Fernando Vallejo es como ese abuelo que nos cuenta una y otra vez la misma historia, siempre igual, siempre distinta, y a la que no podemos dejar de escuchar.
El problema es que el escritor y cineasta colombiano no es nuestro abuelo, y esa historia que en principio captó nuestra atención ya empieza a cansarnos un poco.
A esta altura, con puntos altos como La virgen de los sicarios, El desbarrancadero o Los días azules, Vallejo da señales de ir agotando el otrora caudaloso arcón de sus recuerdos.
En este y sus demás libros, la materia prima es, invariablemente, una familia tan numerosa como desquiciada, su odiada y añorada Colombia, sus amadísimos perros, el México que lo acogió en el autoexilio, su Libreta de los Muertos (donde anota cada persona a la que conoció y hoy es polvo del polvo) y su implacable desprecio por la humanidad.
Con esa receta inimitable, Vallejo ha construido una obra nihilista donde el amor filial es un paraíso perdido que el narrador –en recurrente primera persona– pretende recuperar en vano poniendo negro sobre blanco en la tramposa memoria.


(Diario UNO, suplemento Escenario, 2016) 

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