Con el paso de los años, la velocidad y economía de los e-mails, los breves pero contundentes mensajes de texto y el uso creciente de la computadora nos han ido “eximiendo” de la personalísima escritura manuscrita. Salvo los chicos, que deben hacerlo obligatoriamente en la escuela primaria y secundaria, o los adultos que indefectiblemente debemos rellenar formularios u otro tipo de documentación, cada vez son menos los que manipulan una birome o un lápiz a la hora de escribir.
En la literatura, por ejemplo, esto se traduce en la pérdida de aquel jugoso género epistolar donde la palabra sorteaba mares y desiertos para acercar dos visiones, dos mundos, con mucho para decir. Hoy, un desapasionado intercambio de mails pareciera haber vaciado de sentido el ida y vuelta entre los creadores, aunque también exista la posibilidad en estos nuevos formatos de decir aquellas mismas verdades.
El hecho de saber de antemano que no hay posteridad para esas palabras, las condena de inmediato a una indiferencia que se confirma, una vez leídas, al apretar sin culpa la opción “borrar” y enviarlas a la papelera virtual.
En tren de ponernos nostálgicos, aunque carecieran de valor literario, las cartas familiares también tenían su encanto; la inconfundible letra de un ser querido impactaba, movilizaba, tanto como el contenido mismo. Ahora basta un “cómo andan?” (sí, con un solo signo de preguntas) para que a miles de kilómetros nos respondan un lacónico “todo bien”, y quedemos satisfechos con el estado actual de nuestros afectos.
El argumento de que ya no hay tiempo para explayarnos en detalles nimios, o que “para eso” existe el teléfono, nos quitó ese mágico momento de abrir una carta; un gesto no muy distinto al de aquel que espera a su amor en el andén de una estación de trenes.
Esta batalla que claramente ganó la modernidad dejó algunas secuelas. Por ejemplo, que a los niños les cueste una barbaridad escribir en cursiva. Habrá quien se pregunte cuál es el problema, para qué le va a servir en el futuro (típico interrogante del adolescente pragmático que hemos sido todos). Sin embargo, los pedagogos consideran que “el alumno que utiliza letra cursiva escribe con fluidez sus ideas y ve favorecida la percepción de palabras por la continuidad, mientras que las letras de imprenta, al estar separadas, interrumpen la secuencia de pensamiento”.
Después de años de aporrear teclados de máquinas de escribir y luego de computadoras, debo reconocer que cuando vuelvo a escribir “a mano” siento la dificultad, la falta de entrenamiento.
Me cuesta reconocerme en ese símil camino de arañas que pretendía ser una oración y que la miopía o la presbicia complican aún más llegado el momento de leerlo. No cabe duda de que no hay nada más personal que expresar “de puño y letra” sentimientos genuinos o una buena noticia. Paradójica confesión: digo todo esto tipeando en una fría e impersonal PC.

(Publicado en Diario Los Andes, 5 de octubre de 2010)