Ya desde el prólogo de Cómo si tuviera alas, las “recuperadas” memorias perdidas de Chet Baker (1929-1988), la última mujer del extraordinario trompetista y cantante advierte de que no puede describírselo sólo como músico, leyenda o drogadicto. “Es todo eso y mucho más”, aclara. Para evitar que su obra perviva únicamente en las frías biografías de las enciclopedias de jazz, decide publicar en 1997 estos recuerdos agridulces escritos de puño y letra.
En esta “mezcolanza de imágenes e impresiones” (sic) están sus palabras, sus puntos de vista, en un desordenado relato que prescinde del registro exhaustivo en pos de captar aquello que se resiste a olvidar.
Pantallazos: el frustrado comienzo con el trombón, su incorporación a la banda de música del Ejército, el impacto de escuchar a Dizzy Gillespie, la obsesión por encontrar a la mujer de sus sueños, el estallido de la crisis económica en la familia, su encuentro con “la maría” y el paso a las drogas duras, la emoción de integrar la banda de Charlie Parker (“me trató como a un hijo”), los días de locura en la cárcel y las reiteradas internaciones, el sueño realizado del club de jazz propio y la voz de su profesor de música pronosticándole que jamás viviría de la música.
El desordenado GPS de sus memorias se detiene abruptamente en el ’63. Los 25 años que restaban para su muerte al caer por la ventana de un hotel en Ámsterdam deben leerse como parte de aquella interminable resaca.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 12 de mayo de 2012)