“Plaza bonsai” es, en apariencia, un libro de microrrelatos de Javier Hernández y fotos de Luis Amieva. Pero también se propone como un sugerente territorio en blanco y negro donde sólo los fantasmas parecieran merecer algún color.

Una plaza puede ser todas las plazas pero tratándose de Javier Hernández tal aserto puede ser rápida y contundentemente desmentido. Basta leer “Plaza bonsai” para descubrir que ese territorio tradicionalmente luminoso -siempre propicio para el juego infantil o los escarceos del amor- no es lo que parece. “Plaza bonsai es un lugar sin demasiado espacio para el optimismo”, advierte el escritor y periodista del Este y ahí está su coequiper Luis Amieva para dejarlo aún más claro (o más oscuro) con sus sugestivas fotos en blanco y negro.
Suerte de rescate emotivo de aquello que se pierde lentamente sin provocar una reacción evidente, este “conjunto de pequeñas historias que cualquier lector puede terminar en una sentada” también puede leerse como una elegía barrial, un diario de viaje de un Dante extraviado en las viñas del Señor (Hernández).
“Plaza bonsai” es, antes o después de todo, un libro. Libro que en la era del acechante “e-book” se agradece, además de por sus textos e imágenes, por su factura gráfica infrecuente para una producción local. Ya presentado oficialmente el viernes pasado en Junín por el tándem Hernández-Amieva (ambos, créditos de Los Andes), lo que sigue son apenas senderos tramposos hacia las páginas y sus ecos visuales. En caso de extravío, la culpa -una vez más- será adjudicable al placero ausente.
Primera trompada (el disparador).
Para llegar a “Plaza bonsai” hubo que recorrer un camino. Largo, pero camino al fin. De aquel tránsito, estas pistas. “El libro empezó a tomar forma a fines de 2007. Previamente tenía un puñado de cuentos cortos que había publicado en un blog (que ya no existe) y que sirvieron como disparador. A mediados de 2008 el libro estaba listo y el resto del tiempo fue buscar financiamiento, algo nada sencillo. Finalmente, el libro salió gracias a la colaboración de la Fundación Cabildo”.
¿Lo breve para decir más? ¿O el instrumento necesario, en este caso, para armar el puzzle de historias que convoca o dispara la indescifrable Plaza bonsai?
“Un poco de cada cosa: la contundencia en la brevedad pero también una cierta atmósfera que intenta una unidad en los textos. El relato breve es un género que siempre me gustó; creo que lo primero que leí al respecto fue ‘La Sueñera’, de Ana María Shua, allá por los ‘80. Del cuento breve me interesa la contundencia en lo escaso, ese aspirar a conseguir en pocas líneas la sorpresa del lector. Haciendo un parangón entre literatura y boxeo podríamos decir que si una novela se parece a un combate a doce rounds, un cuento podría ser cada uno de los asaltos y un microrrelato sería como definir esa pelea a los 15 segundos, con la primera trompada”.
Fuera del ring, el sueñero especula que…
“un libro de microcuentos se parece a una bolsa de la que el lector va sacando cosas y con esas cosas se sorprende, desilusiona, alegra o queda indiferente. La bolsa sería algo así como la atmósfera que crea el libro y, dependiendo del material con el que está hecha, uno se hace una idea de lo que va a encontrar adentro. Puede haber bolsas de seda, limpias y suaves, que guardan muñecas de porcelana y diamantes, o de arpilleras sucias y remendadas, como imagino la que contiene los cuentos de ‘Plaza bonsai’”.
Unir miradas o del por qué convocar a un fotógrafo y sumar imágenes a textos que de por sí sugieren tantas. “La tarea de imaginar cuentos breves y darles forma es inmensamente más larga que la que lleva leerlos y si bien estoy satisfecho con el resultado, ‘Plaza bonsai’ es un conjunto de pequeñas historias que cualquier lector puede terminar en una sentada. Pensé entonces que el libro podía ofrecer algo más y se me ocurrió incluir imágenes que de un modo metafórico apuntaran a los relatos. Hablé con Luis Yayo Amieva, a quien ya conocía porque una de sus fotos ilustró la portada de un libro mío (‘Infiernos íntimos’) y la idea le gustó.
Empezamos un proceso largo y complicado pero muy grato”. Yayo toma la palabra y completa el modus operandi: “Javier me iba mostrando los cuentos, comentábamos la idea y con esa punta yo salía a buscar imágenes. Después nos juntábamos a mirar esas fotos, cruzábamos puntos de vista y así íbamos descartando y seleccionando hasta elegir la que cerrara mejor la idea del cuento". "Al final quedaron 30 imágenes para 60 textos. Además hay que aclarar que las fotos no están trabajadas con fotoshop; la idea era buscar un registro lo más natural y sugerente posible desde lo metafórico”.
Contar en blanco y negro.
¿Opción estética? ¿O el territorio propicio para personajes perdidos en sus propios contrastes? “Simplificando mucho podría decirse que ‘Plaza bonsai’ es un libro donde no hay demasiado lugar para el optimismo. La suerte de sus personajes suele ser bastante desdichada e infeliz y con Yayo entendimos que la atmósfera que eso iba creando necesitaba de un libro en blanco y negro, con la fuerza que eso implica y sin la distracción del color. Un mundo sin colores, ésa es una buena síntesis”.
La plaza, suerte de aleph de un mundo bonsai que contiene y expulsa. ¿Una metáfora? ¿O el escenario indispensable para el relato? “Cuando empecé a escribir ‘Plaza bonsai’ pensé que los cuentos podrían estar hermanados por algo más que cierta atmósfera pesimista y se me ocurrió que una misma palabra podía repetirse en cada uno de ellos. Elegí ‘plaza’ sin ningún motivo especial, del mismo modo podría haber sido ‘camino’, ‘demonio’ o ‘ropero’. Otro elemento común a todos los relatos es la extensión; cada historia tiene 61 palabras y en esas condiciones trabajé los cuentos, lo que terminó por ser un ejercicio literario bastante curioso”.
Cierta impronta de autores que combinan lo real y lo fantástico (Cortázar, Dolina, Arlt, Bioy, Borges, Sasturain) habita esta singular plaza. ¿Reconoce el autor esas voces; las escucha cuando se aleja lo suficiente? “Los autores mencionados han estado en mis lecturas y también otros, como Quiroga, Castillo y Fogwill; todos grandes cuentistas de los que uno, modestamente, trata de aprender. En líneas generales disfruto más la lectura de cuentos que de novelas. Uno tiene cierta inclinación a la hora de imaginar y contar historias que lo llevan a elegir ciertos temas y descartar otros. Puesto a elegir, prefiero hablar acerca de una vieja máquina de escribir a la que le falta una tecla, que sobre una computadora a la que le falla el modem”.

(Publicado en suplemento Estilo, Diario Los Andes, 23 de mayo de 2010)