Cuando vemos la triste postal de un grupo de adolescentes tomando una cerveza en la esquina del barrio a las diez de la mañana, es inevitable recordar cuando teníamos esa edad y no había nada en el mundo que nos importara más que jugar al fútbol.
Para eso, claro, lo básico era contar con el campito o potrero donde se erigía esa modesta canchita que para nosotros tenía la misma mística que la Bombonera o el Monumental.
Canchita que contaba con el sabor extra de haber sido construida a pulmón. Cada uno había aportado de su casa lo que encontró a mano: pala, zapa, rastrillo, tijera de podar, un hermano ocioso, etc. Después, serían horas y horas, incluso días, para recortar de ese “terreno inculto y sin edificar” una porción que a la larga nos proporcionaría incontables momentos de disfrute al aire libre.
Por supuesto, eran tiempos en que no había que competir ni con la play ni con las computadoras; tampoco con cientos de canales o celulares multimedia. Ir a jugar a la pelota hasta que cayera el sol o nos tuvieran que ir a buscar ocupaba nuestras cabezas y energías como pocas cosas en la vida.
No es ningún misterio que al potrero le debemos buena parte de los mejores jugadores que surgieron en este país híper futbolero. Imposible no pensar en la gambeta mágica de Maradona, en la astucia y coraje de Tévez, en la polenta y capacidad goleadora de Kempes, haciendo primero allí esas jugadas únicas que luego serían su sello personal.
A tono con el clima futbolero que impone el inminente Mundial de Sudáfrica, diario Perfil lanzó la singular convocatoria “Argentina necesita más potreros”. Sus propulsores aseguran que hay cada vez menos en las grandes ciudades y que eso nos afecta a todos, pero sobre todo a la Selección. “¿Cómo hacemos para poder ser campeones del mundo otra vez?”, inquieren ellos, para responderse con la precisión de un Messi: “Necesitamos más potreros”.
La invitación a los lectores de ese medio es que cuenten dónde estaba el suyo e ir haciendo paralelamente un registro -con mapa incluido- de las canchitas a lo largo y a lo ancho del país.
Por otra parte, y como un signo positivo que está bastante más allá de quien gobierne, los planes para fomentar el deporte siguen siendo bienvenidos por grandes y chicos.
Los padres, por hacer realidad eso de mens sana in corpore sano (mente sana en cuerpo sano); los chicos, porque participar de esas competencias significa, antes que nada, jugar. A esa edad, uno disfruta más jugar que competir. Y quien juega difícilmente tenga puesta su cabeza en algo negativo.
Es de perogrullo que los potreros no servirán para acabar con el hambre, la delincuencia o la injusticia, pero tal vez en ellos un día de éstos podrían estar haciendo una gambeta, pateando un tiro libre o atajando un penal cualquiera de esos pibes de la esquina que hoy desayunan con cerveza.

(Publicado en Diario Los Andes, 7 de junio de 2010)