Ya pocos, por no ser arbitrario y decir nadie, aprovecha los tiempos muertos de un viaje en micro para leer. ¡Ni siquiera las tentadoras páginas de policiales!
Todos -quien más, quien menos- prefieren amortizar ese periplo calzándose su minúsculo reproductor de mp3 y, de paso, quedar desconectado del mundo (especialmente de esas mujeres atiborradas de bolsos que miran de reojo suplicando un asiento). O bien se distraen con sus modernos celulares, ya sea jugando, mandando mensajes o simplemente hablando con alguien al que se acaba de despedir hace apenas dos cuadras. El vehículo en cuestión suma así otra banda sonora (la primera es la propia, con FM a todo volumen y a todo Chayanne o a toda cumbia): los insoportables ringtones, que terminan creando una especie de babel sonora a base de tango, rock, electrónica, y sí, más cumbia.
Lejos quedaron los tiempos en que se compraba el diario para leer en el camino o se cargaba un libro para hacer más ameno el recorrido al trabajo, la escuela o la casa del/la novio/a. Ahora, en lugar de la lectura de un bello e inspirado párrafo de Conrad, Borges, Dolina o Houellebecq la mayoría opta por escribir -en paupérrimo castellano- ininteligibles mensajitos de textos para su amor (¿dónde habrán quedado aquellas misivas al mejor estilo Cyrano de Bergerac, con perfume y todo?). O, en otro de sus usos más frecuentes, apela a esa maravilla tecnológica para avisar en el trabajo "sorry, llego tarde".
Son tiempos sin épica ni belleza, estos. Tiempos de Rivotril y sms. De romances fast food y diálogos de sordomudos. La era del vacío y de los amores líquidos.
Se podrán dar cientos de argumentos para justificar la desidia generalizada hacia la lectura, pero lo preocupante es que a nadie -autoridades incluidas- pareciera quitarle el sueño el cada vez mayor empobrecimiento cultural. Nadie discute las bondades de la tecnología, de hecho gracias a los mensajes de texto podemos, por caso, "monitorear" a un hijo adolescente en estas épocas de inseguridad full time o mandar un S.O.S. al servicio mecánico desde nuestro auto varado en la ruta. Y quién, si ama la música, no va a disfrutar de ella con la calidad de sonido que ofrece un mp3. Nada de eso está en discusión. Pasa que uno -que sí todavía lee en su diaria travesía a bordo del 160- añora ver a sus vecinos de bondi leyendo el diario con fruición, repasando los apuntes de la facultad o enterrado en las páginas de Rayuela, El juguete rabioso, Moby Dick, Respiración artificial, o sumido en las aventuras de la revista Fierro.
Nostalgia, tal vez, de saber que esas lecturas no significaban una mera acumulación de conocimientos o una pose intelectual sino ventanas. Simples y maravillosas ventanas a todos esos mundos que son parte de este mundo y a los que para ingresar no hacía falta contar con una Red Bus. (Perdón, me acaba de entrar un mensaje. Si son tan amables, sigan leyendo el resto de este matutino).

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