El Congreso marcó varios récords en 2011. Uno ellos certifica que 80 diputados no abrieron la boca.

Q
ue la palabra va perdiendo valor, peso específico, ya no es novedad ni noticia de tapa. Tanto, que parece que a los diputados y senadores nacionales no les hace falta para cumplir como corresponde su función en el Congreso. Según la publicación Parlamentario.com, suerte de testigo y fiscal de lo que pasa en la gran Casa de las Leyes, durante el año pasado sólo en la Cámara Baja hubo 80 legisladores que no dijeron ni mu. Ochenta de 257. En el 2010 habían sido 43 los silenciosos, cifra que en el 2011 casi se duplicó.
Es cierto, fue un año legislativamente paupérrimo, con varios ítems en rojo: menos sesiones, menos reuniones, menos trabajo en comisiones, menos leyes aprobadas. La explicación suele ser simple –aunque no convincente–: se trató de un año electoral y todos sabemos lo que significa; sí, destinar tiempo, mucho tiempo, al rosquerío, al armado de listas, a la estrategia cuasi Gran Hermano para garantizarse cuatro años más, aquí o allá.
Entre esos 80 lacónicos hubo tres mendocinos que emularon al fiel Bernardo de El Zorro: el radical Sergio Pinto y los peronistas Guillermo Pereyra y Omar Félix. ¿Entonces, qué hicieron todo ese tiempo?, preguntará con razón el lector. Y, se le dirá que trabajaron en comisiones, que participaron en reuniones interminables discutiendo los proyectos más importantes, que cada uno estudió el tema en cuestión. Se le dirá. Lo cierto es que en el recinto esos ochenta se limitaron a levantar la mano como lo ordena la (indiscutible) disciplina partidaria.
El Parlamentario, que también reconoce a fin de año a aquellos legisladores que se destacaron por cantidad de proyectos presentados, asistencia, participación activa en las sesiones, etcétera, encuadra todos estos aspectos en un “Índice de Calidad Legislativa”. Este es el mismo que, en base a los registros taquigráficos, lleva un conteo de las palabras textuales de cada representante del pueblo y el que determinó que a lo largo del 2011 se emitieron 432.180 palabras contra 1.070.213 que se dijeron en el 2010.
Hay casos más llamativos que los del trío mendocino: a Evaristo Rodríguez y al santiagueño José Alberto Herrera no se les escuchó la voz –al menos en el recinto– durante los cuatros años de su gestión. Menos mal, piensa uno, que no cobran por palabra, sino hubieran partido más pobres que cuando entraron. No es el caso, claro.
En una extraña frontera estuvieron cinco políticos que verbalizaron menos de diez palabras. Por ejemplo, Verónica Benas utilizó apenas un puñado para hacer la aclaración de que había votado por la afirmativa. En tanto, Heriberto Martínez Oddone sostuvo “mi voto también fue afirmativo”, y al agregar “señor presidente” sumó “caracteres” y zafó del escarnio.
Palabras más, palabras menos, lo que pone en evidencia el mutismo de tantos legisladores es una cierta ostentación –tal vez involuntaria– de que se puede prescindir del debate. Porque para eso tiene que servir la palabra en esa caja de resonancia que es el Congreso. Por eso se lo denomina Parlamento (una de sus acepciones es, precisamente, “conversación o diálogo para llegar a un acuerdo o solucionar un asunto”).
El valor de la palabra está, especialmente allí, en su esencia misma: facilitar la comunicación, tender los puentes para que el ida y vuelta canalice más y mejores ideas y estas se traduzcan en leyes que mejoren la vida de todos. No es anecdótico ese silencio que registra la publicación parlamentaria, justamente en un país que ha padecido largos y dolorosos años en los que la palabra fue considerada tan subversiva como sus portadores.
Hace unos días algunos nos asombrábamos al leer que, según un estudio de la academia española de la lengua, los jóvenes utilizan no más de 240 palabras para hablar. Más, muchas más que un diputado de la Nación.

(En Diario UNO, 23 de enero de 2012)

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