El primer gesto al ingresar al restorán La Estancia, donde los esperan un puñado de escritores y periodistas mendocinos, lo pinta tal como uno creía que el tipo es: simple e incómodo ante tanto protocolo, gestos tal vez esperables para un actor famoso más que para un reconocido poeta.
El intendente Cornejo le ofrece el centro de la mesa para que presida el almuerzo y Juan, rápidamente, rechaza el convite y se va hacia un costado, como si ser espectador y no protagonista le sentara mejor. A la noche ofrecerá junto al trío de Rodolfo Mederos el espectáculo "Del amor" y Godoy Cruz, a esa altura, ya lo ha declarado "Visitante ilustre" y lo ha mimado como a un abuelo que regresa a casa.
Sencillo desde su imagen hasta su cansina forma de hablar, Gelman irá sumergiéndose en un ida y vuelta fuera de libreto que recorrerá desde el ítem gastronómico, pasando por la literatura -propia y ajena- hasta el fútbol y ese puro cuento que son los premios y la fama.
Ante la irrupción del mozo trayendo un plato de ensalada como salida del canal Gourmet, respetuosamente dirá que prefiere esperar el próximo plato y soltará, rompiendo el hielo ante los expectantes comensales: "Mi padre, cada vez que mi madre ponía ensalada en la mesa, decía '¡sacame ese pasto de acá!". Mientras espera su pollo al disco, prueba un vino tinto al que elogia. "¿Ha tomado buenos vinos?", se le pregunta. "Y, si no los tomo aquí, ¿dónde?", responde entusiasta.
Entre bocado y bocado, los escritores dejan paso a los periodistas que también son y con mucho tacto empiezan a sumergirlo de a poco en una suerte de entrevista informal o, mejor dicho, en una charla deshilachada donde cada uno dirá, preguntará u opinará lo que le viene en gana, sobre todo el autor de "Cólera buey". Ni bien da por concluido su almuerzo, enciende un larguísimo Benson & Hedges que parece tranquilizarlo aún más.
Sin la necesidad ni la obligación de ofrecer un registro cronológico del ping pong con Gelman pero sí de rescatar algunos trazos del gran poeta, vayan unos sabrosos entremeses para ese postre imperdible que por la noche fue la presentación en el teatro Plaza, leyendo sus poemas acunados por el inconfundible bandoneón de Mederos.
El método & el tupper.
A sus 81 años, y prácticamente con un libro por año en las librerías, Juan cuenta su invariable método: "Voy escribiendo y escribiendo. Después de un tiempo reviso eso que escribí y le saco todo aquello que no me parece poesía. Entonces hay un nuevo libro. Por lo general, dejo reposar los poemas, al tiempo los vuelvo a leer y los que no se sostienen, los tiro". Ahí es cuando uno de los poetas ni lerdo ni perezoso le ofrece un imaginario tupper para recoger esas criaturas desdeñadas por el maestro. Gelman ríe avalando la idea. Contra el prejuicio de que aún es un nostálgico de la máquina de escribir, el otro yo de Sydney West sorprende: "Escribo en computadora, es mucho más rápido".
La confesión. Cuando se le señala la brevedad de sus poemas, sorprende (o no) con una revelación poéticamente incorrecta. "Soy poeta también porque soy vago. Yo admiro hasta al narrador más mediocre que puede escribir más de 20 páginas seguidas". Ríe de sus dichos y lanza una profunda bocanada. Sin embargo, el creador de "Mundar" admite que ha tenido tiempos de musas flacas. Que hubo periodos en que no escribió nada de nada, especialmente cuando marchó hacia el maldito exilio. "Una vez me puse a escribir un poema y no me salió. Me fui a dormir muy enojado, pensando que había dejado de ser poeta". Por suerte, el presagio gelmaniano no se cumplió.
Poeta de tablón.
"¿Qué significan los premios? Nada. Nada de nada. No voy a especificar, pero imaginen dónde me pegan los premios. Soy agradecido, pero los premios me incomodan. No te sirven cuando tenés que volver a enfrentarte con la página en blanco". Si bien don Juan acumula en su vitrina los premios Ramón López Velarde (2003), Pablo Neruda (2004), Reina Sofía (2005) y el trofeo mayor, el Cervantes (2007), con una sonrisa luminosa reconoce que el mejor reconocimiento que ha recibido hasta el momento es que le hayan colocado su nombre a la biblioteca de Atlanta, el club de sus amores. También cuenta que, a diferencia del arco que le regalaron a Palermo, a él le tocó en suerte un pedazo de tablón. "Tal vez salté sobre él mil veces y ahora me lo regalaban a mí", remata con una carcajada.
¿Autocrítico yo? "¿No le gusta leer en público por timidez?, se le pregunta. Y muy serio se sincera: "No, el problema es que leo y mientras voy leyendo me voy dando cuenta de lo que escribí y digo 'cómo pude escribir esto' y ¡encima tengo que seguir leyendo!".
Quién te ha visto y quién te lee. También periodista, Gelman ahora invierte el rol y pregunta: "¿Hay muchos lectores de poesía en Mendoza?". Y escucha con interés: "Como en todas partes; la mayoría de los lectores son los propios poetas. En un círculo vicioso donde nos consumimos unos a otros y, a veces, con suerte, lo rompemos y logramos que público no avisado, como los estudiantes por ejemplo, nos escuchen con ganas y nos sorprendan". En México, donde está radicado desde hace varios años, la situación -cuenta el hombre de bigote frondoso- es muy similar: muchas voces, muchos poetas, muchos libros y pocos lectores.
El mentado equilibrio. Acerca de los temas que aborda su poesía, el escriba que aprendió a leer a los 3 años (nos) corrige y habla de obsesiones. "Lo que creo que ocurre es que la expresión y la obsesión van por caminos distintos. Por momentos se intensifica una y baja la otra, y cuando llega el punto en que se cruzan y se equilibran, es ahí donde sale un buen poema". Tomamos nota.
El otro, el mismo. A pesar de una apariencia de tipo hosco, la calidez y el buen humor son las constantes en la reunión con este puñado de colegas mendocinos. Para muestra, un botón: cuando Gelman relativiza ser un poeta popular, casi un vate famoso, lo niega con una simpática mueca. "Pero a usted, maestro, lo aprecia muchísima gente, tanto la que conoce sus poemas como la que no lo ha leído nunca", se le insiste.
"Sí, claro, especialmente me quiere la que no me ha leído nunca", remata con otra carcajada, y de pronto se para, agradece a todos, dice que ha sido un gusto (ni qué decir para el resto) y antes de poder escaparse, tal vez hacia una reparadora siesta, se somete a las consabidas fotos y firmas de libros, siempre de buena gana.

(En suplemento Cultura, Diario Los Andes, 6 de agosto de 2011)