Enrique G. tenía algo de Bartleby en eso de preferir “no hacerlo”. El tramaba libros pero sólo llegaba -ex profeso- hasta los títulos. Más extrovertido y simpático que el oscuro personaje de Melville, el mendocino Enrique G. solía mostrar -a unos pocos- interminables listados de títulos, muchos de ellos poemas en sí mismos (aunque él no lo supiera o, tal vez, lo diera por supuesto). Hasta donde sabemos, jamás concretó ninguno de esas obras sólo pergeñadas en su imaginación. Con su muerte se llevó el secreto. Quiero creer que esos libros eran los que él esperaba como lector y rara vez lograba encontrar, detallista y jodido como era para conmoverse con cualquier cosa. Un soñador, pero no el único. A lo Lennon.
Los imposibles. En “La biblioteca de los libros imaginarios”, su reciente libro de ensayos, el austríaco Alexander Pechmann cita a Borges: “Basta que un libro sea posible para que exista”. Lo cual, traducido al modus operandi de Enrique G., significa peligro o milagro en ciernes, un vendaval de historias que pueden dejar de ser una posibilidad para transformarse en algo cierto. Pero tampoco se trata de ser tan literales. Hugo Caligaris, director de ADN cultura, ironiza pero da en la tecla: “La frase tiene el peso de un mandato: todo ser humano debe tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Pero no dice que además haya que publicarlo”. Volviendo a Pechmann, su faena consistió en recopilar una serie de obras que, por accidente o casualidad, simple descuido o a propósito, se perdieron o fueron destruidas por sus autores o su (oscuro) entorno. Hemingway, Melville, Safo, Lowry y Cendrars, son algunos de esos autores que dejaron, al margen de las biografías, huellas de sus libros imposibles.
Hacete la película. “Mental movies” es un proyecto interdisciplinario de la editorial argentina Clase Turista que reúne literatura, música y artes visuales. Aquí, la imaginación es todo: la pantalla, la butaca y, por qué no, el pochoclo. La consigna consistió en encargarle a cinco escritores y/o guionistas que escribieran -en 10 mil caracteres- la película que les gustaría hacer si Hollywood pusiera en sus manos el presupuesto necesario para concretarla. Artistas visuales diseñaron los afiches de esos films apócrifos y otros tantos músicos compusieron sus bandas de sonido. Lola Arias, Pablo Katchadjian, Juan Terranova, Iván Moiseef y Leonardo Loyola fueron quienes desde sus textos dirigieron estas películas mentales.
En banda. En plan similar, pero en 1995, la banda irlandesa U2 se unió al músico y productor Brian Eno para concebir “Passengers: Original Soundtracks 1”, canciones de bandas sonoras de películas inexistentes como “Miss Sarajevo” (con la voz de Luciano Pavarotti), “Elvis ate America”, “United Colours Of Plutonium” y “Always forever now”, entre otras. El booklet contiene una síntesis argumental de esos films imaginarios que incluyen nombres de directores y países de origen debidamente inventados para que lo verosímil no desafine con el resto.
Lo que (no) hay. Creado por el actor, músico y profesor James Franco, el Museo de Arte No Visible (MONA) es definido como “una extravagancia de la imaginación”. En él sólo existen los títulos de las obras más no, como es de esperar, las obras. También acá el espectador es quien debe completar la ¿creación? haciendo propio para la plástica el “democrático” concepto de autoría de Lautréamont al sostener que “la poesía debe ser hecha por todos”. Según el protagonista de 127 horas, “el objetivo de este museo es crear un mundo paralelo integrado de imágenes y palabras que no es visible, pero es real, tal vez más real que el mundo de la materia. Y también está a la venta”. De hecho, la modelo, actriz y productora de páginas web Aimee Davison compró una instalación invisible, titulada “Aire puro”, a ¡10 mil dólares!
Este museo, como los libros imaginarios, las películas mentales y los soundtracks apócrifos, confirman que no siempre lo que ves es lo que hay. Más bien, todo lo contrario.

(En suplemento Cultura, Diario Los Andes, 20 de agosto de 2011)