El caso del ferretero que mató a dos ladrones nos revela dos caras, según seamos víctimas o meros espectadores.

Los aplausos de un grupo de vecinos de Las Heras cuando la policía retiraba el cadáver de uno de los ladrones sintetizan en buena medida el concepto de justicia del ciudadano común. Algo así como, “si la policía no puede, tendremos que ser nosotros los que nos ocupemos”. En ese eterno Boca-River de la gente versus los chorros, muchos sienten que se trata de “ellos o nosotros”.
Un rato antes, el ferretero del barrio, harto de los robos y la impunidad de los delincuentes, había disparado contra dos de ellos. A uno lo mató en el acto y al otro lo hirió en el tórax. Aunque este alcanzó a escapar, murió en el hospital Carrillo, hasta donde lo había llevado un tercer cómplice del frustrado asalto.
Hugo Correa, quien desde el viernes pasado carga el sayo de “justiciero”, es un trabajador de 60 años que ya había sido víctima de varios robos y que hoy está con detención domiciliaria. En su caso, contaba con un arma legal y sabía cómo usarla por ser un antiguo socio del Tiro Federal.
Es decir, tuvo elementos –su Bersa 40 y su experiencia– como para defenderse en un momento límite, dado que ellos también iban armados e incluso un tiro de una 9 milímetros no impactó de milagro en el comerciante lasherino.
En cambio, en la mayoría de los constantes hechos de inseguridad que vivimos los mendocinos rara vez hay posibilidades de defenderse.
No basta estar rodeados de rejas, colocar las alarmas más sofisticadas ni son suficientes
las trabas ni los candados ni los más variados métodos caseros para resguardarse de los astutos delincuentes.
Como ocurre en situaciones similares a la vivida por el ferretero, las aguas se dividen y la polémica se desata más rápido que lo que tarda en entrar y salir de la comisaría un menor. Entonces surgen las voces que cuestionan la justicia por mano propia, se habla livianamente de gatillo fácil y alguien nos recuerda que “la ley de la selva” no es una opción válida para una sociedad organizada. Totalmente de acuerdo, pero también es cierto que la sensación de desprotección no reconoce clases sociales, edades ni ubicación geográfica.
Me animo a decir que desde hace años la mayoría tenemos incorporada una serie de rituales de autoprotección para evitar terminar en la sección de Policiales, ya como víctimas, ya como “justicieros”. Y así y todo, no bastan. Como no basta la cantidad de policías, a pesar de que el ministro Carlos Aranda asegura que en la última gestión se pasó de 7.000 a 9.500 efectivos, ni tampoco alcanzan las bienvenidas cámaras de seguridad ni los móviles patrullando las calles.
No voy a descubrir el agujero del mate repitiendo que estamos ante un problema mucho más profundo, social y cultural, pero ante todo político. Sincerémonos, al vecino de acá o allá poco le importa si el pibe de 15 años que le pone una pistola en la cabeza a su hijo viene de una familia sin recursos que no lo pudo enviar a la escuela o no lo supo guiar en la vida. En situaciones menos violentas, tal vez se intente entender el problema de fondo, pero cuando se ha sistematizado de tal manera la delincuencia, no. Y ahí es donde a muchos les sale su ferretero justiciero. “No querés terminar mal, no te metás conmigo”, sería el claro mensaje.
Aunque no nos guste, este caso muestra lo que somos como sociedad. Cuando no nos tocan, lo vemos como una noticia más en el diario, algo que le pasa “a los otros”. Ahora, si las víctimas somos nosotros, ahí sí que se nos despierta el león dormido. Quiero decir, en teoría todos estamos contra la justicia por mano propia, hasta que, claro, nos toca el turno. Por eso es tan fácil ponerse en una tribuna u otra de la polémica, según qué situación de inseguridad hayamos vivido.
No aplaudo a los que aplaudieron el paso del cadáver, pero creo entender la impotencia de esos vecinos que, en un punto, representan a miles de mendocinos que están hartos de vivir con miedo. Estamos.

(En Diario UNO, 6 de febrero de 2012)

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