De cara al balotaje, el solo hecho de disentir con la visión del oficialismo habilita a denostar a todo aquel que crea que un cambio es posible

Ya está. Juro que conté hasta cien. Apliqué ejercicios de respiración de un viejo libro de yoga, pero no alcanzó. Debo reconocer que me hartaron con la psicopateada del helicóptero, dando por sentado que este país es inviable sin un peronista que lo conduzca. 
Con artera mala leche, invocan el fantasma de De la Rúa para que tengamos pesadillas y nunca nos olvidemos lo que es el miedo. Porque de eso se trata, de manipular con el miedo. Si votás a aquél, te va a pasar lo que ya te pasó, pero mucho peor. El cuco siempre es el otro.     
Sabíamos que los argentinos somos todos directores técnicos y que con cualquiera de nosotros, la Selección hubiera sido campeona del mundo en Brasil por afano. Pero estaba ese chorlito de Sabella, que no sabe nada de fútbol. 
Lo que no sabíamos era que también podíamos leer el futuro. Ya no en la borra del café ni en las cartas. En el aire. Una ciencia nueva que no requiere de ninguna capacitación y mucho menos de argumentos. Basta con la especulación propia del post asado, con dos copas de vino y los Auténticos Decadentes sonando de fondo. 
Los que abonan a diario la existencia de la grieta -o como quieran llamarle a eso de tirarse piedras de una vereda a la otra- celebran que el destino del país se dirima el 22 de noviembre en un balotaje. De esa manera se puede profundizar aún más la lógica del amigo-enemigo. 
“Si gana Macri, nos vamos a vivir a México”, amenazan los integrantes de La Mancha de Rolando, banda que puede jactarse de ser amiga y haberlo invitado a cantar al procesado vicepresidente Amado Boudou. Una metáfora de lo que quedó de aquel espíritu contestatario del rock.

Tribulaciones en el mundito 
Para quienes transitamos a diario por las redes sociales, es llamativo observar cómo en el microclima que propician Facebook y Twitter se ponga tanto el acento en desvirtuar al oponente en lugar de resaltar las virtudes propias.
Es tan poca la convicción con que avalan su voto por Daniel Scioli que ni siquiera lo nombran. Toman, en cambio, alguna declaración de Mauricio Macri que habilite la polémica o el rechazo, y  desde ahí sostienen que no hay que votarlo.
Le tienen tanto miedo a perder conchabos, prebendas y beneficios varios adquiridos por su público apoyo al oficialismo que no soportan que alguien se expresa por el cambio.
Las redes no son otra cosa que un mundito propio. Una suerte de “no lugar” o espacio paralelo donde la realidad real no tiene la menor importancia porque también allí se construye un nuevo relato.  
Y lo hacen con  las herramientas de los sofistas que siempre arriban a la conclusión que se proponen. 
Finalmente, el chiste sólo es festejado por los seguidores que se multiplican en FB y TW. 
Por eso de tanto en tanto se impone realizar una “purga” de contactos porque el nivel de agresión entre “amigos” se torna intolerable.
Ojo, no es que en esencia no sean maravillosos medios para opinar y debatir, aprender y compartir ideas. 
Es que a los fanáticos eso no les importa. A ellos valdría citarles a la propia Presidenta, a la cual veneran, cuando dice y repite que “no todos somos iguales”.

La teoría del caos
Puede que de tanto uso la palabra cambio esté un poco devaluada. Para colmo, quien pelea su futuro en la segunda vuelta la lleva impresa en su boleta.
Pero lo que realmente irrita de los que agitan el recuerdo del helicóptero, Cavallo, corralito y demás imágenes de una época durísima y, obviamente, criticable, es que no acepten la expresión contundente del 64% que le dijo no a la continuidad.
Por ende, todo aquel que no votó al candidato del oficialismo -entre ellos la izquierda con Del Caño a la cabeza-, ¿debe necesariamente abonar la teoría del caos, en la cual no es posible una Argentina gobernada por otra fuerza que no suscriba al ideario de Cristina?
 Por si hiciera falta a esta altura de la columna, quien esto escribe aclara que no pretende caer en la misma trampa que critica con cierta vehemencia. Todo lo contrario. 
No se trata de negar al otro e imponerle su visión. Lo único que pide es que se termine con eso de tener que justificar todo el tiempo por qué no ve lo mismo que ellos ven.