No es nada original decir que este país es un Cromañón siempre a punto de estallar. Una metáfora que, mal que nos pese, entraña algo de temible profecía. La sensación que quedó después de la tragedia del 30 de diciembre de 2004 es que se podrían haber evitado tantas muertes, tantos heridos, de no mediar los intereses, la torpeza o la indolencia de cada eslabón de la cadena organizativa del recital de Callejeros.
Los mismos desatinos que actualmente, y en una clara demostración de que no se aprendió la lección, se siguen repitiendo -no sólo en el rock- pero esta vez con la "suerte" de que la chispa no llega al combustible.
Confirmando que somos parte de una sociedad espasmódica, al poco tiempo del incendio en el boliche de Once los municipios empezaron a poner la lupa allí donde había hecho la vista gorda y hasta hubo bandas que eran capaces de cortar imprevistamente en la mitad de un tema para reclamarle a un fan desubicado que no encendiera una bengala.
El tremendo mazazo que había resultado la muerte de 194 pibes todavía estaba fresco en el inconsciente colectivo y nadie quería dar el mal paso, sumar más dolor donde las heridas aún estaban lejos de cerrar.
Con el paso de los meses, todo volvió a la -peligrosa- normalidad. Se siguieron habilitando sucuchos (no se me ocurre un término mejor) que no contaban con las más mínimas condiciones de seguridad y tampoco quienes concurrían reclamaban las garantías del caso.
Se supone, claro, que hubo inspectores que constataron que cada cosa estuviera en su lugar y así poder librar la habilitación correspondiente. En este caso, la duda no es ningún beneficio. Convencidos de que no puede haber dos cromañones, la música siguió sonando y como fondo latía (late) el sordo tic tac de lo impredecible.
El efecto Cromañón lo hemos vivimos mil veces. Cada vez que ocurre un accidente fatal en una ruta, con choferes de micros o camioneros con falta de descanso o alcohol de más, se extreman los controles un par de semanas, como mucho un mes, hasta que la vigilia se diluye hasta la próxima desgracia sobre ruedas.
Una encuesta realizada por una conocida marca de celulares muestra que uno de cada cinco argentinos envía mensajes de texto mientras maneja. ¿Hace falta recordar el peligro propio y ajeno que eso implica? ¿Es necesario reiterar qué está penado por la ley? Un ejemplo elocuente de la omnipotencia que nos caracteriza a buena parte de los argentinos y que certifica que no medir las consecuencias es parte de nuestro modus vivendi.
Más allá de las condenas y absoluciones o de la posición que se tenga en relación a los protagonistas de este capítulo negro en la historia del país, la conclusión esperable, inevitable casi, es que nunca más tengamos otro Cromañón. Tal vez esa sea la mejor forma de hacerles justicia a las 194 víctimas y a los que se quedaron aquí llorándolos.

(Publicado en Diario Los Andes, 21 de agosto de 2009)

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