En el arranque del siglo XXI aquellos “hombres huecos” de T. S. Eliot encontraron su contracara: las “personas libro”. Ellas forman parte del Proyecto Fahrenheit 451, inspirado en la obra de Ray Bradbury que presagiaba un mundo sin libros. Amantes incondicionales de las palabras, memorizan un libro para evitar que se pierda y lo hacen a viva voz para que, casi como pastores frente a su rebaño, otros reciban el mensaje y lo multipliquen.
El proyecto nace en el contexto de la Escuela de Lectura de Madrid. Porque tanto como “rescatar” un libro es “compartirlo” mediante el buen decir. La palabra, ese animal en extinción, merece un tratamiento cuidadoso para garantizar su supervivencia.
Antonio Rodríguez Menéndez, fundador de Fahrenheit 451, considera claves de esta iniciativa su aplicación a la educación, a la reinserción social y a la participación democrática. El proyecto pretende llegar indiscriminadamente a todas las personas del mundo. Hay “personas libro” en las más extrañas lenguas, sean estas viejos, niños, adultos, presos, intelectuales o gente de la calle. “Lo que usted anda buscando, Montag, está en el mundo, pero el único medio para que una persona corriente vea el noventa y nueve por ciento de ello está en un libro”, apunta Bradbury desde su clásico.
Con una necesaria cuota de quijotismo, las “personas libro” buscan “mostrar que hay belleza, inteligencia y sensibilidad en las palabras de los seres humanos de todas las culturas y abrir con ello un resquicio a la esperanza de encuentro y convivencia”. Hombres huecos, abstenerse.
(En suplemento Escenario, Diario UNO, 26 de mayo de 2012)
Ya desde el prólogo de Cómo si tuviera alas, las “recuperadas” memorias perdidas de Chet Baker (1929-1988), la última mujer del extraordinario trompetista y cantante advierte de que no puede describírselo sólo como músico, leyenda o drogadicto. “Es todo eso y mucho más”, aclara. Para evitar que su obra perviva únicamente en las frías biografías de las enciclopedias de jazz, decide publicar en 1997 estos recuerdos agridulces escritos de puño y letra.
En esta “mezcolanza de imágenes e impresiones” (sic) están sus palabras, sus puntos de vista, en un desordenado relato que prescinde del registro exhaustivo en pos de captar aquello que se resiste a olvidar.
Pantallazos: el frustrado comienzo con el trombón, su incorporación a la banda de música del Ejército, el impacto de escuchar a Dizzy Gillespie, la obsesión por encontrar a la mujer de sus sueños, el estallido de la crisis económica en la familia, su encuentro con “la maría” y el paso a las drogas duras, la emoción de integrar la banda de Charlie Parker (“me trató como a un hijo”), los días de locura en la cárcel y las reiteradas internaciones, el sueño realizado del club de jazz propio y la voz de su profesor de música pronosticándole que jamás viviría de la música.
El desordenado GPS de sus memorias se detiene abruptamente en el ’63. Los 25 años que restaban para su muerte al caer por la ventana de un hotel en Ámsterdam deben leerse como parte de aquella interminable resaca.
(En suplemento Escenario, Diario UNO, 12 de mayo de 2012)
En esta “mezcolanza de imágenes e impresiones” (sic) están sus palabras, sus puntos de vista, en un desordenado relato que prescinde del registro exhaustivo en pos de captar aquello que se resiste a olvidar.
Pantallazos: el frustrado comienzo con el trombón, su incorporación a la banda de música del Ejército, el impacto de escuchar a Dizzy Gillespie, la obsesión por encontrar a la mujer de sus sueños, el estallido de la crisis económica en la familia, su encuentro con “la maría” y el paso a las drogas duras, la emoción de integrar la banda de Charlie Parker (“me trató como a un hijo”), los días de locura en la cárcel y las reiteradas internaciones, el sueño realizado del club de jazz propio y la voz de su profesor de música pronosticándole que jamás viviría de la música.
El desordenado GPS de sus memorias se detiene abruptamente en el ’63. Los 25 años que restaban para su muerte al caer por la ventana de un hotel en Ámsterdam deben leerse como parte de aquella interminable resaca.
(En suplemento Escenario, Diario UNO, 12 de mayo de 2012)
Sus nombres siguen engrosando la lista de las víctimas del delito. Ellos ya son parte de nuestra deuda interna.
Micaela, Matías,
Franco, Emmanuel, Daniela... Nombres de pibes que ya no están
estudiando, jugando al fútbol, chateando, haciendo amigos en Facebook.
Nombres como el de tu hijo o el mío, pibes que de un día para el otro
pasan a ser un número en las estadísticas, una foto en un cartel pidiendo justicia.
Pibes que por ley natural debieran haber despedido a sus padres y no al
revés. Jóvenes a los que el futuro les corresponde por lógica o lugar
común y que con tan sólo un disparo o una cuchillada se transforman en pasado. Como efecto colateral, el presente únicamente corresponde a los que quedan rumiando dolor y clamando justicia.
Las cifras, frías pero certeras, nos alertan: en apenas cinco meses ya
han muerto violentamente –sólo en la provincia– 11 menores. La política
de Seguridad, tantas veces reivindicada como “de Estado”, sigue sin
menguar el delito. Los delincuentes, queda claro, están ganando la
pulseada.
Escribo esto desde la indignación. Escribo desde el miedo. Con dos hijos
adolescentes a los que cada día saludo con un beso y un “cuidate” que
devino sello familiar tanto como el “buen día” o el “vamos a comer”.
Veo a esos padres portando carteles con las fotos de Micaela, Matías,
Franco, Emmanuel o Daniela y juro que intento ponerme en su lugar y no
lo logró. Imposible, más allá de la empatía y la más elemental
solidaridad, contener en un mismo cuerpo tanto dolor, tanta impotencia.
Micaela, Matías, Franco, Emmanuel, Daniela. Nombres y para la síntesis
periodística, casos. El hablar “del caso tal” evita apellidos y
detalles. Simplifica el mensaje. Por lo general, el caso tal dura unos
cuantos días y es tristemente remplazado por otro caso y así
sucesivamente. Los nombres, las muertes, las marchas, se acumulan, pero
los cambios no llegan. Las soluciones, tampoco.
No es que los otros homicidios, los demás hechos delictivos en los que
no están involucrados jóvenes, no cuenten. Duelen pero no impactan de la
misma forma que cuando la víctima es un chico. La certeza de que aún
tenían tanto por dar y por recibir, por vivir y aprender, es lo que no
tiene consuelo. Y lo peor: la sensación que nos queda a la mayoría,
padres o no, de que sigue faltando una fuerte decisión política, del
gobernador para abajo, de enfrentar el problema de fondo. No se trata,
una vez más, del absurdo debate de si mano firme sí o mano firme no.
Todos los que tienen algún poder de decisión en el Ejecutivo, la
Legislatura o la Justicia, saben que el conflicto es mucho más profundo y
por eso, hay que darle una solución integral. Urge tejer una sólida red
entre los tres poderes para que la coyuntura delictiva no se los lleve
puestos a todos.
Basta ver la agenda de cada uno de los tres poderes para ratificar la
impresión de que cualquier tema tiene más prioridad que garantizar la
seguridad y el bienestar de la sociedad toda. Esa sensación de que
mientras no me toque a mí o a los míos está todo bien. La memoria de
Micaela, Matías, Franco, Emmanuel, Daniela y tantos más merece que las
cosas cambien y alguna vez sí esté todo bien.
(En Diario UNO, 14 de mayo de 2012)
Un diario bombardeo
de contradicciones es nuestro peligroso mensaje hacia los más chicos.
No debe haber peor mensaje, sobre todo para los más jóvenes,
que el de la impunidad. Que dé lo mismo un burro que un gran profesor. Ser
derecho o ser traidor. Que hoy privatizo y mañana estatizo. Que lo que dije
ayer caduque como un yogur. Que el archivo sólo sirva para poner en evidencia
las contradicciones del otro, nunca para revisar cuántas vigas tenemos en el
ojo propio.
El peor nocaut. La Hiena Barrios es uno
de eso casos emblemáticos. El mediático boxeador está libre a pesar de haber
matado a una mujer embarazada, tras atropellarla y escaparse, totalmente
borracho. A pesar de haber sido condenado, la ley –como a las madres, hay que
respetarla aunque no nos guste– tiene sus entresijos y es por ahí por donde
transitan con olfato de goleador los hábiles caranchos. La Hiena pagó una fianza, no su
condena con la sociedad, y ya está otra vez en la calle. Hasta podría haberse
ido del penal manejando. De locos.
¿Concientizar o
avivar giles? El tránsito es un territorio propicio para el viva la Pepa. A esta altura
resulta irrisorio, casi una jodita para Tinelli, que algunos municipios salgan
a la calle a colocar multas “simbólicas” con el noble fin de concientizar. Como
si el que maneja no supiera, aún desde antes de sacar su carnet, que no debe
estacionar en doble fila, no debe hablar por teléfono mientras maneja, no debe
circular a mayor velocidad de la permitida, no debe cruzar los semáforos en
rojo, etcétera. Hay leyes claras y no se cumplen. Así de simple.
Contracara. Los
juicios por delitos de lesa humanidad que se vienen desarrollando desde hace un
tiempo en todo el país vendrían a ser una señal contraria a eso de que todo da
lo mismo. No es un logro menor haber sentado en el banquillo a los culpables de
la etapa más sangrienta de este país y terminar con la impunidad que les
permitió estar libres tantos años como cualquier hijo de vecino. Sin venganza
ni revancha, la Justicia,
esa misma que en otros casos parece estar más vendada que una momia egipcia,
pone aquí una esperadísima cuota de racionalidad.
Tarjeta roja para los
cómplices. En teoría, a ninguna cancha se puede ingresar con elementos
contundentes, bengalas, explosivos, y mucho menos con armas. Sin embargo, un
amplio catálogo de lo nombrado suele verse en cualquier estadio, sea de la A, la B o la Z, sin que una buena requisa
deje afuera a sus peligrosos portadores. Hasta que de tanto en tanto alguien
muere en un estadio y se abre nuevamente el trillado debate en los medios para
analizar por qué pasó lo que pasó. Puro verso.
Hacer lo que
corresponde. Bien aplicados, los premios y los castigos dan señales claras
y concretas. El problema que atraviesa hoy la educación, donde hasta la propia
ministra Abrile de Vollmer admite un grave problema de enseñanza en el Nivel
Primario, revela hasta qué punto se han relajado las obligaciones de los
alumnos. Por más que, como siempre, se apunte a que sea el docente quien ajuste
“las estrategias didácticas”, estas de nada servirán si los niños no hacen lo
básico: estudiar, cumplir con los deberes, llevar al día las materias y a su
vez, que los padres los acompañen de cerca en ese proceso, exigiéndoles pero
también apoyándolos, brindándoles confianza y afecto. Es decir, nada del otro
mundo, aunque cada vez cueste más cerrar este obvio círculo.
Humanum est. La
impunidad, como nos ilustra nuestro himno ad hoc Cambalache, vendría a decirnos
cual disco rayado que “todo es igual, nada es mejor”. No obstante, la esperanza
sigue estando en manos de esos mismos chicos a los que todos los días
confundimos con nuestras humanas, pero peligrosas, contradicciones.
(En Diario UNO, 30 de
abril de 2012)