A mediados de los años ’80, plena primavera alfonsinista, la carrera de Comunicación Social desembarcaba con ímpetu en la Universidad Nacional de Cuyo. Como todo comienzo, para ponerla en marcha se apelaba más al ingenio que al magro presupuesto, haciendo cierto ese precepto tan argentino de que “en el camino se acomodan las cargas”.
En ese estimulante contexto de democracia recién recuperada, fue tomando forma un plan de estudios que, se sabía desde el vamos, debería ir ajustándose y mejorando con pulso firme.
Por entonces, y lo recuerdo como si fuera hoy, no fueron pocos los estudiantes que cuestionaron la incorporación de la cátedra de Historia Argentina.
El razonamiento para desmontar tan absurda objeción era más que obvio: ¿cómo un comunicador social iba a ignorar dónde estaba parado, cómo se construyó su país, qué batallas -de todo tipo- debió librar para llegar a un presente que tanto le debe a aquel pasado? Es más, si somos justos, esto tampoco debería ser ignorado por un médico, un ingeniero o un artista plástico.
Preparar esa materia para dar el examen final fue sumergirme en una apasionante novela shakespeariana, totalmente distinta a la versión “Billiken” que nos habían inoculado en la escuela primaria y buena parte de la secundaria.
Entender que la historia era mucho más que aprender la biografía de esos héroes impolutos y que memorizar cientos de fechas no servía de nada si los hechos no eran puestos en contexto, daban aún más fuerza al argumento de que estábamos ante una materia vertebral en ese perfectible plan de estudios.
La celebración del Bicentenario de la Revolución de Mayo vuelve -o debería- a poner en valor nuestra historia con sus luces y sus sombras.
Fuera del marketing político y de la lógica explotación comercial que deviene de esta importante conmemoración, todo lo que se hable y analice en las aulas, cada acto público que evoque el nacimiento de la Nación, los libros y artículos que pongan la lupa sobre aquellos años fundacionales, servirán para reflexionar, entre muchos otros aspectos, por qué somos como somos y no eso que creemos que deberíamos ser.
Comprender, quizás, por qué nos causa gracia y hasta algo de lástima que una bella modelo (¡médica recibida!) confunda a French y Berutti con ¡Ortega y Gasset! o un diseñador los rebautice como French y “Cherutti”.
Para ellos y tantos más que sospechan que venimos de un repollo plantado por ambiciosos colonizadores, no está de más reafirmar la importancia de seguir conociendo nuestra historia cada día un poco más.
Tal vez así descubramos que Sarmiento no sólo es una calle, Belgrano un colegio y San Martín un simple equipo de fútbol.

(Publicado en Diario Los Andes, 18 de mayo de 2010)