Si la intolerancia es moneda corriente en este país, ¿por qué habría de ser diferente en una campaña electoral?
A los agravios de grueso calibre que suelen lanzarse los candidatos, se le suman por estos días -y no es un invento adjudicable a las PASO- los escraches en las sedes partidarias.
Ante sí, los electores tienen un menú nada apetecible: una llamativa pobreza de ideas y propuestas en las distintas fuerzas políticas que se enfrentarán en las elecciones de agosto y de octubre, y un estilo comunicacional que más convencer, expulsa.
Quienes tienen a su cargo la organización de una campaña revelan, en general, la misma lejanía del ciudadano común que padecen los propios gobernantes.
Por eso cuando se difunden las cifras del Indec estas generan más indignación que descontento. Este es un ejemplo que debería servir para no perder de vista, cuando se plantea un mensaje al electorado, de que con 30 años de democracia ya se conocen todos los clichés de campaña. 
Tan artificial se perciben,  por caso, esos saludos callejeros pretendidamente espontáneos que a partir de un simple spot el observador infiere que no hay ahí alguien en quien confiar. Si a esto se agregan jingles poco ingeniosos y hasta de mal gusto, el combo termina siendo indigerible. 
Esas tres décadas de recuperación democrática ameritarían un replanteo de fondo en cuanto al discurso político y a las formas de que éste se derrame efectivamente en los distintos estratos de la sociedad.
La “campaña sucia” a la que hacen referencia los afectados por el ataque del rival, o por anónimos que juegan a favor de, sólo sirve para  que durante unos días los afectados se victimicen y aprovechen el agravio para aportar nuevos agravios. 
En conclusión, en ese fuego cruzado que una vez pasadas las elecciones quedará en el olvido, los únicos que resultan verdaderamente dañados son quienes con su voto deben elegir a sus representantes. 
Dar vuelta la taba pasa por proponer una “campaña limpia”. Esa que privilegie un proyecto de país basado en la ética, no en los discursos. En los hechos, no en las promesas. 

(Diario UNO, 1 de agosto de 2013)