Quedó claro: la tormenta de la semana pasada se cobró nuestra desidia. Sacó a flote, en más de un sentido, la falta de previsión ante este tipo de emergencias climáticas, lo poco preparados o preocupados que estamos ante la posibilidad de que la naturaleza se desmadre aunque más no sea por un rato.
Una vez ocurrido el desastre, ahí sí se activan todos los mecanismos previsibles y así van, unos detrás de otros, Defensa Civil, los bomberos, los municipios, las ONG, a hacer lo suyo, generalmente con profesionalismo.
Allí, al menos, se pone en juego una red de solidaridad; “víctimas” y espectadores fortuitos de la catástrofe se unen para poner lo mejor de nosotros. Lamentablemente, siempre es en el después, cuando las casas ya están inundadas, las acequias y cauces desbordados, la producción destruida.
No hay que ser científico, master en Ecología o miembro de Greenpeace para saber que si se arrojan botellas de plástico o cualquier otro elemento a los cauces, en algún momento estos van a colapsar.
Ni hablar si las típicas lluvias de febrero vienen más generosas que de costumbre (“por su dimensión, la tormenta del 23 tuvo características excepcionales”, reconoció el director de Contingencias Climáticas). Como también es de esperar que un modesto techo de cañas y nylon construido a la ligera no sea garantía de soportar el menor embate de una lluvia furiosa o un violento Zonda.
Los daños totales registrados en los cultivos de Lavalle y del 60 por ciento en los de San Rafael activaron la casi inmediata declaración de emergencia por parte del Gobierno, acción que tuvo como correlato el aporte -en materiales y alimentos- de las distintas comunas, aún en aquellos puntos donde el fenómeno meteorológico no fue tan contundente como en el Norte y el Sur de la provincia.
Pero la sensación que queda es que, si bien es imposible ponerle freno a la naturaleza cuando se sale de madre, al menos se podría -se puede- atemperar los efectos negativos.
¿Cómo? Otra vez, no hay que ser clarividente: impulsando una política de viviendas que vaya reemplazando las casas precarias, trocando villas por barrios sólidos y dignos; realizando fuertes campañas de concientización para evitar que se arrojen plásticos a los cauces e imponiendo fuertes multas a los infractores; otorgando créditos blandos para la adquisición de malla antigranizo; haciendo desde las comunas un control del arbolado público para detectar los ejemplares dañados y factibles de caer ante el primer viento; llevando por tierra buena parte del cableado eléctrico.
Estas verdades de Perogrullo, no obstante, por lo general no están en la agenda de las comunas. Los comités de emergencia que se crean ad hoc no estaría nada mal que mutaran en comités de prevención para que alguna vez vayamos un paso delante de ese día negro que de tanto en tanto toda sociedad padece.
La tragedia de Cromañón, en la que murieron 194 jóvenes, suele ser un caso testigo para ejemplificar que no hay forma de evitar una tragedia cuando todo se hizo mal. Desde entonces, la mayoría de los argentinos queremos creer que aprendimos esa lección. Si no, seguiremos cosechando nuestra (peligrosa) siembra.

(Publicado en Diario Los Andes, 4 de marzo de 2011)