloviendo como en domingo

y donde llueven penas le van creciendo orquídeas

para el día de todos los santos.

(Publicado en El Desaguadero, 25 de julio de 2009)

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