Un colega acaba de llegar de Uruguay, donde estuvo cubriendo un evento deportivo, y cuando se le pregunta qué le pareció la tierra de Horacio Quiroga y Enzo Francescoli, lo primero que comenta -asombrado y con énfasis- es que no vio "ni una sola casa con rejas". Después, recién después, hablará del Centenario, la buena onda de los charrúas, su arquitectura, la honestidad de los tacheros y de lo guapas que son las mujeres por aquellas comarcas.
En cambio, de este lado del Río de la Plata, pruebe usted conseguir con premura unas rejas. Desde ya, deberá ¡pedir turno! y armarse de paciencia, porque estos ex artesanos del hierro no dan abasto ante la enorme demanda que alimenta el delito nuestro de cada día. Semanas y hasta meses tendrá que esperar, estimado damnificado. Mientras tanto, agregue doble trábex a las puertas y rece para que no lo visiten los cacos (ellos sí que no temen quedar entre rejas).
Lejos quedaron los tiempos en que vivíamos con las puertas sin llave, con vecinos y amigos entrando como pancho por su casa, dejando las bicicletas apoyadas en el cordón de la vereda o durmiendo con las ventanas abiertas. A lo sumo pasarían el aire y los mosquitos, nunca los chorros.
De aquellas épocas a éstas, de sentir que somos un blanco móvil, ha corrido demasiada sangre -y no agua- bajo el puente de la historia argentina. La inseguridad nos ha convertido tristemente en militantes de la paranoia. Estar alertas es la única forma de preservarnos y preservar a los nuestros ante la probada ineptitud del Estado.
Aunque la acechante inflación esté ahí como un fantasma nada amigable, las encuestas tienen un único protagonista: la inseguridad, por lejos, encabeza la tabla de las preocupaciones. De ahí que no sorprenda que este tema haya sido el caballito de batalla de la mayoría de los políticos en las últimas elecciones. Y, si no, recordemos la promesa del entonces aspirante al sillón de San Martín Celso Jaque de que en seis meses combatiría el delito. Se sabía que era un anzuelo de campaña, sin embargo, la necesidad -mejor dicho, el miedo- traccionó a favor de un voto que a la vez era un pedido de auxilio. Todavía estamos esperando que alguien lo escuche.

La culpa del mensajero
Las pruebas están a la vista. Este medio, como tantos otros, da cuenta diariamente de robos de todos los tamaños y muertes absurdas por una moto o un simple par de zapatillas como exiguos botines. Cerca, y como parte de una misma foto de la realidad, aparecen las organizaciones creadas por los familiares de las víctimas del delito, y es difícil no pensar que mañana podríamos ser uno de ellos.
Mientras tanto, como quien mira otro canal, la presidenta Cristina culpa a los medios como se culpa al mensajero. "Parece que hay una prohibición decretada desde algún lugar de que comunicar a los argentinos que las cosas nos van mejor o que también pasan cosas buenas en la Argentina fuera algo que está de más o molesta", nos retó días atrás la heredera de Néstor.

La diaria prevención
Con todo respeto, no nos va mejor si cada paso que damos está directamente vinculado a cómo defendernos de tanta violencia. Ya que viene al caso, repasemos algunos de esos actos "preventivos" que ponemos en práctica a diario para zafar del flagelo: avisarles a los vecinos cuando dejamos la casa sola, acompañar a los chicos a la parada del micro, llevarlos y traerlos a cumpleaños, escuelas, boliches o juntadas de estudio; mirar para todos lados cuando se va al cajero automático (y sacar lo menos posible), no llevar la billetera en los bolsillos de atrás, atender a vendedores y molestos varios por la ventana, dar una vuelta antes de guardar el auto por si alguien está al acecho, avisar por mensajes de texto por dónde andamos, cual GPS casero; contratar seguridad privada entre los vecinos para que camine la calle como los viejos pregoneros; si se tiene alarma, dejarles un listado de teléfonos "a los de al lado" para que nos ubiquen urgentemente; poner doble y hasta triple llave, etcétera, etcétera, etcétera. En definitiva, no confiar ni en el pobre pibe del delivery.
Está bien, no es de buen gusto hablar de la soga en la casa del ahorcado. La verdad es que deben estar mucho peor en Irak, en Palestina, en Kosovo. Para que se ponga contenta Cristina, y su patovica ad hoc Luis D'Elía no siga diciendo que "el periodismo es una pistola en la cabeza de la democracia", me despido con una muy buena noticia: Dios es argentino.

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