Hay una visión estereotipada de la solidaridad, esa palabra que de tanto uso ya luce gastada como un billete de dos pesos. Se la suele asociar con la ayuda coyuntural en casos de fenómenos naturales (tormentas, terremotos, inundaciones) o con la recolección de fondos para una costosa operación. Sin embargo, esa "actitud de adhesión circunstancial a la causa o empresa de otros" -tal como define nuestro fiel Larousse ilustrado- está presente en postales mucho más cotidianas de lo que pensamos. Es cierto que se complica ver tales gestos humanitarios cuando los recientes cortes de rutas en todo el país mostraron su contracara, a pesar de que allí también se alzaba -según ellos- la bandera de la solidaridad.
Las que siguen son otras versiones de la generosidad ajena que, si bien no lograrán destronar el "nazarenismovelez" imperante en la mayoría de los medios, tal vez operen como modestos antídotos a la mala onda que dejó flotando la pulseada entre el agro y la siempre esclarecida Cristina K.
Nada se pierde, todo se aprovecha. Luis, experimentado mozo de un conocido restorán céntrico, tiene por norma nunca tirar la comida que sobra. No lo acepta, le parece el peor de los pecados. Lo que dejan los comensales de apetito mesurado es prolijamente guardado en unos cuantos tupper que le compró su mujer en un persa de la General Paz. Cuando vuelve a su barrio, uno de esos que figuran en el mapa del delito (el real, no el de Jaque), varios vecinos pasan a buscar una porción del bocado ajeno. Para Luis no hay mejor pago que el "gracias" sincero y una sonrisa cómplice.
Nuestras Penélope. Seguramente a unas cuantas de ellas un día les cayó la ficha y se dijeron "para qué voy a pasarme las tardes tejiendo sola, viendo esos culebrones si puedo hacer algo por los demás". Así fue como se corrió el ovillo y nació Tejedoras de la Vida, un grupo de inquietas mujeres (abuelas, profesoras, amas de casa, profesionales) de la comunidad del colegio Nuestra Señora de la Consolata, en Guaymallén. El resultado del arte de las agujas es donado a instituciones o a quien lo necesite. Bufandas, pulóveres, mantas, chalecos y todo lo que toma forma en sus manos llega a buen destino. Y gratis.
Esa mujer. Todos los días apenas pasada la medianoche llega sola con su bolsita de comida a la playa de estacionamiento frente a la Casa de Gobierno. No le preocupa la inseguridad, o al menos no lo demuestra; lo cierto es que en esa zona un tanto oscura le da de comer religiosamente a un puñado de perros de la calle. No tienen dueño, pero seguramente ya les puso nombre y los reconoce uno por uno. Ellos, está a la vista, la esperan como otros de su especie lo hacen para pasear por el parque o correr tras un frisbee.
Habilidades. Si hay alguien al que el traje de "hombre orquesta" le calza pintado ése es Carlos. El tipo puede poner una cerradura, arreglar el flotante del baño o la pata de la mesa, pintar una puerta, "salvar" un mueble antiguo o cambiar un vidrio, entre innúmeras habilidades. Tamaña ductilidad le ha reportado una merecida fama. Es común que tornillo, madera o ladrillo que sobre le sea donado, por eso su casa es una especie de mercado de pulgas donde hay un poco de todo y de todo un poco. Aprovechando la buena relación con sus clientes, con cierta timidez les pide si no tienen ropa o calzados que les sobren. Y aclara, como si hiciera falta: "No es para mí". Lo que consigue se lo lleva a familias necesitadas que viven en el campo de San Luis, adonde suele ir a visitar amigos, comerse unos buenos chivos y jugar al truco.
Para qué. La muerte, aún cercana, del talentoso Jorge Guinzburg provocó una ola de programas homenaje donde volvimos a disfrutar de sus distintas facetas: el entrevistador incisivo, el humorista ácido, el conductor carismático, el guionista sutil. En uno de esos tantos reportajes que evocaron al hincha número uno de Vélez le preguntaron por qué nunca hacía mención a su constante tarea solidaria (había creado varios comedores comunitarios junto a otro referente del Fortín, Carlos Bianchi). El impúdico Jorge sorprendía reconociendo que le daba pudor. "¿Para qué, para que digan que soy bueno? Yo sé que soy bueno", remató con esa risa inconfundible.
Los protagonistas de los casos contados aquí seguramente también saben que son buenos, pero es mejor aún que lo sepamos los demás y sigamos su ejemplo. Ellos son la mitad del vaso, por eso alguna vez merecen ser noticia. Mucho más que una góndola vacía o un dirigente francotirador.

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