En la era del 3D, un filme como El artista, mudo y en blanco y negro, se disfruta como un cuento de la abuela.

Que levante la mano el que no se sienta víctima del síndrome de la vidriera llena. Esa abrumadora sensación en la que tanta oferta de ciertas cosas provoca una reacción de angustia, de necesidad de escape.
Pasa en ámbitos más que cotidianos, desde ir al supermercado, donde la variedad de productos lleva a pensar que la decisión que tomemos será lo más parecido a un movimiento de ajedrecista.
Pasa en un shopping, donde en el mismo campo visual conviven cual biblias y calefones, camisas
y lentes, zapatillas y televisores, mallas y perfumes, más esa horda de gente que se cruza en nuestro camino como extras de la película 300.
Pasa en la playa, a la que supuestamente fuimos a descansar, y donde para ver el mar hay que pedir permiso. Lo mismo para comer. E ídem para ir al teatro o tomar un helado.
Pasa en las librerías, las cuales en vistas de la notable producción de libros que exhiben desmontarían, para felicidad de Umberto Eco, la teoría de lo poco que se lee.
Y pasa, sobre todo ahí, en la babélica internet. Con un modesto clic, millones de páginas se nos imponen en la pantalla al buscar un dato, una nota, una foto. La web es como un plato lleno de bombones del que sólo hay que elegir uno aunque quisiéramos comernos todos.
Valga este introito como puerta de ingreso a la sensación contraria. ¿El antídoto? Ver una película como El artista, que nos devuelve al origen, a esos tiempos en que los efectos especiales no eran ni de cerca más importantes que la historia que se contaba o que las actuaciones que la echaban a andar. Hoy, que el 3D es un imán tecnológico difícil de esquivar y cada vez más filmes apelan a él para renovar el público, El artista se anima –en realidad su osado director, Michel Hazanavicius– a contar una historia en blanco y negro y ¡muda! Apenas unos diálogos escritos, como en la gloriosa era del cine mudo, bastan para completar la vida de George Valentin, un famosísimo actor del cine mudo que entra en decadencia con la irrupción de las películas habladas. En esa visagra de su vida y su carrera, conoce la carismática extra Peppy Miller, quien devendrá actriz exitosa, la contracara sonora del lacónico George. Como telón de fondo, Cupido intenta hacer lo suyo, no siempre con éxito.
Minutos antes, los trailers (o colillas, si prefieren) mostraban filmes “O km” donde, entre tanta explosión, disparos y persecuciones en autos cuasi supersónicos, era bastante difícil memorizar el nombre o la cara de un actor, por más actividad en Hollywood que acreditara su foja de servicios.
El artista cuenta una historia simple, y eso se agradece. Como también se agradece, en tren de volver a las cosas sin tanto embeleco ni tuneo, la tarea que hacen los abuelos cuentacuentos. Sí, acá en Mendoza, República Argentina. Ellos desembarcan en las escuelas con el “había una vez” como llave y presentación para que los chicos reediten la mágica experiencia de escuchar un cuento de boca de un abuelo o una abuela, práctica que lamentablemente se va perdiendo como tantas cosas que la modernidad se echa al buche sin cargo de conciencia.
¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Mucho y nada. Lo principal, lo esencial, el poder indestructible de una buena historia y el cómo contarla: directa, sin artificios ni golpes bajos, con humor y sutileza.
Con todos esos ingredientes, difícilmente alguien se sienta fuera del “cuentito”. Aunque no sea su propósito, El artista es un guiño de alerta, la vereda de enfrente del exceso, de la falta de ideas.
Después de ver esa película o escuchar a los abu-contadores, la vidriera parece menos llena. Cierta tregua visual y sonora sobreviene y el mundo parece, por un rato al menos, un territorio un poco más amable. Se dirá que son lo más parecido a un placebo, pero qué importa si ese niño que todos llevamos dentro vuelve a dormirse acunado por un dulce “colorín colorado”.

(En Diario UNO, 20 de febrero de 2012)

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