“¿Me van a amar siempre así? ¿Incluso después de que me muera?”

(Luis A. Spinetta. 23 de agosto de 2004, teatro Rex de Mendoza)



Ahora, recién ahora, entiendo a los que en su momento lloraban a Lennon como se llora a un padre o un hermano. Es la misma sensación de añoranza que siento en estos momentos en los que me cuesta separar el periodista del admirador incondicional de Luis Alberto Spinetta. Confieso que soy de los tantos que entraron al maravilloso mundo de la poesía de su mano. Era un adolescente cuando leía en las revistas de rock entrevistas al Flaco en las que nombraba a poetas como Rimbaud, Whitman, Artaud, Castaneda y otros. Y, como obediente aprendiz, corría a la biblioteca de mi barrio (la Ricardo Rojas) a buscar esas pistas con la misma voracidad con que el capitán Ahab perseguía a Moby Dick.
A la par, sus letras me abrían las puertas de la percepción. Me recordaban que un guerrero no detiene jamás su marcha. Que si uno no canta lo que siente, se muere por dentro. Me invitaban a un viaje imprevisible. Un periplo poético que siempre tenía a la belleza como nave nodriza. Fue así como un día me tocó hacer escala en la estación del fan pidiéndole un autógrafo (el único que he pedido en mi vida y que aún conservo) en el viejo auditorio Galli, cuando llegaba a Mendoza con su banda Jade a presentar Los niños que escriben en el cielo. Y años después, ya como periodista, a entrevistarlo para este diario.
“Así como los libros no se terminan de cerrar nunca para que los podamos volver a leer, las ideas aparecen como retoños de una rama nutrida por todo, por la lectura y por la vida en sí. La mirada atónita no decae nunca. La naturaleza es fascinante”, me dijo en esa charla, destilando su fascinante visión de la vida y las cosas.
En medio, entre estación y estación, degusté sus discos como si fuera el último vino sobre la tierra. Cada concierto en Mendoza era una cita impostergable, una misa pagana para que el cuerpo y el alma comulgaran con su música y sus letras.
Al Flaco le debo mi educación sentimental, el haberme enseñado a atravesar el bosque de la palabra y a no tentarme con la primera manzana. A darle luz al instante.
Soy también de los que aprendió a tocar “la criolla” para desafinar con pasión Ella también, Barro tal vez, Muchacha, Los libros de la buena memoria y Rutas argentinas, entre tantas. Hoy escucho a mi hijo –versión eléctrica de aquel adolescente introvertido– smergirse en los punteos de Post-crucifixión o de Las habladurías del mundo, o posteando en Facebook algunos de sus temas y siento que cruzamos el mismo puente, que nos une una misma sensibilidad, más allá de la sangre y los gustos propios de cada edad.
En estos momentos en que la noticia de su muerte invade las redes sociales y que de una forma u otra somos tantos los que nos queremos despedir de Luis, me tomo la licencia poética de pensar que “entre los libros de la buena memoria/ se queda oyendo como un ciego frente al mar/. Mi voz le llegará…”.

(En suplemento Escenario Homenaje a Luis Alberto Spinetta, 9 de febrero de 2012)

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