Desde que a sus
cincuenta y pico José Saramago (1922-2010) comenzara a publicar con frecuencia,
su producción no tuvo respiro, ni en cantidad ni calidad. Así fue como el
portugués le dio forma a una obra profundamente humana, original, siempre con la
tenaz reflexión de por qué el hombre sigue siendo el lobo del hombre.
Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, la obra que sólo su muerte podía dejar
inconclusa, vuelve sobre una de sus obsesiones: el poder y su uso a favor de la
destrucción del otro (sea éste vecino, equipo contrario o potencia mundial).
Quien se plantea
este dilema moral es Artur Paz Semedo, un empleado de la fábrica de armas
Producciones Belona S.A., que busca –entre la candidez y la osadía– determinar
el sabotaje de una bomba durante la Guerra Civil española. Para ello cuenta con
el respaldo de su ex mujer Felicia.
El archivo de esa
tradicional empresa que supo proveer armamento a los malos de la película es la
punta del ovillo para la épica investigación del otrora burócrata Artur. Su
pesquisa habrá de confirmarle que “los dictadores sólo usan la pluma para las
penas de muerte”.
Si bien la
cuidada edición le hace honor a los laureles de Saramago, incluyendo grabados
del escritor alemán Gunter Grass, y textos del italiano Roberto Saviano y del
español Fernando Gómez Aguilera, es inevitable preguntarse qué sentido tiene
hacer pública una obra inconclusa; decisión que seguramente el autor de Ensayo sobre la lucidez hubiera cuestionado.
Distinto es el caso de aquellos trabajos que permanecen inéditos y que un
heredero criterioso sabe exhumar a tiempo para completar y enriquecer la
producción de toda una vida. No es este el caso.
Al menos, el
Nobel deja flotando una reflexión con su sello, de esas que extrañamos: “¿Por
qué nunca se ha producido una huelga en una fábrica de armas?”. Tal vez la
respuesta la tenga la inspiradora Belona, la diosa romana de la guerra.
(Suplemento Escenario, Diario UNO, marzo de 2015)