Por Rubén Valle


Lo esencial, mal que le pese a Saint-Exupéry, a veces puede ser visible a los ojos. Sobre todo, si tiene como escenario la infancia. Ahí es donde pone la lupa el autor gallego Manuel Rivas para hacer de Las voces bajas un fresco de la vida cotidiana, con raíces en los años ’60 y ’70.
La materia prima es la biografía propia. Esa gente corriente de La Coruña que bajo el amplísimo rótulo de familia sitúa el foco en un padre albañil que busca agua en su casa como otros oro en la montaña, una madre que habla sola para leer la vida, una hermana mayor y anarquista, y un elenco (in)estable de vecinos, amigos, emigrantes, muertos, animales y raras avis que completan un álbum singular que se revela tan maravilloso como conmovedor.
He aquí un ajuste con la memoria en el cual, pericia o estrategia del narrador, lo “verdad histórica” se une a la imaginación en un maridaje donde no importa cuánto hay de una como de la otra sino cuán verosímil es ese cuento que nos cuentan. Para el cual el autor parece “extraer las palabras de las grutas de las encías”.
Como en el resto de la obra de Rivas, autor de imperdibles como El lápiz del carpintero o ¿Qué me quieres, amor?, el tono poético marca cada frase. En Las voces bajas es inevitable no subrayar párrafos enteros: “Aprendí que también el lenguaje tenía estaciones. Días en que las palabras germinaban, días de solaz en las bocas, días en que se rumiaban…”. O: “Recolectaba palabras y las llevaba todas para casa. Se ve por la separación de los dientes, en las primeras fotografías, que lleva la boca llena de palabras. Debía de ser una cosa de familia. Mi madre también era verbíbora”.
Surgido en principio como una serie titulada Storyboard y publicada en un suplemento cultural, este trabajo fue fermentando como novela gracias a los cabos que el autor fue atando mediante fotos recuperadas, testimonios caseros y, especialmente, a esas voces bajas que todo el tiempo nos recuerdan que somos efímeros como “esos silencios que acostumbran a escribir en Braille en algún túnel del cuerpo”.
Rivas concluye que la vida, su vida, “tenía voluntad de cuento”. Un cuento donde hasta El principito se hubiera asombrado de un albañil que padecía el vértigo pero trepaba andamios. Desde allá arriba, desde igual altura, su hijo años después reconstruye una foto arrugada antes de que la roan los parásitos del olvido. El otrora paraíso inquieto de las pinturas de Chagall.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 27 de julio de 2013)